ELÍAS
El cielo siempre me ha parecido más grande que cualquier cosa que pueda tocar. En las noches despejadas, cuando las estrellas están lo suficientemente brillantes como para dejarse ver sin el obstáculo de las luces de la ciudad, siento que todo es posible. En esos momentos, todo lo que existe se reduce a la distancia entre yo y el universo. A veces pienso que la gente se olvida de mirar hacia arriba, que olvidan que más allá de nuestras vidas cotidianas, el cielo sigue siendo el mismo: vasto, eterno y lleno de misterios.
Es extraño pensar cómo el universo nunca cambia, pero yo, a mis 19 años, ya he vivido lo suficiente como para sentir que todo lo que había conocido hasta ahora estaba comenzando a transformarse. Los amigos con los que crecí habían comenzado a tomar caminos diferentes, la universidad se asomaba en el horizonte como una promesa que me llenaba de dudas, y mi familia… bueno, mi familia seguía siendo la misma, atrapada en su pequeña burbuja donde yo también encajaba perfectamente.
La misma casa, los mismos rostros, los mismos hábitos. Pero en mi interior, algo me decía que las cosas estaban por cambiar.
Una noche, mientras me encontraba en el techo de mi casa, ajustando mi telescopio para observar las estrellas, algo me llamó la atención. No era la luz de una estrella más brillante de lo normal, ni una constelación que nunca antes había visto. No. Fue el sonido de un golpeteo rítmico, como si alguien estuviera luchando contra algo… algo que no entendía bien desde mi posición.
Giré lentamente mi cabeza y, en la casa de al lado, vi a una niña, con el cabello recogido en una coleta desordenada, luchando por ajustar un telescopio gigante en su jardín. Su pequeña figura no parecía encajar con el aparato que tenía entre las manos. El telescopio era de una marca avanzada, rara vez vista, uno de esos modelos de los que uno solo escucha en libros de astronomía. Sabía lo que era porque lo había estudiado. Pero, ver a una niña como ella, intentando lidiar con semejante equipo, me pareció desconcertante.
No pude evitar observarla desde mi lugar, escondido en las sombras de mi techo. Algo en su esfuerzo me llamó, como si la misma fragilidad de su intento de poner en marcha el telescopio fuera un espejo de la vulnerabilidad que, en mi caso, prefería mantener oculta.
Su rostro era una mezcla de concentración y frustración, y cuando la vi intentar ajustar la lente una vez más, supe que la situación se estaba saliendo de control. En algún momento, ella se detuvo, derrotada, y se sentó en el suelo, mirando el telescopio con una mirada que parecía pedir respuestas. No sé por qué, pero de alguna manera, me sentí inclinado a ayudarla.
Era tarde, demasiado tarde para ser simplemente un vecino curioso, pero de alguna forma, me levanté y caminé hacia el borde de mi techo, dispuesto a ofrecerle algo que sabía que podía hacer bien: enseñarle a usar ese telescopio.