La noche era fría.
El viento helado se filtraba por las ventanas rotas de la casa, silbando como un lamento.
Afuera, la lluvia golpeaba el pavimento con violencia, arrastrando el eco de un recuerdo que jamás desaparecería.
James Carter, de tan solo ocho años, temblaba en la oscuridad de su habitación.
Sus manos estaban frías, su respiración entrecortada.
Su mirada estaba fija en la puerta cerrada, como si esperara que, en cualquier momento, alguien entrara y lo abrazara.
Pero nadie vendría.
Porque su familia ya no estaba.
Aquel día lo había cambiado todo. El sonido del metal chocando, los gritos desgarradores, la imagen de la sangre tiñendo el suelo... Todo estaba grabado en su memoria como una cicatriz imposible de borrar.
—Papá... mamá... —susurró, apretando los puños.
El peso del silencio cayó sobre él como una losa. Desde entonces, el pasado lo perseguía, día y noche, como una sombra que se negaba a soltarlo.
Años después-Era muy temprano.
El sol apenas se asomaba en el horizonte, y las calles estaban todavía dormidas.
James ya estaba despierto, como siempre.
Había salido a correr, su rutina habitual.
Cada zancada era firme. Cada respiración, controlada. Pero sus pensamientos… vagaban lejos.
Sin embargo, ese día no siguió la misma ruta.
Ese día, sus pies lo llevaron a un lugar distinto.
El cementerio.
Caminó entre las lápidas silenciosas hasta detenerse frente a dos en particular.
Las letras grabadas en mármol estaban algo desgastadas, pero todavía legibles.
El nombre de su madre. El nombre de su padre.
Sus ojos se humedecieron, pero no lloró.
El viento soplaba fuerte. Las hojas secas giraban en espirales.
James se quedó ahí, de pie, mirando las lápidas como si pudiera hablar con ellas… como si pudieran escucharlo.
—Desde que se fueron… —murmuró— me prometí que nunca perdería a alguien… o algo… mientras yo siga de pie.
La brisa sopló más fuerte en ese momento. Su cabello se agitó con el viento, al igual que las hojas de los árboles.
Y en ese instante, no fue un niño roto, sino un joven decidido.
No hubo lágrimas… solo determinación.
Horas después – Universidad Nacional.
El sonido de los estudiantes riendo y conversando llenaba los pasillos de la universidad.
El aroma a café y papel de cuaderno nuevo flotaba en el aire, dando la sensación de que todo era tranquilo, rutinario, normal.
Pero para James, no había nada de normal en su vida.
Sentado en una de las bancas del campus, con los brazos cruzados, miraba el suelo en silencio. Su mente estaba en otro lado. Solo faltaban unas semanas para la pelea más importante de su vida.
—¡James!
La voz de una chica lo sacó de sus pensamientos. Levantó la mirada y vio a Lina, su mejor amiga, acercándose con una gran sonrisa.
Su cabello castaño caía en suaves ondas sobre sus hombros, y sus ojos reflejaban una calidez que siempre lograba tranquilizarlo.
—¿Otra vez con cara de pocos amigos? —bromeó, sentándose a su lado.
—No es nada... solo estoy pensando.
Lina suspiró, mirándolo fijamente. Lo conocía demasiado bien.
—Estás nervioso por la pelea, ¿verdad?
James no respondió de inmediato.
¿Nervioso? No, no era solo eso. Era algo más grande.
—Es mi oportunidad... —susurró—. Si gano, será el primer paso para...
Se detuvo. ¿El primer paso para qué? ¿Para demostrar que no era débil? ¿Para honrar la memoria de sus padres? ¿O simplemente para llenar ese vacío dentro de él?
Antes de que pudiera responderse, otra voz se unió a la conversación.
—¡Hermano! ¿Preparado para convertirte en leyenda?
Era Max, su mejor amigo desde la secundaria. Un tipo alto, de cabello rubio y con una actitud despreocupada, pero con un corazón de oro. Se sentó junto a ellos con una hamburguesa en la mano, como si nada le preocupara en el mundo.
—Si gano, tal vez. —James sonrió levemente.
—¡Ese es el espíritu! —exclamó Max, dándole una palmada en la espalda—.
Aunque, para ser sincero, ese Viktor no es cualquier rival.
Lina asintió, su expresión volviéndose más seria.
—He oído hablar de él. Es el campeón nacional, ¿cierto?
James afirmó con la cabeza. Viktor. Un boxeador con experiencia, talento y una razón de peso para pelear.
—Dicen que está en su mejor momento —continuó Max—. Pero tú también, hermano. Has entrenado como un loco.
James apretó los puños.
Sí, había entrenado. Había llevado su cuerpo al límite, había perfeccionado cada golpe, cada esquiva, cada movimiento.
Pero... ¿sería suficiente?
La pelea estaba cada vez más cerca.
Y pronto, tendría la respuesta.