Seik Yagami esperaba el autobús con los codos apoyados en las rodillas y la mirada perdida en el suelo agrietado. Bajo la luz artificial, su piel parecía aún más pálida, resaltando el cansancio en sus ojos hundidos.
Ese autobús no solo lo transportaba; también lo encadenaba. Lo arrastraba cada noche de regreso a una rutina asfixiante: jornadas interminables en una oficina, sin descanso. Tenía múltiples maestrías en psicología, negocios y educación, además de años de entrenamiento en karate. Y, aun así, su vida se había reducido a un ciclo sin propósito.
Solo al cultivar se sentía realmente vivo. La tierra entre sus dedos, el aroma de las hojas nuevas, la lenta danza del crecimiento. Pero eso estaba fuera de su alcance. O, quizás, él mismo se había convencido de que lo estaba.
Suspiró y chasqueó la lengua.
A mis veintiocho años, sigo sin saber qué quiero hacer con mi vida. Evité esta pregunta tanto tiempo que ahora me abruma.
El aire nocturno tenía un aroma metálico, como a lluvia lejana. Cuando el autobús apareció al final de la calle, sus faros iluminaron la acera con un resplandor mortecino. Las luces de los postes parpadeaban débilmente, como si fueran a apagarse en cualquier momento.
Los edificios grises, el asfalto gastado, los rostros apagados… Todo reflejaba el vacío que sentía.
Las personas, absortas en sus pantallas, apenas notaban la presencia de sus propios hijos. Los autos pasaban a toda velocidad, como si tampoco tuvieran un destino claro.
El autobús se detuvo con un chirrido que arañó el silencio de la noche. Seik subió sin apurarse, sintiendo una presión invisible en el pecho.
El interior era sofocante, como si el aire estuviera atrapado entre esas paredes gastadas. Pero nadie parecía notarlo.
Se dejó caer en el último asiento y abrió la ventana. Inspiró profundo, pero el aire seguía siendo insuficiente. Su pulso retumbaba en sus sienes.
¿Qué me está pasando?
El autobús arrancó y, casi sin quererlo, sus ojos se desviaron hacia la calle. Entonces, el tiempo pareció detenerse.
Allí, de pie en la estación, había una figura negra.
Inmóvil.
No era una sombra ni un reflejo.
Era real.
Algo que no debería estar ahí.
Su corazón se detuvo por un segundo. La figura no tenía rostro. No podía verla con claridad, pero estaba seguro: lo observaba.
Parpadeó. Y desapareció.
De repente, todo volvió a la normalidad con un latigazo. Seik se incorporó, con la respiración entrecortada, y miró a su alrededor, buscando alguna señal de que alguien más la había visto. Pero los pasajeros seguían atrapados en sus malditos teléfonos, indiferentes a todo.
De pronto, el autobús frenó de golpe y un estruendo sacudió el vehículo. Seik se aferró al respaldo del asiento frente a él. Su corazón golpeaba con fuerza.
Pero nadie gritó. Ninguna reacción.
El motor seguía encendido, pero el autobús no avanzaba.
Tragó saliva y se puso de pie con cautela. Cada paso hacia la cabina del conductor se sentía más pesado. Un zumbido grave vibraba en el aire, como si el autobús respirara… o susurrara algo ininteligible.
Miró de reojo a los pasajeros.
No pestañeaban. No respiraban.
La luz de sus pantallas iluminaba sus rostros inexpresivos, como si apartar la vista del celular significara el fin de sus vidas.
Cuando llegó al frente, el aire se sintió más denso. Un escalofrío le recorrió la espalda.
El asiento del conductor… estaba vacío.
No. No podía ser.
Un vacío helado se instaló en su estómago.
El volante giró solo. Como si una mano invisible lo guiara.
Seik dio un paso atrás. Sus piernas temblaban.
Y entonces, lo vio.
En el reflejo del parabrisas.
La figura negra.
Estaba detrás de él.
Seik giró de golpe. Nada.
Retrocedió un paso y volvió a girar. Entonces, el dolor lo atravesó.
Un ardor abrasador le quemó las entrañas.
Bajó la vista. Primero, el rojo. Luego, la comprensión.
Su abdomen estaba empapado de sangre.
Frente a él, la silueta seguía allí. Borrosa. Vibrante. Como si su existencia misma temblara en el aire.
Seik aferró la daga incrustada en su cuerpo. Con los últimos vestigios de fuerza, la hundió más en su carne y estiró el brazo izquierdo, buscando el cuello de la silueta. Pero solo encontró vacío. Aire transparente.
Volteó a su alrededor. Todos seguían en sus teléfonos, indiferentes.
La silueta jaló la daga con un movimiento seco. Seik cayó de rodillas con un ruido sordo. Su aliento se hizo pesado. Alzó una mano, intentando tocar aquella cosa, buscando algo tangible. Pero, en cuanto sus dedos rozaron el vacío, la silueta dejó de existir.
No lloró. No hizo ningún gesto de dolor. Solo miró. Como si aquello no le perteneciera.
La figura negra se dio la vuelta y se desvaneció frente a sus ojos.
Seik se quedó ahí, de rodillas, con la sangre empapando su ropa.
Duele.
Tal vez creí que, si hacía una distorsión cognitiva, podría olvidar lo que realmente soy. Pero la vida te golpea con una brutalidad absurda.
¿Qué se supone que era esa cosa?
Mi vida es monótona. Aburrida. Sin metas. Y sé que es por mis emociones… o por su ausencia. No soy capaz de sentir.
Y, sin embargo, aquí estoy, de rodillas, mientras las personas me ignoran.
¿Tan ignorantes se han vuelto las personas?
No lo sé. Ahora mismo no quiero pensar. Solo quiero dormir.
Creo que lo que más me molesta… No. No soy capaz de molestarme.
Pero creo que lo que más me molestaría es no sentirme molesto.
Quizás el verdadero monstruo no era esa sombra. Quizás, lo más humano aquí… era esa cosa.
Hizo lo que mejor sabe hacer la humanidad.
Matar.
Seik, tendido en el suelo, cerró lentamente los párpados. Sus ojos, antes hundidos por el cansancio, al fin descansaban.
El autobús reanudó su marcha. Algunos pasajeros lanzaron miradas fugaces al cuerpo, con desdén. Otros apenas lo notaron, como si detenerse a ayudar fuera una pérdida de tiempo.
El autobús se perdió en la distancia, llevándose consigo a sus pasajeros. Como estrellas frías: visibles, pero inalcanzables.