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Nigromante de los Dioses

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Synopsis
Severian Duskveil, un joven frío y calculador, es arrancado de su vida cotidiana y arrojado a un mundo despiadado donde la supervivencia es la única ley. A través de un portal dorado que aparece en su apartamento, Severian y miles de personas más son transportados a un nuevo mundo con el único propósito de entretener a los dioses. Los participantes, ahora convertidos en peones de un juego macabro, deben luchar por su vida mientras son observados por seres superiores que se deleitan con su desesperación. Cada uno de ellos recibe una "clase" y habilidades únicas, determinadas por cartas mágicas que definen su destino. Severian, por pura suerte (o tal vez por designio), obtiene la clase Nigromante una de las más raras y poderosas, que le permite revivir a los muertos y convertirlos en sus soldados. Mientras Severian acumula poder y construye su ejército de no-muertos, comienza a cuestionar las reglas de este mundo. ¿Quiénes son los dioses que los observan? ¿Por qué han sido elegidos para este juego cruel? Y lo más importante, ¿hasta dónde está dispuesto a llegar para sobrevivir?

Table of contents

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II3 months ago
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Chapter 1 - I

Severian soltó un molesto gemido cuando los molestos rayos del sol se filtraron sin piedad a través de las ventanas desnudas. Había olvidado bajar las persianas la noche anterior, y ahora el calor comenzaba a impregnarse en el aire del cuarto con una sensación sofocante, pegajosa, como un sudor que no había tenido tiempo de formarse, pero que ya se sentía adherido a su piel. Con un suspiro pesado, entre fastidio y resignación, se frotó el rostro con ambas manos, tratando de disipar el entumecimiento del sueño, aunque en su interior ya sabía que eso no funcionaría.

Se incorporó con lentitud, con el cuerpo aún perezoso por las horas de sueño interrumpido. Sus pies descalzos tocaron el suelo frío, una sensación momentáneamente agradable en contraste con la calidez del ambiente. Con pasos tambaleantes y malhumorados, caminó hasta la ventana y, sin delicadeza alguna, cerró las persianas de golpe. La habitación se oscureció en un instante, dejando solo las sombras proyectadas por los muebles y los tenues reflejos de la luz filtrándose a través de las rendijas. Se quedó allí por unos segundos, respirando hondo, sintiendo cómo la oscuridad aliviaba ligeramente su irritación.

Odiaba el calor, ese bochorno que sofoca con una sensación de pesadez inevitable. La chocante sensación del sudor que se formaba desde su nuca a la espalda, incluso sin haber hecho el mínimo esfuerzo. Se pasó la mano por el cabello azabache, enredado y ligeramente desordenado por el sueño, con mechones rebeldes que caían sobre su frente. Se giró con desgana y miró su reflejo en el espejo de cuerpo completo que tenía en la habitación. Su mirada gris, fría y vacía, lo observaba de vuelta con una inexpresividad inquietante, casi espectral. Había algo en sus propios ojos que lo incomodaba, pero no lo suficiente como para apartar la vista de inmediato.

Sabía que muchas personas lo consideraban atractivo. Su rostro tenía una simetría casi perfecta, con facciones afiladas y elegantes, una mandíbula bien definida y labios de un grosor exacto, sin excesos ni defectos. Su piel pálida tenía un aire etéreo, como si nunca hubiera conocido verdaderamente la luz del sol, como si hubiera pasado la mayor parte de su vida en las sombras, o peor aún, como si hubiera nacido de ellas.

Suspiró otra vez, arrastrando la mirada por su propia imagen, analizándose con la misma indiferencia con la que observaba el mundo exterior. Con veintiún años recién cumplidos, su físico delgado pero marcado mostraba músculos definidos, aunque no por un entrenamiento riguroso, sino más bien por naturaleza. Medía 1.78 metros, una altura promedio que le permitía moverse con agilidad y mantener cierta presencia. Se parecía demasiado a su madre en apariencia, algo que en su infancia le había parecido un halago, pero que con los años se había convertido en un recordatorio molesto.

Su madre era una mujer distante, desinteresada en todo excepto en aquello que podía beneficiarla. Lo usó a él y a su hermana como herramientas, como cadenas para mantener atado a su padre, un hombre aún más indiferente que ella, cuya única pasión en la vida parecía ser su empresa y el dinero que generaba. Ninguno de los dos había sido particularmente bueno como padre o madre, pero al menos Severian nunca había pasado necesidades. Privilegios, dinero, comodidades… todo eso lo tuvo sin pedirlo. Lo que no tuvo fue un hogar.

Pero bueno, para qué quejarse ahora. Los traumas podrían atenderse después.

Se pasó una mano por la cara, tratando de despejar la somnolencia que aún lo embargaba. Se sentía ligeramente resacoso. Había bebido un poco la noche anterior, o quizás más de la cuenta, pero eso no era algo nuevo. Desde que terminó con su exnovia hace unas semanas, el alcohol se había convertido en un hábito recurrente, no por tristeza, sino por simple evasión. No es que la extrañara, porque no lo hacía. Su relación había sido un juego de conveniencia mutua: ella era bonita, se dejaba coger seguido y no le pedía demasiado al principio. Pero con el tiempo, los problemas se acumularon.

Caprichosa. Mimada. Idiota.

Al principio, esas características le habían parecido manejables, incluso entretenidas, pero con el tiempo se volvieron insufribles. Quería más, más atención, más compromiso, más cariño del que él estaba dispuesto a darle. No tenía paciencia para sus berrinches, para sus constantes reclamos por cosas insignificantes. Así que la dejó. La mandó a la mierda sin más, sin ceremonias ni falsas despedidas, y ella reaccionó como una niña a la que le quitan un juguete caro. Gritos, lágrimas falsas, insultos vacíos. Lejos de afectarlo, todo eso solo reafirmó su decisión.

Y ahora estaba aquí, en su departamento, solo y con la resaca dándole latigazos en la cabeza.

Se giró y caminó hacia el baño, despojándose de la ropa que llevaba puesta. Su cuerpo, bañado en la luz tenue que se filtraba a través de las persianas, se veía delgado pero fuerte, con la piel pálida contrastando con la oscuridad de su cabello. Abrió la llave de la ducha y esperó a que el agua alcanzara la temperatura adecuada antes de meterse bajo el chorro. El contacto del agua caliente con su piel fue un alivio instantáneo, relajando los músculos tensos por el mal dormir.

Permaneció allí más de lo necesario, dejando que el agua cayera sobre su rostro, deslizándose por su piel como si pudiera lavar algo más que el sudor y la resaca. Como si pudiera limpiar la sensación persistente de apatía que lo perseguía.

Pero, por supuesto, no lo hacía.

Apagó el agua y salió de la ducha, sacudiéndose el cabello húmedo antes de tomar una toalla y secarse. El día apenas comenzaba y ya estaba harto.

No tenía intención de salir, no ese día, no con el sol allá afuera. De hecho, rara vez salía de día. La luz lo molestaba, el calor lo sofocaba, y la simple idea de mezclarse con la multitud le resultaba insoportable. Si tenía que salir, lo hacía de noche o al atardecer, cuando la ciudad se sumía en las sombras y el bullicio se transformaba en un murmullo distante, más fácil de ignorar.

Se vistió sin apuro, escogiendo ropa cómoda pero funcional: una playera de manga larga en un tono gris blanquecino, pantalones negros y unos tenis oscuros. No era alguien que se preocupara demasiado por la moda, pero prefería los colores sobrios, prendas que no llamaran la atención. Caminó con pasos perezosos fuera de su habitación, sintiendo el eco de su andar resonar en la inmensidad de su departamento.

Su hogar era espacioso, amplio y lujoso, pero no se sentía como tal. El privilegio de haber nacido en una familia adinerada le había asegurado todo lo material que pudiera desear, pero no la sensación de pertenencia. Era un espacio impecable, diseñado a la perfección por alguien que, claramente, nunca viviría allí. La sala, con enormes ventanales de piso a techo, ofrecía una vista impresionante de la ciudad, con sus edificios amontonados y sus luces intermitentes. Los muebles de diseño moderno, en tonos fríos y minimalistas, parecían colocados con precisión quirúrgica, sin rastros de vida real. La cocina, impecablemente equipada con electrodomésticos de última generación, rara vez era utilizada más allá de lo necesario.

Su madre, con su eterna manía de control, desaprobaba su estilo de vida. "No entiendo cómo puedes hacer cosas que los sirvientes deberían hacer por ti", le había dicho en más de una ocasión, con su tono afilado de desaprobación. Como si cocinarse su propia comida o limpiar su propio espacio fuera una abominación, un insulto al estatus que ella tanto se esforzaba por mantener. Pero a Severian le daba igual. No quería depender de nadie más de lo necesario, y si podía arreglárselas solo, lo haría.

Caminó hasta la cocina y abrió el refrigerador, observando su contenido con la misma indiferencia con la que veía la mayoría de las cosas en su vida. Había restos de comida que no recordaba haber pedido, varias botellas de agua alineadas en perfecto orden, y alcohol, bastante alcohol. Dudó por un momento, considerando si tomar algo fuerte para comenzar el día, pero terminó optando por un simple vaso de agua. Lo bebió de un solo trago y luego apoyó el vaso en la encimera, girando la vista hacia la ventana.

Afuera, la ciudad continuaba con su rutina absurda. Personas caminando con prisa, como si cada segundo de sus vidas estuviera cronometrado. Autos tocando sus bocinas sin descanso, como si el ruido fuera la solución a su impaciencia. Conversaciones sin importancia flotaban en el aire, llenando el espacio con palabras vacías que se perderían en cuestión de minutos.

Hizo una mueca de desagrado y cerró las persianas de golpe. Luego encendió el aire acondicionado, dejando que el frío artificial se expandiera por la habitación. No es que hiciera calor realmente, pero le gustaba la sensación del frío envolviendo su piel, como si de alguna manera lo aislara del mundo exterior. Caminó hasta la sala y encendió la televisión, solo para tener algo de ruido de fondo. Odiaba el silencio absoluto cuando duraba demasiado, le hacía pensar demasiado, y pensar demasiado nunca era algo bueno.

El canal de noticias mostraba imágenes de sucesos recientes, algunos absurdos, otros preocupantes.

—Les informamos que, nuevamente, como cada año, se reportan misteriosos portales dorados raptando gente.

La imagen en pantalla mostraba un video borroso de una calle vacía en la que, de repente, una luz dorada se expandía y, en cuestión de segundos, una persona desaparecía sin dejar rastro.

—En otras noticias, se descubrió un nido de personas verdes y pequeñas en las alcantarillas de la ciudad…

Severian soltó un bufido y cambió de canal. Siempre lo mismo. Sensacionalismo, teorías ridículas disfrazadas de informes serios. No tenía interés en esas fantasías.

Regresó a la cocina, dejando la televisión encendida de fondo. Se acercó al refrigerador nuevamente y sacó chorizo y queso. Los arrojó en una sartén caliente, dejando que la grasa chisporroteara y el aroma especiado se extendiera por el ambiente. Con movimientos automáticos, tomó unas tortillas de harina y las pasó por el fuego, viendo cómo el calor las inflaba levemente antes de colocarlas en un plato. Agregó un poco de limón y salsa picante, formando un par de tacos improvisados.

Se sentó a la mesa y comenzó a comer, masticando lentamente, saboreando cada bocado. No tenía prisa. El calor de la comida se mezclaba con la frialdad del aire acondicionado, creando un contraste peculiar, casi agradable.

Mientras masticaba lentamente, sintiendo la textura grasosa del chorizo mezclarse con el queso derretido, sus pensamientos comenzaron a divagar sin rumbo, como una hoja arrastrada por el viento en una ciudad vacía. Sus ojos se perdieron en el reflejo opaco del televisor, donde la imagen de las noticias se distorsionaba con el ligero temblor de la pantalla. No estaba prestando atención. Su mente estaba en otra parte.

Pensó en su padre. Siempre ocupado. Siempre distante. Una sombra con forma de hombre cuya única presencia en su vida había sido la de una cartera abierta y un apellido que imponía respeto. Nunca un abrazo, nunca una conversación que fuera más allá de lo superficial. Un hombre cuya idea de ser padre se reducía a pagar los mejores colegios, llenar sus cuentas bancarias y recordarle en cada oportunidad lo mucho que le costaba ser su hijo. No podía llamarlo un mal hombre en el sentido estricto de la palabra. Nunca lo golpeó, nunca lo humilló, nunca le negó nada de lo material. Pero la ausencia constante era algo que lo hizo sentir solo.

Y su madre… una mujer de rostro bello y alma podrida. Calculadora hasta la médula, experta en manipular con una sonrisa y en usar el cariño como moneda de cambio. Quería, sí, pero su amor era condicional, frío, afilado como una navaja. Siempre esperaba algo a cambio, siempre buscaba el ángulo desde el cual pudiera sacar ventaja. No crió hijos, crió herramientas. Peones en su tablero de ajedrez, piezas sacrificables en su eterno juego de poder.

Severian suspiró con pesadez, dejando el plato vacío sobre la mesa sin mucho cuidado. Él era un reflejo distorsionado de ambos. Había heredado lo peor de cada uno. El egoísmo. La indiferencia. La capacidad de manipular. La frialdad que se clavaba en las entrañas como un puñal sin filo, dejando cicatrices invisibles en los demás sin que le importara demasiado. Su hermana mayor, en cambio, se había quedado con lo poco bueno que había en sus padres. Ella era la versión refinada de la familia. Inteligente, calculadora, pero con una pizca de humanidad que a él siempre le había faltado. Ahora trabajaba en la empresa de su padre, en un puesto alto, cumpliendo el papel de hija perfecta.

Se dejó caer en el sofá con pesadez, estirando los brazos por encima de su cabeza mientras el murmullo de la televisión le servía como un arrullo monótono. Cerró los ojos por un instante, disfrutando de la sensación de estar solo. Completamente solo en un mundo que no lo entendía y que tampoco le interesaba entender.

Los sonidos cotidianos de la ciudad que seguía con su danza absurda de ruido y movimiento, lo regresaban momentáneamente de su introspección. Autos que rugían, bocinas que se mezclaban en una sinfonía de frustración, gente caminando con prisa rutinaria hacia destinos cotidianos. Nada de eso tenía sentido para él. Era como mirar una pecera llena de peces que nadaban sin saber por qué.

Suspiró y encendió la consola. El sonido de inicio llenó la habitación con una melodía familiar y robótica. La pantalla iluminó el espacio con un resplandor azul frío, proyectando sombras largas en las paredes. Sus dedos recorrieron el control con familiaridad, a punto de seleccionar un juego, cuando una vibración extraña recorrió el suelo bajo sus pies.

Al principio fue apenas un murmullo, una sensación leve, como si el edificio exhalara un suspiro profundo. Luego, en cuestión de segundos, el departamento entero empezó a temblar con fuerza. Las lámparas colgantes se balancearon como péndulos desquiciados, los vasos en la cocina tintinearon al borde de caer, y un sonido sordo, casi gutural, retumbó en las paredes.

El aire cambió. Se volvió pesado. Sofocante.

Severian se incorporó de golpe, su corazón acelerado por el instinto primario de supervivencia. Lo primero que pensó fue en un temblor, pero algo dentro de él sabía que esto era diferente. La atmósfera estaba cargada de algo extraño, algo que no pertenecía a este mundo.

Y entonces, el aire en la sala se rasgó.

Justo frente a él, una grieta luminosa apareció en medio del espacio, vibrando como si fuera un ser vivo. Era dorada, brillante, pero su luz no era cálida, no era reconfortante. Era algo primitivo. Algo que no debía estar allí. Palpitaba con una energía desconocida, expandiéndose y contrayéndose como una herida en la realidad misma.

La presión en el ambiente aumentó. La piel de Severian se erizó con un escalofrío que le recorrió la columna como un torrente helado. Trató de moverse, de alejarse, pero sus pies se sintieron anclados al suelo. Y entonces, lo sintió.

Algo lo estaba arrastrando.

No era viento, no era una fuerza física, era algo más. Una atracción invisible que lo jalaba con una intensidad imparable. Sus músculos se tensaron, su instinto de supervivencia gritó en su cabeza. Se aferró al sofá, a la mesa, a cualquier cosa que pudiera darle estabilidad, pero sus dedos resbalaron. La succión era demasiado fuerte.

El sonido a su alrededor se distorsionó, como si estuviera sumergido en agua. Los colores del mundo se alteraron, se fundieron, y la realidad misma pareció descomponerse en fragmentos irreconocibles. Una cacofonía amorfa invadió sus oídos, un eco lejano que parecía provenir de todas partes y de ninguna a la vez.

La presión en su pecho se volvió insoportable, como si algo invisible estuviera exprimiendo el aire de sus pulmones. Trató de gritar, pero su voz quedó atrapada en su garganta, ahogada por el terror.

Y entonces, todo explotó en una espiral de caos absoluto.

Vio colores que no deberían existir, tonalidades que su cerebro no podía procesar. Escuchó luces y olió sonidos. Sintió sabores en su piel y percibió el paso del tiempo de forma errática, como una serie de imágenes fracturadas que se alargaban en la eternidad solo para colapsar en el siguiente instante.

Su cuerpo dejó de ser su cuerpo. Fue reducido a un punto de energía pura, sin forma, sin dirección, atrapado en un remolino de fuerzas incomprensibles. Su mente se expandió y se contrajo a la vez, atrapada en una dimensión que no debía estar al alcance de los humanos.

Y entonces cayó.

El impacto fue brutal, un choque seco que le arrancó el aliento en un jadeo desgarrado. Sintió el golpe recorrer su cuerpo como una descarga eléctrica, desde la columna hasta la punta de los dedos, cada hueso vibrando como si estuviera al borde de la fractura. Su espalda ardía por la presión, sus costillas se comprimieron con el golpe y una punzada aguda le perforó el costado, haciéndolo soltar un gruñido ahogado. El aire se le escapó de los pulmones en un jadeo entrecortado y su visión se tornó borrosa por un instante, nublada por el dolor.

Tosió. La garganta le raspó con una sequedad hiriente, y un sabor metálico se expandió en su lengua. Sangre. La sintió escurriéndose por la comisura de sus labios, caliente y espesa. Cerró los ojos un momento, intentando calmar la punzada de vértigo que le mareaba. El mundo a su alrededor giraba en espirales confusas, como si aún no se hubiera detenido del todo.

Cuando logró enfocarse, sus manos tantearon el suelo bajo él. Frío. Duro. Extrañamente uniforme. No era roca, no era concreto. La superficie era áspera al tacto, con una textura similar a la piedra tallada, pero sin imperfecciones, como si no hubiera sido esculpida por herramientas humanas, sino creada de manera ajena a cualquier lógica natural. El color era un gris opaco, un tono muerto que no reflejaba luz ni tenía la calidez del suelo que conocía.

Respiró hondo, obligándose a calmarse. Un latido acelerado le retumbaba en las sienes, su cuerpo aún en estado de alerta. Se incorporó con dificultad, apoyando las palmas en el suelo, sintiendo un temblor involuntario en los músculos. Su cuerpo protestaba con cada movimiento, pero ignoró el dolor.

Y entonces lo vio.

No estaba solo.

Miles de cuerpos caían del cielo.

Los vio emerger de portales dorados suspendidos en lo alto, grietas luminosas en el tejido mismo de la realidad. Las figuras descendían sin control, atravesando el aire como hojas en una tormenta. Algunos impactaban contra el suelo con un sonido seco y nauseabundo, miembros torciéndose en ángulos imposibles, piel abriéndose al contacto con la superficie implacable. Otros lograban amortiguar la caída, rodando, usando los brazos o piernas para mitigar el golpe.

Era un espectáculo caótico. Un río de personas siendo vertidas en un lugar que no conocían, rostros de todas las edades y etnias, pieles de diferentes tonalidades, cabellos de colores variados, atuendos que iban desde la vestimenta casual hasta ropas exóticas, formales, antiguas. Hombres y mujeres, ancianos y niños. Todos atrapados en el mismo destino incierto.

El sonido de los gemidos, jadeos y gritos aturdía los oídos. Voces en diferentes idiomas se entrelazaban en un murmullo confuso, una maraña de palabras sin sentido. Algunos sollozaban, otros gritaban en desesperación, algunos intentaban hablar con quienes tenían cerca, pero nadie parecía entenderse.

La confusión era absoluta.

De un portal cercano, una figura cayó a escasos metros de él.

El impacto de su cuerpo contra el suelo fue más suave que el suyo, pero aun así, el sonido del golpe resonó en el aire con un eco sordo. La joven se incorporó con torpeza, una expresión de angustia pintada en su rostro. Su cabello, un tono vibrante de melocotón, cayó en ondas suaves sobre sus hombros. Su piel era clara, y su rostro delicado, de facciones armoniosas, se veía tenso por la incertidumbre.

Su vestimenta era peculiar: un uniforme de colegiala, elegante y ajustado, con una falda corta que se ceñía a sus muslos y una blusa entallada que delineaba su figura. Sus piernas, largas y bien torneadas, estaban cubiertas por medias oscuras, y llevaba zapatos que parecían más adecuados para un aula que para un sitio como este.

La joven se volteó hacia él con ojos grandes y brillantes, su expresión una mezcla de pánico y súplica. Se acercó con pasos apresurados, tropezando ligeramente por la inestabilidad de su respiración.

Cuando llegó a su lado, lo tomó de los brazos.

Su boca se movió con rapidez, pronunciando palabras con un tono de urgencia. Pero lo que decía no tenía sentido. Era un idioma que no conocía, un sonido completamente ajeno a él. Sus labios temblaban con cada palabra, sus dedos se aferraban a su ropa con una desesperación apenas contenida.

Severian miró a su alrededor. No era solo ella. Todos hablaban, todos intentaban comunicarse, pero nadie parecía entenderse. Era como si cada uno estuviera atrapado en su propio aislamiento lingüístico, condenados a la confusión.

El terror en el ambiente era palpable. Un grupo de personas se reunía cerca, discutiendo en diferentes lenguas, tratando de gesticular con las manos, de hacerse entender de cualquier manera posible. Otros permanecían en el suelo, abrazándose las rodillas, negándose a aceptar lo que estaba ocurriendo. Algunos intentaban ayudar a los que habían caído peor, aquellos que yacían inmóviles, inconscientes o medio muertos.

Severian sintió un escalofrío recorrerle la espalda. No sabía dónde estaba. No sabía por qué estaba aquí. Pero algo dentro de él le susurraba que este lugar…

No era un sitio del que pudiera salir fácilmente.

Antes de que pudiera hacer o decir algo, una sensación extraña recorrió su cuerpo. Fue como un leve cosquilleo en la nuca, una corriente eléctrica fría deslizándose por su espina dorsal, extendiéndose hasta la punta de sus dedos. Un escalofrío involuntario lo sacudió.

Frente a sus ojos, apareció de la nada una pantalla dorada, flotando en el aire con un resplandor tenue e hipnótico. Era como un panel de luz translúcido, una interfaz digital que no pertenecía a ningún dispositivo visible. A pesar de su sorpresa, sus ojos fueron arrastrados de inmediato a las palabras que se desplegaban ante él.

[Ficha de Estado – Severian Duskveil]

Nombre: Severian Duskveil

Raza: Humano

Edad: 21 años

Clase: Sin Clase

Nivel: 1

Título: Ninguno

Atributos:

Fuerza: 15 ("Nueva": Afecta el daño físico y la capacidad de cargar peso.)

Destreza: 21 ("Nueva": Aumenta la velocidad, agilidad y precisión en ataques.)

Constitución: 20 ("Nueva": Determina la resistencia física y la salud máxima (HP)

Inteligencia: 50 ("Nueva": Aumenta el poder mágico y la capacidad de usar habilidades complejas.)

Sabiduría: 44 ("Nueva": Mejora la percepción, la resistencia mágica y la regeneración de maná.)

Carisma: 70 ("Nueva": Influye en la capacidad de persuasión y liderazgo.)

Estadísticas:

Vida (HP): 100/100 ("Nueva": Puntos de salud. Si llegan a cero, el personaje muere.)

Mana (MP): 1,000/1,000 ("Nueva": Puntos de energía mágica. Se gastan al usar habilidades.)

Resistencia Física: Media ("Nueva": Reduce el daño recibido por ataques físicos.)

Resistencia Mágica: Media ("Nueva": Reduce el daño recibido por ataques mágicos.)

Velocidad: Normal ("Nueva": Determina la rapidez de movimiento y reacción.)

Habilidades:

"Nueva" - Lengua Universal (Pasiva) – Nivel Máximo

[Otorga la capacidad de entender y comunicarse en cualquier idioma hablado dentro de este mundo. Se aplica de forma automática y pasiva.]

El corazón de Severian dio un vuelco. Un sistema. Una jodida interfaz de sistema. Algo que solo había visto en videojuegos y novelas de fantasía. Pero esto no era un juego. Era real.

La pantalla flotaba con una presencia tangible, sin necesidad de un dispositivo que la proyectara. Intentó alargar una mano para tocarla, pero sus dedos atravesaron la luz sin resistencia. No era sólida. Parpadeó varias veces, tratando de asimilar lo que veía, pero las letras seguían ahí, flotando en el aire como si estuvieran grabadas en la realidad misma.

Tragó saliva con dificultad. La sensación de irrealidad lo golpeó con fuerza, pero su instinto de supervivencia lo obligó a reaccionar rápido. Su mente analizaba la información con rapidez, tratando de darle sentido a lo que estaba ocurriendo.

Y entonces, algo cambió.

Las palabras que hasta hace unos momentos eran un murmullo incomprensible a su alrededor, de pronto cobraron sentido. Como si un interruptor se hubiera encendido en su cerebro, cada voz, cada lamento, cada pregunta desesperada comenzó a tener significado.

—¿Dónde estamos? ¿Qué está pasando?

La voz temblorosa de la chica que se había acercado a él lo sacó de su aturdimiento. Su mirada se encontró con la de ella, y por primera vez la observó con verdadera atención.

Su piel, pálida y perlada de sudor, reflejaba la luz de la pantalla dorada con un brillo espectral. Sus ojos grandes y angustiados buscaban respuestas, pero no había ninguna que Severian pudiera darle. Su pecho subía y bajaba con respiraciones aceleradas, y su cuerpo entero temblaba levemente, como un animal acorralado.

Él entrecerró los ojos, sintiendo la tensión arremolinarse en su pecho.

—No lo sé —murmuró con voz tensa—. Y por favor, dame espacio.

Su tono no había sido agresivo, pero la chica se encogió levemente, como si lo que acababa de decir la hubiera golpeado físicamente. Aun así, no se alejó demasiado. Seguía mirándolo con una mezcla de incertidumbre y miedo, como si aferrarse a su presencia le diera algún tipo de seguridad.

Severian chasqueó la lengua con impaciencia.

"¿Por qué se me acercó esta niña?" pensó con fastidio.

Miró a su alrededor, tratando de encontrar un patrón en medio del caos. Lo que vio le hizo fruncir el ceño.

Había hombres y mujeres de todas las edades, pero al observar con más detenimiento, notó algo peculiar. La mayoría de los hombres eran adultos de mediana edad, algunos con aspecto de oficinistas, otros con la apariencia de personas comunes y corrientes. Pocos se veían realmente "atractivos" y jóvenes. En cambio, las mujeres eran más diversas. Había muchas jóvenes, algunas adolescentes y otras que parecían estar en sus veinte o treinta, pero ninguna que superara los cincuenta años.

Severian sintió un escalofrío recorrerle la espalda.

"Esto no es aleatorio."

El número de mujeres jóvenes era desproporcionado. No podía ser una coincidencia. Había muchos chicos jóvenes, sí, pero la mayoría parecían… inadaptados. Algunos eran chicos con sobrepeso y de dudosa higiene, otros vestían de manera sombría, con el cabello teñido y perforaciones que gritaban desesperación. Había chicos con una estética claramente asiática, otros caucásicos, unos pocos latinos y afrodescendientes. Pero la cantidad de hombres atractivos, atléticos o con una apariencia destacable era notoriamente baja.

Algo, o alguien, había elegido específicamente a las personas que estaban aquí.

—Mierda… —susurró Severian para sí mismo, su ceño fruncido en profunda incomodidad.

Si esto era obra de una entidad superior, ¿qué clase de mente enferma había decidido traer a esta gente? ¿Un dios pervertido? La idea lo hizo apretar los dientes. No era creyente, nunca lo había sido, pero esto no tenía sentido desde una perspectiva racional. Tal vez extraterrestres, o alguna entidad cósmica aburrida que necesitaba su propia versión de entretenimiento.

No importaba. Pensar demasiado en ello no cambiaría nada.

Alzó la vista y miró a su alrededor. El espacio en el que estaban era vasto, pero no infinito. No había sol ni luna en el cielo, y sin embargo, todo estaba iluminado por una luz homogénea, carente de una fuente visible. El suelo, una superficie de piedra pulida con vetas doradas, parecía extenderse hasta el horizonte, sin montañas, árboles ni rastro alguno de naturaleza. Solo gente. Cientos, tal vez miles de personas apiñadas en la nada.

La sensación de irrealidad era aplastante.

Pero antes de que pudiera procesarlo por completo, un estruendo rasgó el aire.

No fue un simple sonido. No era algo que pudiera compararse a un trueno, una explosión o cualquier fenómeno natural. Era algo primitivo. Una vibración profunda que sacudió el suelo bajo sus pies, que se arrastró por su pecho y trepó por su columna vertebral como garras invisibles. No solo lo escuchó; lo sintió en los huesos, en la médula, en lo más profundo de su ser.

Los murmullos, los sollozos, los gritos de desesperación de la multitud se extinguieron en un instante.

Y entonces, descendió.

Desde lo alto del cielo sin sol, una figura se materializó, bajando con una gracia imposible. No volaba en el sentido tradicional, sino que flotaba, deslizándose con una suavidad antinatural, como si la gravedad misma le rindiera pleitesía.

Era una mujer. O al menos, tenía la forma de una.

Su belleza era inhumana, casi ofensiva en su perfección. Su cabello, largo y sedoso, flotaba alrededor de su cuerpo como si estuviera suspendido en agua, y su rostro parecía haber sido esculpido por dioses obsesionados con la simetría. Ojos de un azul gélido, labios bien definidos, nariz fina y rasgos tan armoniosos que resultaban desconcertantes.

Pero lo más perturbador no era su rostro.

Era su cuerpo.

Llevaba un vestido de tela traslúcida, una prenda que apenas cubría lo necesario y dejaba poco a la imaginación. La fina tela flotaba con un movimiento hipnótico, reflejando la luz inexistente con un brillo etéreo. A través de ella, se podían discernir sus pezones, la curva de sus caderas, la insinuación de su sexo. No era sensualidad lo que transmitía, sino una especie de desprecio frío, como si la desnudez fuera irrelevante para un ser como ella.

Y sus alas.

Ocho majestuosas alas blancas se extendían a su espalda, cada pluma emanando una luz propia, un fulgor que oscilaba entre lo divino y lo alienígena. No eran alas de ave. No eran de ángel. Eran algo más. Algo que no pertenecía a este mundo.

Cuando batió levemente aquellas alas, un polvo dorado cayó a su alrededor, disipándose antes de tocar el suelo.

Y entonces, habló.

—Felicidades, humanos —su voz era fría, armoniosa, desprovista de emoción—. Han sido elegidos para entretener a los dioses.

Un escalofrío le recorrió la espalda a Severian. No solo por sus palabras, sino por lo que significaban.

No había rastro de compasión en su tono. No hubo pausa para permitirles asimilar lo que acababan de escuchar. No existía en su mirada la más mínima pizca de preocupación por el pánico o el sufrimiento que estallaba a su alrededor.

—¿¡Qué demonios significa eso!? —rugió un hombre robusto con acento europeo, su rostro enrojecido por una mezcla de furia y pavor.

—¡Esto tiene que ser una broma! ¡No somos juguetes de nadie! —espetó otra persona, una mujer de mediana edad, su expresión crispada por el miedo.

—¡Devuélvanos a casa! ¡No queremos estar aquí!

Las voces de protesta crecieron rápidamente, formando un torrente de desesperación. Gritos, súplicas, amenazas. La gente se aferraba a su rabia y a su miedo como un náufrago a una tabla en mar abierto.

Pero la mujer alada no reaccionó. Ni siquiera parpadeó.

—No hay vuelta atrás —dijo con calma—. No importa de dónde han venido, su propósito ahora es uno solo: sobrevivir y entretener a los dioses.

El silencio que siguió fue aún más aterrador que los gritos.

Algunos cayeron de rodillas, derrotados por la desesperación. Otros maldijeron al cielo, impotentes. Un hombre de cabello canoso se llevó las manos a la cabeza y comenzó a reír, una risa quebrada, maníaca, que se fue apagando hasta convertirse en sollozos.

Severian observó todo con una mirada afilada, su mente trabajando a toda velocidad para no volverse loco. No era idiota. No tenía sentido gritar o patalear. La situación era lo que era. Perder tiempo en desesperarse solo los haría más débiles.

A su alrededor, los murmullos crecían en intensidad. Había gente que se abrazaba, otros que temblaban como hojas a merced del viento. Algunos no podían dejar de mirar el vacío blanco y sin horizonte que los rodeaba, como si esperaran despertar en cualquier momento. Pero Severian sabía que no era un sueño. La sensación en su piel, el peso de la presencia de esa mujer alada, la forma en que su voz vibraba en el aire… todo era demasiado real.

—¿Y si nos negamos?

Una voz rompió el silencio. Era un chico de aspecto juvenil, probablemente de secundaria. Asiático, aunque Severian no podía determinar de qué país. Sus ojos eran inusualmente rojos… ¿o quizás era solo la luz? No, definitivamente eran rojos, un rojo oscuro, profundo, como brasas ardiendo en la penumbra. Sus facciones eran afiladas y su expresión oscilaba entre la rebeldía y el miedo. Llevaba un uniforme estándar de camisa blanca y saco azul oscuro, pantalones a juego. Un atuendo genérico, como sacado de cualquier escuela prestigiosa.

La mujer lo miró por primera vez.

Fue un instante.

Pero en ese instante, la presencia de la mujer se hizo abrumadora. No hubo un cambio en su postura ni en su expresión, pero algo en el aire se volvió pesado, como si una enorme presión gravitacional se hubiera concentrado sobre el chico.

—Quien se niegue a su deber como creación de los seres divinos sufrirá eternamente —anunció con voz carente de emoción—. Y si algún dios se apiada, reencarnará en una inmunda criatura diseñada para ser aplastada, tal y como son ahora.

No había rabia en sus palabras. Ni siquiera un ápice de amenaza. Solo una verdad absoluta.

Nadie más habló.

La mujer alzó una mano y, en un instante, cientos de cartas flotantes aparecieron frente a cada persona. Brillaban tenuemente, flotando en el aire con un leve fulgor etéreo, girando sobre sí mismas como si esperaran ser escogidas.

Severian entrecerró los ojos. Había algo inquietante en la forma en que esas cartas vibraban, como si lo estuvieran observando.

Su mazo tenía una variedad de colores: grises, verdes, azules, plateadas, doradas, platinos, moradas… y una única roja.

Rojo.

Era la más llamativa, la más intensa. Todo su instinto le decía que debía elegir esa. Sin dudarlo, extendió la mano.

La punta de sus dedos casi la tocó.

Y entonces, la carta desapareció.

Como si nunca hubiera estado allí.

—Mierda —maldijo entre dientes.

El vacío que dejó la carta roja fue inmediato. Se sintió como si algo se hubiera burlado de él, como si se le hubiera negado una oportunidad que nunca había sido suya.

No tuvo tiempo de lamentarse. Instintivamente, su mano se dirigió a una de las pocas cartas moradas. Apenas pudo ver su diseño antes de que, al tocarla, un destello de luz cegadora lo envolviera.

Era un dibujo extraño: un cráneo con cuencas vacías, de cuya boca surgían serpientes enroscadas. Las serpientes estaban enredadas unas con otras, formando un patrón hipnótico. Entre sus colmillos goteaba un líquido oscuro que, en la ilustración, parecía moverse como si estuviera vivo.

La luz morada lo envolvió.

Una nueva pantalla apareció frente a sus ojos.

[Clase escogida: Nigromante]

Nivel: 1

Rareza: SSS

Tipo: Mágico – Invocador

Descripción:

El Nigromante es el maestro de la muerte, un hechicero capaz de arrancar almas del más allá y someterlas a su voluntad. Su poder va más allá de la simple resurrección, pues convierte los cadáveres en soldados perfectos, inquebrantables y eternos. Con cada alma que reclama, su influencia se expande, y su control sobre la muerte se vuelve absoluto. Aquellos que caen ante él no encuentran descanso, sino que se convierten en parte de su ejército inmortal. Sus enemigos no solo luchan contra la muerte, sino contra el propio abismo, un dominio de sombras donde la voluntad del Nigromante es la única ley.

Habilidades Principales

Ejército de la Muerte – Nivel 1

El Nigromante puede levantar hasta 50 cadáveres y convertirlos en guerreros bajo su dominio absoluto. No son simples zombis o esqueletos, sino soldados reanimados con un poder superior, fusionando la magia oscura con la esencia de los caídos.

Apariencia: Los cuerpos revividos conservan su forma original, pero su piel se ennegrece, adquiriendo un tono azabache, como si estuvieran envueltos en sombra sólida. Desde las grietas de sus cuerpos emana un resplandor rojo carmesí, un brillo antinatural que indica la corrupción de la magia necromántica. Sus ojos brillan con la misma intensidad, sin pupilas ni iris, solo orbes incandescentes de energía oscura.

Armas imbuidas: Si el cadáver revivido poseía un arma en vida, esta se fusiona con la magia oscura del Nigromante. Espadas, lanzas, hachas o incluso arcos adquieren propiedades necróticas, cortando con mayor filo y drenando la vitalidad de sus víctimas. Las flechas disparadas no son físicas, sino proyectiles de energía oscura que nunca se agotan, formándose constantemente mientras el arquero tenga un arma en sus manos.

Resistencia inhumana: Son inmunes al dolor, la fatiga y el miedo. No pueden ser intimidados, ni persuadidos, ni manipulados. Incluso si pierden una extremidad, seguirán combatiendo hasta que sean reducidos a cenizas.

Regeneración mediante maná: El Nigromante puede canalizar su energía para regenerar a sus soldados, restaurando partes perdidas y reforzando su estructura física. Cuanto más poder vierta en ellos, más fuertes se vuelven.

Crecimiento gradual: A medida que la batalla avanza, los soldados reanimados aprenden. Su destreza en combate mejora, sus movimientos se vuelven más fluidos y efectivos. Con el tiempo, sus cuerpos también pueden evolucionar a formas más poderosas.

Habilidad pasiva: [Lealtad Inquebrantable]

Sin importar cuán fuertes hubieran sido en vida o se vuelvan, los soldados jamás podrán traicionar al Nigromante. Incluso si llegan a superar en poder a su amo, su lealtad seguirá siendo absoluta e inquebrantable.

Comandante de los Muertos – Nivel 1

El Nigromante puede seleccionar uno de sus soldados y convertirlo en un Comandante, una entidad superior con mayores capacidades físicas y mentales.

Aumento de poder: El Comandante es más fuerte, más rápido y más resistente que los demás soldados, siendo capaz de enfrentarse a varios enemigos a la vez sin esfuerzo.

Fragmentos de conciencia: A diferencia del resto de su ejército, el Comandante conserva parte de su personalidad y recuerdos pasados, lo que le permite razonar, planificar estrategias y comunicarse con su amo.

Llamado del Abismo – Nivel 1

El Nigromante se niega a perder su ejército, y cuando sus soldados son destruidos, puede traerlos de vuelta mediante un sacrificio de su propia energía.

Resurrección inmediata: Al gastar una gran cantidad de maná, el Nigromante puede devolver a la vida a sus soldados en cuestión de segundos.

Refuerzo temporal: Los soldados revividos pueden regresar con mejoras temporales, siendo más rápidos y letales por un corto periodo de tiempo.

Efecto en cadena: Si un soldado revive cerca de otro caído, puede extender el efecto y levantar más cuerpos con menos consumo de maná.

Portal de las Sombras – Nivel 1

El dominio del Nigromante no se limita al mundo físico. Con esta habilidad, puede manipular las sombras y desplazarse con su ejército a voluntad.

Invocación táctica: Puede generar un portal oscuro en cualquier punto del campo de batalla, permitiendo que sus soldados emerjan instantáneamente desde él.

Escape inmediato: Si la batalla se torna desfavorable, el Nigromante puede abrir un portal y desaparecer, reapareciendo a una distancia segura en segundos.

Sigilo absoluto: La invocación del portal es silenciosa y casi imposible de detectar, incluso para aquellos con sentidos sobrenaturales.

Cementerio Sombrío – Nivel 1

El Nigromante no necesita llevar consigo a su ejército en todo momento. En su dominio existe una dimensión oculta, un cementerio personal donde los muertos esperan su llamado.

Almacenamiento de tropas: Los 50 soldados pueden ser guardados dentro de esta dimensión, en estado de letargo, listos para ser invocados en cualquier momento.

Descanso y restauración: Mientras estén dentro del cementerio, los soldados recuperan lentamente sus fuerzas y, en niveles más altos, pueden regenerarse sin necesidad de maná.

Expansión futura: Con el crecimiento del Nigromante, el Cementerio Sombrío puede aumentar su capacidad, permitiendo almacenar más soldados y entidades aún más poderosas.

Severian se sorprendió. Joder, sí que había escogido una buena clase. Era como un puto juego, pero real, tan tangible que podía sentirlo en su propia piel. Su cuerpo vibraba con una energía desconocida, una corriente oscura y gélida que recorría sus venas como si se hubiera convertido en un conducto de muerte y sombras. Apretó los puños, sintiendo la fuerza que ahora le pertenecía. Este poder… no era normal. No era humano.

A su alrededor, los demás también habían elegido sus clases. Unos observaban sus cartas con asombro, otros con miedo. Una chica de cabello largo y oscuro, vestida con jeans ajustados y una camisa negra, brilló con un resplandor dorado cegador antes de que la luz se disipara en su piel como si siempre hubiera pertenecido a ella. Un hombre de complexión robusta y barba desaliñada, vestido con ropa deportiva cubierta de polvo y sudor, había escogido una carta de tono platino. Su cuerpo fue envuelto en un fulgor metálico antes de que la luz se desvaneciera, dejando tras de sí un brillo feroz en sus ojos.

Una joven de piel oscura y mirada severa sostenía en sus manos una carta plateada. Su expresión se mantuvo firme mientras su cuerpo irradiaba un tenue resplandor grisáceo, como si una armadura etérea se estuviera moldeando a su alrededor antes de disiparse en el aire.

Severian intentó leer las clases de los demás, pero su visión se distorsionó. Un mareo repentino lo golpeó y sintió como si su percepción estuviera siendo forzada a mirar solo lo que el sistema le permitía ver. Supuso que solo cada persona podía visualizar su propia clase y sistema. Algo bueno, pensó. Así nadie podría saber en qué se estaba convirtiendo.

Pero no todos habían tenido la misma suerte.

Un chico flacucho y de aspecto enfermizo temblaba mientras su cuerpo emitía un brillo azul opaco, casi enfermizo. Con manos temblorosas, leyó en voz baja el nombre de su clase: "Portador de la Plaga." Sus labios palidecieron al instante. Un aura densa y venenosa parecía rodearlo por un breve instante antes de disiparse.

A su lado, un joven de lentes gruesos y rostro ratonil se estremeció al ver su propia carta brillar con un color gris sucio y apagado. Su piel se volvió aún más pálida, como si el miedo le drenara la sangre de golpe. Sus manos temblaban al sujetar la carta con fuerza, como si quisiera romperla, destruirla… pero no podía.

Y luego estaban aquellos que se negaron.

Un grito desgarrador rasgó el silencio.

Un hombre había rechazado tomar una carta y su cuerpo se arqueó de forma antinatural, un temblor violento recorrió sus músculos antes de que su piel comenzara a volverse gris, reseca y frágil. En cuestión de segundos, su carne se desmoronó como si estuviera siendo devorada por un tiempo acelerado. Sus ojos se hundieron en sus cuencas, su mandíbula se desencajó en un alarido de agonía antes de que su cuerpo colapsara en un montón de cenizas.

El hedor a muerte llenó el aire.

El silencio que siguió fue absoluto.

—Se los advertí —la voz de la mujer alada resonó con una frialdad inhumana, sin rastro de compasión—. Quienes se nieguen a su deber como creaciones de los seres divinos sufrirán eternamente.

Severian sintió un escalofrío recorrerle la espalda. No había escapatoria. No había opción.

—Si todos los candidatos han elegido sus clases, permitidme explicarles un poco antes de ser enviados al tutorial —continuó la mujer, con la misma indiferencia con la que uno aplastaría un insecto.

Los presentes se miraron entre sí, algunos con desesperación, otros con aceptación, pero nadie dijo una palabra.

—Primero, deben comprender que serán observados por los dioses. Si captan su interés, podrán recibir sus bendiciones y dones. Aquellos que los diviertan, que muestren potencial, serán recompensados. Otros… serán olvidados.

Severian tragó saliva. "Como un puto espectáculo de gladiadores," pensó con amargura.

—El oro que consigan en este mundo podrá ser utilizado al final de las pruebas —prosiguió—. Así como otros objetos de valor. La utilidad de estos dependerá de su desempeño y las oportunidades que creen para sí mismos.

Un murmullo se extendió entre los participantes. Algunos parecían aliviados, otros más confundidos.

—El tutorial constará de tres niveles —anunció la mujer, con una expresión pétrea—. En el primer nivel, serán enviados a un bosque donde habitan criaturas cazadoras y guardianas. Su objetivo es simple: sobrevivir, cazar y avanzar hasta alcanzar el territorio del jefe de la zona. Derroten al jefe y podrán avanzar al siguiente nivel.

La información cayó sobre ellos como una losa de piedra.

—El segundo nivel será más desafiante —continuó—. Se enfrentarán a criaturas humanoides y salvajes. Estas entidades son más astutas, más impredecibles. No solo deberán luchar, sino también aprender a adaptarse a su entorno, a planear estrategias, a decidir cuándo atacar y cuándo huir.

Severian sintió su mandíbula apretarse. No solo bestias… sino seres que podían pensar.

—El tercer nivel será una prueba definitiva. Un campo de batalla donde todo tipo de criaturas de distintas especies intentarán cazarlos sin piedad. No habrá refugios seguros. No habrá treguas.

Las palabras flotaron en el aire como una sentencia de muerte.

—Intenten subir de nivel, mejoren sus habilidades y sobrevivan. Si logran pasar el tercer nivel… podrán salir del tutorial. Ahora, no aburran a sus dioses.

El aire pareció espesarse con esas palabras. Un silencio ominoso cayó sobre la multitud, como si el mundo mismo contuviera la respiración en anticipación a lo que vendría. Nadie se movió, nadie habló. Solo se oía la agitada respiración de los presentes, el latir frenético de corazones golpeando contra las costillas como tambores de guerra.

Y entonces, el mundo tembló.

Al principio fue un estremecimiento leve, un murmullo en la tierra que recorría el suelo como si algo monstruoso respirara bajo sus pies. Pero rápidamente se convirtió en un rugido ensordecedor. El suelo se abrió con un crujido tan profundo que resonó en el pecho de todos los presentes, un sonido que no era solo de piedra quebrándose, sino algo más… algo vivo, como si la misma tierra estuviera gimiendo en agonía.

—¡Mierda, el suelo! —gritó alguien.

—¡Vamos a caer!

—¡Corran!

Pero no había adónde correr. Las fisuras se extendieron a una velocidad aterradora, devorando el terreno como fauces de una bestia ancestral. Grietas se ramificaban en todas direcciones, abriéndose en una red mortal que tragaba sin distinción. Una persona intentó saltar a un pedazo de tierra aún intacto, pero la plataforma cedió bajo su peso, y su grito se perdió en el vacío.

El suelo se desplomó por completo.

La caída fue instantánea y brutal.

Severian sintió un vértigo abrasador tomar el control de su cuerpo mientras la gravedad lo reclamaba. El viento aullaba en sus oídos, su estómago se encogió como si su interior se deshiciera en un torbellino de náusea y pánico. A su alrededor, cuerpos descendían como muñecos rotos, algunos con los brazos y piernas sacudiéndose en un intento inútil de aferrarse a algo, cualquier cosa. Otros caían en un mutismo aterrador, con los ojos desorbitados, incapaces siquiera de gritar.

El abismo no tenía fin.

La oscuridad lo envolvía todo, tragando la luz, la esperanza, el pensamiento racional. Era una negrura viva, un vacío absoluto donde el tiempo y el espacio parecían desdibujarse. Severian intentó controlar su respiración, pero el pánico oprimía su pecho como un puño de acero.

Y entonces, la luz llegó.

Una luminiscencia dorada explotó desde ninguna parte, envolviendo su cuerpo con un calor abrasador y un frío cortante al mismo tiempo. No era una simple teletransportación. No. Era algo más profundo, más perturbador. Podía sentir cómo su piel vibraba, cómo su carne y huesos eran descompuestos y reconstruidos, cómo su existencia misma era filtrada por una fuerza desconocida.

El dolor fue insoportable.

Era como si su cuerpo estuviera siendo atravesado por mil agujas ardientes, como si su esencia fuera despojada y moldeada de nuevo bajo reglas desconocidas. Una presión invisible le aplastó el pecho, sofocándolo. Sus pensamientos se fragmentaron en un caos de imágenes y sensaciones incoherentes.

Y entonces, todo terminó.

La caída cesó de golpe.

El impacto fue brutal.

Severian chocó contra algo duro y rugoso. Su espalda se arqueó por la fuerza del golpe y un crujido sordo le recorrió las costillas cuando rodó entre ramas y hojas. No podía respirar. Algo en su interior se retorció con un dolor punzante. Sus manos rasparon la corteza de un árbol mientras su cuerpo continuaba rodando hasta que, finalmente, aterrizó pesadamente sobre suelo húmedo y cubierto de musgo.

El aire le ardía en los pulmones. Tosió, sintiendo un sabor ferroso llenar su boca. Escupió, y la mancha oscura sobre la tierra le confirmó lo que ya sabía: sangre. Su cabeza zumbaba, su visión era un revoltijo de sombras y luces.

—Carajo… —murmuró con un hilo de voz, intentando moverse—. Mataré al bastardo que ponga los putos portales.

Su cuerpo se negó al principio. Cada músculo protestaba, cada fibra de su ser dolía como si lo hubieran golpeado con un mazo. Se quedó acostado un momento, tratando de procesar toda esa mierda. Ahora era un jugador dentro de algún juego macabro diseñado para entretener deidades. Qué chiste. Carajo. Bueno, al menos no tenía un complejo de héroe… o tal vez sí, y estaba en una de esas historias donde él resultaba ser el protagonista frío y serio que sin él nadie podía hacer nada. O peor, de esas donde tenía que cargar con un grupo de inútiles y ser el más roto de la obra. Por Dios, esperaba que no. No era del tipo que quería esforzarse de más atrayendo atención de más, pero tampoco carecía de vanidad.

Fuera como fuera, tenía que levantarse.

Con esfuerzo, se obligó a incorporarse, apoyando una mano temblorosa en el suelo. La textura húmeda y fangosa del musgo se pegó a su piel. Estaba frío y viscoso, como carne muerta. Un escalofrío le recorrió la espalda. Sus piernas protestaron cuando intentó ponerse de pie, un temblor recorrió sus rodillas, pero no le quedó otra opción. Se sostuvo con dificultad y parpadeó varias veces para despejar la visión borrosa.

Lo primero que notó fue el ambiente.

Un bosque. Pero no cualquier bosque.

La oscuridad era absoluta. No había luna ni estrellas, solo una negrura densa, sofocante, como si el mundo entero estuviera atrapado dentro de un ataúd colosal. No importaba cuánto entrecerrara los ojos o cuánto tiempo los dejara abiertos, la negrura seguía allí, pegajosa y opresiva. La única luz provenía de hongos bioluminiscentes dispersos por el suelo, emitiendo un resplandor mortecino en tonos azulados y verdosos. Se mecían ligeramente con la brisa, como si respiraran, como si estuvieran vivos y atentos a su presencia. Algunos, al ser tocados por el viento, soltaban esporas que flotaban en el aire como pequeñas luciérnagas enfermas.

Los árboles eran monstruosos. Sus troncos retorcidos y nudosos parecían huesos deformes cubiertos de una corteza rugosa y agrietada. Eran grotescos, altos e inhumanos. Sus ramas eran como garras esqueléticas que se extendían en todas direcciones, formando una cúpula de pesadillas que bloqueaba cualquier atisbo del cielo. No parecían simples plantas, parecían cuerpos deformes atrapados en un retorcido intento de alcanzar algo inalcanzable. Sus hojas eran negras, crujientes, y cada vez que se agitaban con el viento producían un sonido seco y desagradable, como piel quemada desprendiéndose de un cadáver.

El aire era espeso. Cada inhalación se sentía pesada, como si la misma atmósfera estuviera impregnada de algo enfermizo, como si cada respiro fuera llenando sus pulmones de algo más que oxígeno. Un olor a humedad y descomposición se mezclaba con un matiz metálico, acre, que se quedaba pegado en la garganta. Cada trago de aire le dejaba una sensación rasposa en la boca, como si hubiera aspirado ceniza.

El suelo bajo sus pies era irregular, cubierto de una gruesa capa de musgo negro que parecía palpitar débilmente, como si estuviera vivo. No era solo su imaginación; con cada paso, sentía que algo se contraía bajo sus pies, como si hubiera una membrana viva justo debajo de la superficie. Raíces gruesas y nudosas sobresalían de la tierra, serpenteando como serpientes petrificadas, listas para atrapar a cualquier incauto. Algunas se enroscaban entre sí, formando bultos en el suelo que parecían cuerpos enterrados bajo una delgada capa de tierra.

A lo lejos, un riachuelo serpenteaba entre las sombras. Su agua era espesa, opaca, y su corriente fluía con un sonido inquietante, similar a un murmullo bajo y constante. No era el sonido de un arroyo común, sino algo más siniestro, como un coro de voces ahogadas susurrando en la distancia. Algo en ese sonido le erizó la piel, una sensación de alarma instintiva. No era agua normal. Algo se movía bajo la superficie, algo que no podía ver pero que podía sentir observándolo desde la negrura líquida.

Severian giró la cabeza en busca de alguien más, de alguna señal de los otros miles de personas que habían sido transportadas junto con él. Pero no había nadie. Solo la negrura, los árboles deformes y el sonido lejano del agua corrompida.

La soledad era opresiva.

Pero no se sentía solo.

Había algo más allí. Algo que no podía ver, pero que podía sentir. Ojos invisibles acechaban desde la penumbra, entre los troncos nudosos, tras la maleza ennegrecida. No había movimiento, no había sonidos de pasos ni ramas quebrándose, pero la sensación era inconfundible. Una presión en la nuca, un cosquilleo en la espalda, un escalofrío que no tenía nada que ver con el frío.

Severian cerró los ojos por un instante y tomó una respiración profunda, sintiendo cómo el aire denso y viciado del bosque llenaba sus pulmones. Su cuerpo todavía dolía, cada músculo se sentía tenso, como si hubiese sido aplastado por una fuerza invisible. Pero no podía quedarse quieto. No podía permitirse ser una presa fácil. 

Apretó los dientes y tragó saliva, forzando a sus piernas a moverse. Al principio, cada paso era torpe, inestable, como si sus articulaciones no estuvieran del todo bajo su control. El suelo fangoso se adhería a sus botas, dificultando el avance. Un frío penetrante se aferraba a su piel, y el susurro de las hojas muertas crujía con cada paso que daba. 

Entonces, algo irrumpió en la escena. 

Un resplandor súbito iluminó la negrura sofocante del bosque. Era un destello etéreo, suspendido en el aire, palpitante como un corazón vivo. Ante sus ojos, una enorme ventana luminosa emergió de la nada, flotando con una extraña estabilidad en el aire. Su luz tenue, de un azul espectral, no arrojaba sombras ni reflejos sobre el entorno, como si su brillo perteneciera a una realidad distinta a la suya. 

Las palabras escritas en la superficie de la ventana eran claras, nítidas. No debería entenderlas, no recordaba haberlas leído antes en su vida… y aun así, su significado se grabó en su mente como un pensamiento instintivo, como si siempre hubiera estado ahí. 

[Sistema de Prueba - Tutorial de Supervivencia] 

Objetivo: Sobrevive al tutorial y supera los cuatro niveles. 

Condiciones: 

• El bosque está lleno de criaturas hostiles. Mantente alerta. 

• No hay segundas oportunidades. Si mueres aquí, es el final. 

• Usa tu clase y habilidades sabiamente. La adaptación es clave. 

• El tiempo es limitado. Cada nivel debe completarse antes de que la cuenta regresiva llegue a cero. 

• Aquellos que no avancen serán eliminados. 

La ventana parpadeó una vez, su resplandor vibró tenuemente en el aire y luego quedó suspendida con una quietud antinatural.

Severian sintió un escalofrío recorriéndole la espalda. 

No había detalles sobre qué clase de criaturas hostiles acechaban en el bosque. No había pistas sobre qué significaba exactamente la palabra "eliminados". Pero no necesitaba que se lo explicaran. No necesitaba más aclaraciones. 

Lo comprendió con una claridad escalofriante. 

Significaba muerte. 

Un retorcido instinto de supervivencia despertó en él como una bestia salvaje. Su mente, aún aturdida por la confusión de haber sido transportado aquí, se forzó a aceptar la realidad. 

No tenía opción. Tenía que moverse. Tenía que actuar antes de que algo lo atacara.

Recordó, aunque de forma difusa, lo que la mujer alada había mencionado sobre las clases y el sistema de habilidades. Si esto era un "juego", entonces debía existir un método para ver sus propias estadísticas. 

Se concentró en la idea, buscando en su mente la forma de acceder a su estado. Y entonces, como si el mundo respondiera a su pensamiento, apareció un ícono extraño y translúcido en su campo de visión, flotando en su periferia como una débil ilusión espectral. 

Parpadeó y fijó su mirada en él. 

La reacción fue inmediata. 

[Ficha de Estado – Severian Duskveil] 

Nombre: Severian Duskveil 

Raza: Humano 

Edad: 21 años 

Clase: Nigromante 

Rareza: SSS 

Tipo: Mágico – Invocador 

Número actual de soldados: 0 

Nivel: 1 

Título: Ninguno 

Atributos: 

Fuerza: 15

Destreza: 21

Constitución: 20 

Inteligencia: 50

Sabiduría: 44

Carisma: 70 

Estadísticas: 

Vida (HP): 100/100 

Mana (MP): 1,000/1,000 

Resistencia Física: Media 

Resistencia Mágica: Media 

Velocidad: Normal 

Habilidades: 

Lengua Universal – Nivel Máximo 

[Otorga la capacidad de entender y comunicarse en cualquier idioma hablado dentro de este mundo. Se aplica de forma automática y pasiva.] 

"Nuevo" - Ejército de la Muerte – Nv:1 

[Como nigromante, el usuario puede revivir hasta 50 cadáveres y transformarlos en sus soldados bajo su absoluto control. Los soldados revividos son inmunes al dolor, la fatiga y al daño convencional; siguen combatiendo incluso si les arrancan extremidades. Se regeneran cuando se les inyecta el mana del portador. Los soldados revividos son leales y fieles al Nigromante incondicionalmente.] 

"Nuevo" - Comandante de los Muertos – Nv:1 

[El usuario puede seleccionar uno de sus soldados como un Comandante de los Muertos, quien es más fuerte, rápido y resistente que los demás. Este Comandante conserva fragmentos de su conciencia y personalidad pasada, pudiendo comunicarse con el Nigromante.] 

"Nuevo" - Llamado del Abismo – Nv:1 (costo 10 de mana) 

[Si el Nigromante pierde soldados en batalla, puede sacrificar su mana para revivirlos de inmediato.] 

"Nuevo" - Portal de las Sombras – Nv:1 (costo 20 de mana) 

[El usuario puede invocar un portal oscuro que emerge del suelo, permitiendo traer a sus soldados directamente a su ubicación o enviarlos a una posición específica en el campo de batalla. También puede usar este portal como medio de escape, permitiéndole desaparecer en la oscuridad y trasladarse instantáneamente a una distancia corta, dejando atrás solo un rastro sombrío.] 

"Nuevo" - Cementerio Sombrío – Nv:1 

[El Nigromante tiene la capacidad de almacenar sus 50 soldados dentro de una dimensión oscura llamada el "Cementerio Sombrío".] 

"Nuevo" [Inventario] 

Severian leyó cada línea con el ceño fruncido, repasando cada una de sus habilidades con la sensación de que estaba viendo el guion de su propio destino.

Nigromante. No sonaba como la típica clase heroica de los cuentos de fantasía. No era un caballero radiante, ni un guerrero legendario, ni un hechicero de luz. Era un maestro de la muerte. Un invocador de cadáveres. Pero no tenía soldados. Era molesto, debio mejor escoger algo para pelear en lugar de algo para invocar, como sea, su clase estaba demasiado rota.

Cerró la ventana con un pensamiento y dejó escapar una exhalación tensa.

Estaba solo. Por ahora.

Con un gesto, volvió a abrir el menú del sistema, esta vez navegando hasta su inventario. Su mirada recorrió cada espacio, notando que la mayoría estaban vacíos. Sin embargo, uno de los recuadros dorados captó su atención. Al enfocarse en él, apareció una descripción flotante.

[Paquete de Nuevo Jugador]

Severian entrecerró los ojos. ¿Un regalo de bienvenida?

Sin perder tiempo, lo activó.

Un destello dorado iluminó el espacio frente a él, y un pequeño cofre negro con bordes plateados emergió en el aire. La madera tenía un brillo oscuro, y los adornos metálicos mostraban grabados de calaveras diminutas entrelazadas con inscripciones arcanas.

Con cautela, extendió la mano y tocó la tapa del cofre.

Un chasquido sordo resonó cuando esta se abrió por sí sola, liberando un leve vapor negruzco que se disipó lentamente. Dentro, encontró varios objetos organizados meticulosamente, cada uno con una ligera aura de energía mágica.

Túnica de Aprendiz Nigromante

Clase: Prenda

Rareza: C

[Ofrece una ligera resistencia a cortes y perforaciones. Reduce ligeramente el consumo de mana al usar habilidades de nigromancia].

+5 de resistencia mágica

+3 de regeneración de mana por segundo

Espada Larga de Acero Oscuro

Clase: Arma

Rareza: D

[Hecha de un metal negro desconocido. Su hoja es larga y delgada, con un filo irregular que brilla con un matiz oscuro bajo la luz. Su empuñadura está envuelta en cuero desgastado, con una cruz de guarda simple y un pomo metálico con una leve inscripción en un idioma antiguo].

+10 de fuerza

+5% absorción de mana al impactar

Pociones de Curación x3

Clase: Consumible

Rareza: B

[Restaura 50 HP al instante].

Cristal de Almacenamiento de Mana x1

Clase: Consumible

Rareza: A

[Permite recuperar 200 MP al ser triturado en la mano].

Severian tomó la espada sin dudarlo. La levantó con ambas manos, sintiendo el peso bien distribuido a lo largo de la hoja. No era ligera ni pesada; se sentía justa, equilibrada. Movió la muñeca y la giró en el aire, trazando cortes invisibles mientras intentaba acostumbrarse a la sensación.

Era una buena espada.

La correa de sujeción le permitió atarla firmemente a su costado. Con cada movimiento, la sintió chocar contra su muslo. Esa familiaridad le trajo un recuerdo difuso.

Sabía esgrima.

No solo sabía esgrima: la dominaba. Había ganado múltiples campeonatos en su juventud, y su instructor, un hombre severo de mirada afilada y palabras escuetas, había sido el amante de su madre. No le sorprendía. El hombre lo había entrenado con una dedicación casi obsesiva, exigiéndole más allá de lo que cualquier otro alumno podría soportar.

En los torneos, su destreza con la espada era legendaria. Su velocidad, su precisión, su instinto para leer los movimientos de su oponente antes de que siquiera los hicieran. Pero eso era esgrima deportiva. Nunca había tenido que blandir un arma para matar.

Y ahora, esa diferencia significaba todo.

Apartó el pensamiento y dirigió su atención a la túnica.

Era una prenda de color negro profundo, casi como si absorbiera la luz a su alrededor. La tela tenía un ligero brillo espectral, y los bordes estaban bordados con filigranas de hilo plateado, formando runas que pulsaban débilmente con energía oscura. El cuello era alto, ajustado, y las mangas largas, lo suficiente como para ocultar las manos si lo deseaba. La parte inferior se extendía en pliegues amplios, facilitando el movimiento sin restricciones.

La puso sobre sus ropas actuales y sintió de inmediato un ligero escalofrío recorrer su piel. No era incomodidad; era como si la túnica lo envolviera con una presencia intangible, un susurro apenas audible en los límites de su conciencia.

Respiró hondo. No por algún estúpido pensamiento sobre su apariencia, sino porque sintió algo acercarse.

Un escalofrío subió por su espalda. No era el viento. No era su imaginación. Algo estaba allí, acechándolo desde la oscuridad.

Severian bajó ligeramente la cabeza y, con un movimiento fluido, se colocó la capucha de la túnica. La tela, fría al tacto, se deslizó sobre su rostro, envolviéndolo en un manto de sombras. La capucha no era simplemente una prenda, sentía como si lo apartara del mundo, como si lo convirtiera en un espectro. Su respiración se hizo más silenciosa, sus movimientos más controlados.

Y entonces, lo que lo había estado observando emergió de entre las sombras.

Encima de cada uno de ellos flotaban letreros brillantes, como si el propio mundo los estuviera etiquetando.

[Lobos Sombríos – Nivel 4]

Eran aproximadamente el doble del tamaño de un lobo común, sus cuerpos delgados pero marcadamente musculosos, con una estructura hecha para la velocidad y la letalidad. Cada uno de sus movimientos era fluido, casi silencioso, y aun así, Severian podía sentir la vibración de sus garras clavándose en la tierra con cada paso.

Su pelaje era negro, no un negro simple, sino uno que absorbía la luz, como si la oscuridad misma se retorciera sobre sus cuerpos. Solo las marcas moradas, tenues pero pulsantes, rompían aquella negrura, apareciendo y desvaneciéndose con cada mínimo movimiento. Eran líneas irregulares que se extendían desde el hocico hasta la cola, dando la sensación de que la energía de la noche misma fluía a través de ellos.

Y entonces, sus ojos.

Ojos grandes, brillantes, de un amarillo antinatural con pupilas rasgadas como las de una serpiente. No había en ellos el salvajismo errático de una bestia cualquiera. Había hambre, sí. Había hostilidad. Pero también había una frialdad aterradora, una percepción calculadora que los hacía diferentes a cualquier depredador común.

Uno de los lobos gruñó, mostrando colmillos largos, de un blanco espectral. La luz de la luna rebotó en ellos por un breve instante, revelando un fulgor plateado en sus puntas. No eran dientes normales. Estaban imbuidos de algo. Magia, veneno, algo desconocido.

Y cuando la baba cayó de sus fauces, Severian lo vio claramente: el suelo chisporroteó. Las hojas secas se deshicieron en un vapor negruzco, y la tierra se volvió de un tono enfermizo.

Pero lo que más captó su atención fue el onceavo lobo.

[Lobo Alfa Sombrío – Nivel 8]

Más grande. Más letal.

Su mera presencia era una manifestación de dominio. Era un coloso entre su especie, su tamaño triplicaba al de un lobo ordinario, y su cuerpo era una masa de músculos tensos, preparados para el ataque en cualquier instante.

A diferencia de los demás, su pelaje no solo poseía aquel resplandor morado. No. El suyo era más profundo, más denso, y las puntas de sus mechones parecían brillar con reflejos violáceos. Pero no reflejaban la luz, la devoraban. Era como si la criatura misma estuviera hecha de sombras líquidas, una amalgama de oscuridad que respiraba y se movía con un propósito.

Sus ojos no eran amarillos.

Eran rojos.

Un rojo profundo, incandescente, como brasas encendidas en la penumbra.

Severian sintió la presión de su mirada, una intensidad que le hizo estremecerse de manera involuntaria. Aquella cosa no era solo un animal. Había inteligencia en su postura, en la manera en que sus orejas se alzaban levemente al captar los sonidos sutiles del bosque, en la forma en que su peso se distribuía de manera estratégica, calculando la distancia exacta entre él y su presa.

Un gruñido profundo resonó en la garganta del alfa. No era un simple sonido de advertencia. Era una declaración. Una afirmación de su supremacía.

El suelo vibró ligeramente bajo sus patas.

Abrió sus fauces, dejando que la luz iluminara por un instante la hilera de colmillos monstruosos que poseía. A diferencia de los otros lobos, los suyos eran aún más largos, más gruesos, con puntas afiladas que parecían diseñadas para desgarrar carne y partir hueso con facilidad.

Y cuando su baba cayó al suelo, la tierra no solo se quemó.

Se ennegreció. Se resquebrajó.

Como si la misma vida estuviera siendo arrancada de su esencia.

Severian sintió su garganta secarse.

No era una pelea justa. No era un encuentro fortuito con un par de lobos salvajes.

Era una cacería.

Y él era la presa.

Severian exhaló lentamente, sintiendo la tensión acumularse en su cuerpo. No era miedo. No era desesperación. Era la pura y fría certeza de que estaba en desventaja, atrapado en un enfrentamiento que solo tenía un desenlace lógico: su muerte.

Pero la lógica no siempre dictaba la realidad.

Con un movimiento preciso, desenvainó su espada. El sonido metálico de la hoja saliendo de la vaina cortó el aire como un susurro afilado, apenas audible en medio del silencio cargado de hostilidad.

La empuñó con ambas manos, adoptando una postura que su cuerpo conocía mejor que su propia respiración. La pierna izquierda adelantada, la derecha apenas inclinada para sostener el equilibrio, el peso distribuido de manera perfecta para permitir tanto la defensa como el ataque. No era la postura de un guerrero desesperado, sino la de un espadachín disciplinado, un duelista entrenado hasta la obsesión en la precisión y la fluidez de cada movimiento.

Su agarre en la empuñadura era firme, pero no rígido. Los dedos envolvían el cuero gastado con una presión medida, suficiente para ejercer control absoluto sin restringir la movilidad de la muñeca. La hoja larga y delgada de acero oscuro reflejaba apenas la tenue luz de la luna, dándole una apariencia espectral, como si fuera una extensión de la propia noche.

Estaba rodeado.

Los lobos avanzaban en un círculo implacable, cerrando la distancia con la paciencia de depredadores seguros de su victoria. Sus ojos brillaban como faroles demoníacos en la penumbra, fijos en cada uno de sus movimientos.

Dio un paso atrás.

Un error.

Un gruñido a su espalda lo alertó. Giró la cabeza solo un instante, lo suficiente para notar las sombras moviéndose entre los árboles. Estaban detrás de él. No tenía escapatoria.

Un suspiro escapó de sus labios.

Moriría aquí.

No sabía usar sus habilidades. No comprendía los hechizos de su clase. Si tan solo supiera cómo invocar el Portal de las Sombras, podría haber tenido una oportunidad de escapar. Pero no. No tenía ese lujo.

Lo único que tenía era su espada y el tiempo que su propio filo pudiera comprarle antes de ser despedazado.

Una risa seca, casi una burla amarga, se escapó de su garganta.

—Vamos, lobos de mierda —dijo, su voz resonando con un matiz de desafío—. Si me van a comer, ataquen de una puta vez, pesados de mierda.

La respuesta fue inmediata.

Uno de los lobos saltó.

Severian reaccionó por puro instinto. Su brazo derecho se movió en un arco preciso, trazando una línea mortal en el aire. La hoja de su espada cortó el viento con un silbido afilado, encontrando carne en un impacto brutal.

La criatura soltó un aullido desgarrador cuando la espada se hundió en su costado, abriendo un tajo profundo desde la parte baja del vientre hasta su pecho. Un chorro caliente de sangre oscura salpicó la hierba, vapor ascendiendo de la herida expuesta.

El lobo se desplomó, convulsionando, su respiración transformada en un gorgoteo húmedo.

Pero Severian no tuvo tiempo de celebrar.

Otro lobo se lanzó a su costado izquierdo, más rápido que el anterior.

Reaccionó apenas a tiempo, girando sobre su eje con un movimiento veloz. Su espada se alzó en un golpe diagonal, pero el lobo era astuto. Se retorció en el aire, evitando el filo por un margen mínimo.

Demasiado tarde.

Las garras de la bestia alcanzaron su hombro derecho.

El dolor explotó en su carne cuando los colmillos se clavaron en su brazo. Un ardor punzante recorrió sus nervios mientras el peso del lobo lo empujaba hacia atrás. Sus pies se deslizaron en la tierra húmeda y, por un instante, perdió el equilibrio.

Pero no cayó.

Soltó su espada con una mano y hundió su puño en el hocico del lobo con toda la fuerza que pudo reunir. El crujido del impacto resonó en sus oídos, y la criatura soltó un gruñido de dolor antes de aflojar la mandíbula.

Severian no perdió el tiempo.

Giró su muñeca y enterró la punta de su espada justo debajo del mentón de la criatura. La hoja atravesó carne y hueso, emergiendo por la parte superior de su cráneo con un chorro caliente de sangre negra.

El lobo se estremeció violentamente antes de caer muerto.

Pero los otros no se detuvieron.

Los gruñidos se intensificaron. Las sombras se movieron.

Uno. Dos. Tres lobos se lanzaron al mismo tiempo.

No había tiempo para pensar.

Su cuerpo se movió por puro instinto, su espada un torbellino de acero oscuro mientras giraba, cortando, desviando, golpeando. El sonido del metal chocando contra colmillos, de carne siendo abierta, de gruñidos y aullidos, llenó el aire en una sinfonía caótica de muerte.

Pero estaba cansándose.

Podía sentirlo en la pesadez de sus brazos, en la quemazón de sus músculos, en la forma en que su respiración se volvía cada vez más errática. El sudor le resbalaba por la frente, mezclándose con la sangre que ya manchaba su piel. Su pecho subía y bajaba con cada inhalación entrecortada, como si el aire fuera cada vez más denso, más difícil de atrapar. El hedor a sangre, hierro y baba corrosiva llenaba sus fosas nasales, una mezcla nauseabunda que se pegaba a su lengua con cada respiro desesperado.

No podía seguir así, su cuerpo estaba alcanzando su límite.

Y entonces, lo vio.El Alfa aún no se había movido. Observaba, analizaba y esperaba.

Sus ojos rojos como brasas lo estudiaban con una paciencia cruel, con esa inteligencia depredadora que iba más allá del instinto. No era solo un animal. Era algo más. Algo que entendía el combate, que comprendía la fatiga, la desesperación, el miedo. Y lo estaba saboreando.

Severian comprendió en ese instante una verdad aterradora.

El verdadero combate aún no había comenzado.

Pero los otros lobos no le darían ni un segundo para procesarlo.

Uno de ellos intentó embestirlo por el flanco derecho, su cuerpo de sombras y músculos moviéndose con una velocidad brutal. Otro saltó directamente a su rostro, sus fauces abiertas en un intento de arrancarle la garganta.

Instinto. No hubo tiempo para pensar.

Giró su cuerpo, llevando su peso a la pierna izquierda, pivotando con una fluidez que solo el entrenamiento implacable podía otorgar. Alzó su espada en un ángulo ascendente justo a tiempo para interponerla entre su carne y las mandíbulas del lobo que se lanzaba a su rostro.

El impacto fue brutal.

El lobo mordió con una fuerza descomunal, sus colmillos rechinando contra el acero oscuro de la espada. Severian sintió la vibración recorrer el arma, el rechinar de dientes contra metal resonando en su cráneo como un chillido agónico. La baba de la criatura, espesa y hedionda, se escurrió entre los surcos de su filo, goteando sobre su túnica en hilos viscosos. Por pura suerte, el tejido de la prenda pareció resistir la corrosión, pero podía oler el humo tenue de la reacción química, el aroma acre de la tela luchando por no disolverse bajo la ponzoña.

No había tiempo para agradecer esa pequeña bendición.

El lobo que lo había embestido por el flanco derecho lo alcanzó.

Un dolor cegador explotó en su costado cuando las garras de la bestia lo golpearon con toda su fuerza, rasgando la tela y abriendo tres surcos profundos en su piel. La sangre brotó al instante, caliente y pegajosa, empapándole el torso bajo la túnica y su playera.

Severian gruñó entre dientes, ignorando el ardor punzante. Su pie derecho se deslizó con precisión, obligando a su cuerpo a girar junto con el impacto para disipar parte de la fuerza. Su entrenamiento en esgrima no solo era ofensivo; le habían enseñado a moverse, a usar el flujo del combate para minimizar daños, para convertir la defensa en un preludio del ataque.

El lobo que aún tenía su espada atrapada entre los dientes no tuvo tiempo de reaccionar cuando Severian cambió su agarre y empujó el arma con un movimiento violento hacia adelante.

La hoja dentada rasgó el interior de la boca de la criatura, partiendo encías, atravesando lengua, perforando el cráneo hasta que la punta emergió por la parte superior de su cabeza en una explosión de sangre negra.

Un espasmo sacudió el cuerpo de la bestia antes de desplomarse con un sonido sordo contra el suelo.

Pero no había victoria.

No había tregua.

El Alfa observaba aún.

Y los demás lobos no mostraban señales de retroceder.

Uno tras otro, se lanzaron nuevamente.

Severian se movió como pudo, sintiendo su cuerpo quejarse con cada giro, con cada estocada, con cada esquiva. No podía darse el lujo de fallar, no podía darse el lujo de ralentizarse, porque en el momento en que su espada no encontrara carne, en el instante en que su guardia bajara por un segundo, sería su final.

Otro lobo cargó hacia él, intentando derribarlo con su peso.

Severian bajó su centro de gravedad en el último momento, pivotando su pierna trasera y clavando su espada en un tajo ascendente. La hoja cortó a lo largo del vientre de la bestia, abriendo una herida brutal de la que brotaron órganos y sangre ennegrecida. El hedor a muerte y bilis se esparció en el aire, el lobo soltó un alarido desgarrador antes de caer de lado, revolcándose en agonía antes de quedar inmóvil.

Pero el siguiente ya estaba encima de él.

Severian apenas tuvo tiempo de levantar su brazo izquierdo antes de que las mandíbulas se cerraran sobre él.

Dolor.

Un grito escapó de sus labios cuando sintió los colmillos perforar su carne, hundiéndose profundamente en el músculo de su antebrazo. Intentó sacudirse, pero la criatura no soltó, apretando con más fuerza, su baba corrosiva humeando sobre la piel de Severian.

No podía permitirse caer.

Ignorando el dolor, Severian torció su muñeca derecha y, con un esfuerzo titánico, empaló al lobo en la base del cuello.

La criatura soltó un gemido ahogado antes de desplomarse, liberando su brazo.

Sangre brotaba de la herida, goteando al suelo en hilos espesos. Su visión comenzaba a nublarse.

Pero el Alfa…

El Alfa seguía inmóvil.

Severian lo miró.

Y entonces lo entendió.

Lo estaba probando.

No se trataba de una simple pelea contra una jauría salvaje. No.

El Alfa estaba esperando.

Esperando el momento exacto en que Severian estuviera lo suficientemente débil, lo suficientemente desgastado, lo suficientemente quebrado...

Para hacer su movimiento.

Severian jadeaba, su pecho subía y bajaba con dificultad, su visión empezaba a distorsionarse por la pérdida de sangre, y el dolor en su brazo izquierdo palpitaba con fuerza, recordándole que su resistencia se agotaba a un ritmo alarmante. Pero no podía detenerse. No aún. Su espada estaba empapada en sangre negra, el hedor a muerte impregnando el aire alrededor. Los cadáveres de nueve lobos yacían esparcidos a su alrededor, algunos aún temblando en sus últimos espasmos, mientras que otros eran poco más que restos destrozados, carne mutilada y huesos expuestos.

Pero entonces lo sintió.

Un escalofrío recorrió su espina dorsal.

No había once lobos.

Había quince.

Y seis aún seguían con vida.

—Mierda… —susurró entre dientes, su voz apenas un murmullo rasposo.

No tuvo tiempo para más pensamientos.

Los cinco lobos restantes se lanzaron al mismo tiempo, como una ola imparable de sombras y colmillos.

Sus movimientos eran distintos ahora. Más coordinados. Más precisos. No eran simples bestias atacando por instinto, ahora se movían como un solo ente, una cacería organizada que reflejaba la voluntad del Alfa.

El aullido que resonó en el aire momentos antes había sido más que una simple señal. Había sido una orden.

Severian apenas pudo alzar su espada cuando el primero llegó.

El impacto fue brutal. El lobo se lanzó directo a su pecho, buscando derribarlo. Severian retrocedió un paso, pero otro lobo lo embistió por la espalda al mismo tiempo, rompiendo su equilibrio. Sintió el aire escaparse de sus pulmones cuando su espalda chocó contra el suelo. Un gruñido ahogado escapó de sus labios cuando su cuerpo golpeó la tierra húmeda, y antes de que pudiera reaccionar, sintió el peso de dos lobos sobre él.

Garras afiladas arañaban su torso, desgarrando la túnica, rasgando la piel debajo. Severian gritó, el dolor agudo recorriendo su cuerpo cuando sintió que las garras dejaban surcos profundos en su carne. Sus músculos protestaban, su fuerza menguaba, pero no podía rendirse.

Un lobo intentó morderle el rostro, sus fauces abiertas y listas para arrancarle la garganta, pero Severian movió su cabeza a un lado en el último segundo. Los colmillos se cerraron en el aire, rozando su oreja con un silbido húmedo y cruel.

—¡No! —rugió Severian, su voz cargada de desesperación y furia.

Con un esfuerzo titánico, llevó su rodilla hacia arriba, impactando con fuerza en el abdomen del lobo que intentaba mantenerlo en el suelo. La bestia gimió y perdió momentáneamente el equilibrio. Fue todo lo que necesitó.

Severian giró su cuerpo, usando su brazo derecho para empujar al lobo que aún intentaba morderle el rostro, y con la misma inercia, clavó su espada en el costado del lobo que estaba sobre él.

El acero atravesó carne y hueso, perforando órganos vitales. El lobo aulló de dolor, pero Severian no se detuvo. Empujó la hoja más profundo, girando la muñeca para desgarrar el interior del animal antes de apartarlo de un empujón.

Pero no había tiempo para saborear esa pequeña victoria.

Los otros cuatro lobos no le dieron tregua.

Uno saltó desde su derecha, buscando su costado vulnerable. Severian giró su cuerpo, pero su movimiento fue más lento de lo que debería haber sido. El cansancio pesaba sobre él como una losa. El lobo lo alcanzó antes de que pudiera evitarlo, sus colmillos cerrándose alrededor de su muslo derecho.

El dolor fue insoportable.

Un grito desgarrador escapó de su garganta cuando sintió los dientes perforar carne y músculo, la baba corrosiva de la criatura quemando su piel desde adentro. Severian sintió su pierna ceder bajo su peso, pero se negó a caer.

—¡NO! —rugió, más por desesperación que por fuerza real.

La adrenalina impulsó su cuerpo más allá de su límite. Alzó su espada con ambas manos y la dejó caer sobre la cabeza del lobo que lo mordía, atravesando su cráneo con un chasquido seco.

Pero los otros tres ya estaban sobre él.

Uno le saltó al costado, desgarrando su brazo izquierdo con sus garras. Otro intentó morder su pantorrilla, mientras el tercero giraba alrededor, buscando un ángulo para atacar su garganta.

Severian estaba al borde.

Sus fuerzas flaqueaban. Su visión comenzaba a oscurecerse en los bordes, su respiración era un jadeo tembloroso. El dolor dominaba su mente, nublando sus pensamientos, pero aún se aferraba a la espada. A su única salvación.

Y entonces…

El Alfa se movió.

Fue un destello de sombras y muerte.

Un parpadeo.

Severian apenas vio el movimiento. Un paso, una distorsión en el aire, y de pronto, el Alfa estaba frente a él, emergiendo de la penumbra como una manifestación de pura fatalidad.

Sus fauces abiertas, apuntando directo a su garganta.

Solo pudo esquivarlo por puro instinto.

Se arrojó hacia un lado, rodando por el suelo, sintiendo cómo el aire se movía a su alrededor cuando el Alfa pasó a centímetros de donde había estado.

Pero los otros lobos aprovecharon su distracción.

Los tres se lanzaron al mismo tiempo.

Severian no pudo detenerlos.

Un mordisco se cerró sobre su pantorrilla izquierda, tirándolo al suelo con fuerza. Otro lobo saltó sobre su espalda, inmovilizándolo, mientras el tercero se acercaba, sus fauces brillando con baba corrosiva, listas para desgarrar su garganta.

Severian sintió la desesperación morder su alma.

No podía moverse.

No podía luchar.

El mundo parecía detenerse por un instante.

El dolor desapareció. La presión sobre su cuerpo, las fauces amenazando con desgarrar su carne, las garras clavadas en su piel… Todo se desvaneció, como si el tiempo mismo se hubiera fragmentado en mil pedazos. El sonido del bosque se apagó, dejando solo un silencio denso y asfixiante.

Y entonces, lo sintió.

Una chispa.

Un susurro desde las profundidades de su alma.

No era una voz amable. No era un susurro reconfortante. Era frío, antiguo… hambriento.

Muerte.

Un escalofrío recorrió su columna vertebral, un torrente helado que se extendió desde su nuca hasta la punta de sus dedos. Algo oscuro se removía dentro de él, algo que siempre había estado allí, esperando, agazapado en las sombras de su ser. Pero ahora, la desesperación, el dolor, y la cercanía de la muerte lo habían despertado.

—Acepta… —la voz susurró de nuevo, una vibración gutural que resonó en lo más profundo de su mente—. Da el paso… toma el poder…

Severian no lo pensó. No había tiempo para dudas.

Cerró los ojos y dejó que esa oscuridad lo envolviera.

Algo en su interior se quebró. Una barrera invisible que contenía esa fuerza primigenia estalló, liberando un torrente de energía que lo atravesó como un rayo.

El aire alrededor se volvió denso, como si una niebla negra impregnada de sangre hubiera surgido de la nada. Una oscuridad viscosa y carmesí emergió de su cuerpo, retorciéndose como serpientes de sombra, deslizando tentáculos etéreos que se extendieron hacia los cadáveres destrozados de los lobos caídos.

Severian abrió los ojos. Ya no eran los mismos.

Sus pupilas brillaban con un destello rojizo, una luz oscura y carmesí que reflejaba la esencia misma de la muerte.

Las sombras negras y rojas se arremolinaban alrededor de él, una danza macabra de energía oscura que parecía tener vida propia.

Los lobos vivos retrocedieron instintivamente, gruñendo, pero algo en sus movimientos delataba miedo. Ellos también lo sintieron.

La muerte estaba presente.

Severian vio cómo esas sombras serpenteaban hasta los cuerpos mutilados de los lobos muertos. Las sombras se adentraron en sus heridas, como raíces que perforaban la carne marchita. Y entonces… ocurrió.

El sonido fue nauseabundo.

La carne desgarrada comenzó a reconstituirse. Músculos destrozados se tejieron nuevamente. Huesos fracturados se soldaron, retorciéndose de manera antinatural mientras las sombras envolvían cada parte del cuerpo. Las entrañas que antes estaban esparcidas en la tierra se reabsorbieron en su lugar. Era grotesco, como si el tiempo retrocediera y reconstruyera los cuerpos destrozados de manera impía.

Pero no era tiempo.

Era nigromancia.

Y era poderosa.

Los lobos muertos comenzaron a levantarse.

Primero uno. Luego otro.

Uno de los cadáveres, al que Severian había atravesado con su espada minutos antes, se irguió con movimientos torpes al principio, pero luego, como si una fuerza invisible lo enderezara, adoptó una postura firme. Su pelaje ennegrecido por la muerte ahora brillaba con reflejos oscuros, como si la misma sombra lo envolviera.

Los ojos…

Sus ojos ya no eran los de una bestia.

Brillaban con un rojo profundo, intenso, peligroso. Una luz que reflejaba la voluntad de su nuevo amo.

Uno tras otro, los cadáveres de los lobos se alzaron, cada uno más deformado y grotesco que antes, pero ahora imbuidos de una energía oscura que los hacía aún más aterradores. Sus movimientos eran fluidos, coordinados, pero había algo antinatural en ellos, como si caminaran por puro odio y hambre eterna.

Severian sintió una conexión.

Podía sentir sus pensamientos… no, sus instintos. Eran suyos ahora. Criaturas sin voluntad, pero ligadas a su alma. Si él lo deseaba, ellos se moverían. Si él lo ordenaba, atacarían.

Y los lobos vivos…

Sintieron el cambio.

Retrocedieron, gruñendo, pero ya no era el gruñido de confianza que habían mostrado antes. Ahora había miedo. Miedo de algo que no entendían, algo que estaba más allá de sus instintos primitivos.

El Alfa gruñó, pero incluso él dudó. Sus ojos rojos brillaban con furia, pero sus movimientos eran más cautelosos ahora. Sabía que algo había cambiado.

—Ahora… —susurró Severian, su voz más profunda, como si la misma muerte hablara a través de él.

No necesitó palabras para dar la orden.

Los lobos reanimados se lanzaron contra los que lo mantenían inmovilizado.

Fue un espectáculo brutal.

Uno de los lobos corruptos saltó sobre la espalda del que le mordía la pierna, sus colmillos aferrándose a su cuello con una fuerza inhumana. Hubo un crujido seco cuando el lobo vivo fue derribado, su garganta destrozada en un instante.

Otro cadáver reanimado embistió al lobo que intentaba sujetar a Severian por la espalda, clavando sus garras negras en su flanco. La criatura aulló de dolor, pero el lobo muerto no mostró piedad. Movía su cabeza de lado a lado, desgarrando carne y hueso sin descanso, como si la furia de la muerte lo impulsara.

El suelo se tiñó de sangre.

Los lobos vivos intentaron contraatacar, pero los no-muertos eran implacables. No sentían dolor. No conocían el miedo. No se detenían hasta que sus presas estaban reducidas a nada más que carne y huesos.

Severian se incorporó lentamente, su cuerpo aún temblando por el esfuerzo, pero su mente estaba más clara que nunca.

—Sigan… —susurró, y los lobos reanimados respondieron de inmediato, arremetiendo contra sus presas con una furia imparable.

El Alfa gruñó, sus ojos rojos centelleando con ira. Pero ya no era un depredador acechando a su presa. Ahora era un líder viendo cómo su manada era destruida…

Y Severian lo sabía.

El verdadero enfrentamiento estaba por comenzar.

El Alfa se inclinó levemente hacia adelante, su melena erizada, sus músculos tensos. Ya no observaba. Ya no esperaba.

Ahora era su turno.

Y Severian, con la sangre goteando de su espada y el poder de la muerte corriendo por sus venas, estaba listo.

—Ven… —murmuró, su voz apenas un susurro, pero cargada con la fuerza de la oscuridad que ahora lo envolvía—. Te estoy esperando.

El Alfa dio un paso adelante.

Y el aire…

Se volvió mortal.

El ambiente cambió. La presión que emanaba del Alfa se intensificó. El aire estaba impregnado de un hedor a muerte, a sangre y a algo más profundo… más primitivo. Era como si la misma esencia de la depredación hubiera tomado forma en esa bestia.

Severian levantó su espada y la apuntó directamente al Alfa. Un gesto de desafío, pero también una invitación.

El Alfa gruñó, un sonido grave que hizo vibrar el suelo bajo sus pies. Su melena negra y violácea se erizó como si la misma sombra respirara a través de él. Sus ojos rojos ardían con una furia que prometía destrucción.

Sin previo aviso, dos de los lobos reanimados se lanzaron hacia el Alfa.

Uno atacó por el costado, buscando morder su cuello, mientras el otro saltó directamente a sus patas traseras para inmovilizarlo.

Pero el Alfa no era como los demás.

Con una velocidad imposible para su tamaño, giró sobre sí mismo, sus garras destellando en la penumbra. Hubo un crujido seco cuando sus garras perforaron el cráneo del primer lobo, destrozándolo como si fuera de papel.

El segundo lobo muerto no tuvo mejor suerte. El Alfa lo atrapó con sus fauces, sus colmillos atravesando el cuerpo reanimado como si fuera mantequilla. Con un movimiento brutal, alzó el cadáver y lo lanzó hacia los otros lobos con una fuerza monstruosa.

El cuerpo inerte voló por el aire como un proyectil, estrellándose contra los otros lobos reanimados que intentaban rodear al Alfa.

Severian maldijo para sus adentros.

—Mierda…

El Alfa no era solo fuerza bruta. Era rápido. Preciso. Letal.

Y para empeorar las cosas, su habilidad para desaparecer y reaparecer entre las sombras lo hacía aún más peligroso.

El destello violeta lo delató.

El Alfa desapareció en un parpadeo, su cuerpo se desvaneció como si las sombras lo devoraran.

—¡No! —gritó Severian, pero fue demasiado tarde.

Reapareció justo detrás de él.

Las fauces del Alfa estaban abiertas, listas para cerrar su mandíbula sobre la garganta de Severian.

Por pura instinto, Severian giró, su espada trazando un arco en el aire para interceptar al Alfa.

Hubo un destello de metal, seguido de un impacto brutal.

La hoja de Severian golpeó las fauces del Alfa, desviando el ataque apenas lo suficiente para evitar que su cuello fuera arrancado de un mordisco. Pero el impacto fue tan fuerte que la fuerza lo arrojó al suelo.

Rodó, sintiendo la hierba húmeda manchada de sangre pegándose a su piel mientras el Alfa volvía a desvanecerse en la penumbra.

—No puedo seguir así… —gruñó entre dientes, su respiración agitada, su cuerpo gritando de dolor.

El Alfa no le daría tregua.

Reapareció una vez más, pero esta vez Severian estaba preparado.

Se concentró.

Sintió la conexión con los lobos reanimados.

No necesitaba palabras para dar la orden.

Cuatro lobos no-muertos se lanzaron al instante hacia la ubicación donde el Alfa apareció, sus movimientos coordinados en perfecta sincronía.

El Alfa gruñó al verse rodeado.

Uno de los lobos reanimados saltó hacia su garganta, pero el Alfa se deslizó entre las sombras una vez más, reapareciendo a pocos metros de distancia.

Pero Severian ya lo estaba esperando.

—Te tengo…

Se concentró y sus lobos reanimandos lo interceptaron. El Alfa intentó desaparecer de nuevo, pero los lobos se aferraron a él, anclándolo en el lugar.

—No esta vez…

El Alfa luchó, sus músculos temblaban mientras intentaba liberarse de las fauces que lo sujetaban, pero era inútil.

Severian se levantó, su cuerpo adolorido pero su determinación intacta.

Avanzó hacia el Alfa, cada paso acompañado por el latido de la muerte resonando en su pecho.

—Esto acaba aquí…

El Alfa gruñó, sus ojos rojos centelleando con furia. Aún atrapado, aún rodeado, todavía no se rendía. Era una fuerza de la naturaleza, un depredador supremo que no aceptaba la derrota.

Pero Severian no le dio opción.

Con un movimiento fluido, alzó su espada. La hoja oscura brilló bajo la luz tenue, un reflejo de la sangre que ya había derramado.

El Alfa lanzó un último intento desesperado por liberarse, sus músculos tensándose, pero las fauces lo sujetaban con fuerza.

Y entonces la hoja descendió con precisión, cortando el aire antes de hundirse en el cuello del Alfa.

El impacto fue brutal.

Un aullido desgarrador resonó en el bosque, un sonido que hizo eco entre los árboles y murió en la oscuridad.

La sangre negra y espesa brotó del cuello del Alfa, salpicando el rostro de Severian.

Pero no se detuvo.

Con una fuerza impulsada por la desesperación y la rabia acumulada, Severian empujó la espada más profundo, atravesando carne y hueso hasta que sintió cómo la hoja se hundía por completo.

El Alfa tembló.

Sus ojos rojos perdieron su brillo poco a poco, y su cuerpo se desplomó con un último espasmo.

El peso del cadáver cayó al suelo, levantando una nube de polvo teñido de sangre.

Severian permaneció inmóvil, su espada aún clavada en el cuerpo del Alfa.

El silencio volvió.

Pero esta vez, no era el silencio de la muerte acechando…

Era el silencio de la victoria.