En ese momento, el shock, el terror y la angustia de enfrentar su propia muerte nublaron la mente de Matt. El pánico se aferró a su pecho como garras invisibles, y su conciencia se desgarró en una catarsis.
—¿Por qué vine? ¿Qué hago aquí? ¿Cómo…?
Los recuerdos lo golpearon como una ola implacable.
Narración de Matt
Entré a la oficina con cautela.
—Buenas noches. ¿Usted es el señor Ruff? —pregunté, sintiendo la garganta seca.
El lugar era pequeño, pero sofocante. Las paredes de ladrillo antiguo parecían encerrar secretos olvidados. Un enorme escritorio de madera oscura, ajado por los años, dominaba la estancia. Tras él, libreros repletos de tomos polvorientos se alzaban como testigos silenciosos de innumerables historias. La luz de las velas proyectaba sombras inquietantes, haciendo que los libros parecieran susurrar entre sí.
En el suelo, una alfombra de piel de oso extendía su dominio. Su cabeza, intacta, mostraba los colmillos en una mueca feroz. Todo en ese despacho emanaba poder.
Este anciano no era alguien común.
Me senté con cautela al otro lado del escritorio. Él no levantó la vista, seguía escribiendo con su pluma, como si mi presencia no tuviera importancia.
—Señor, vine por el anuncio en el perió…
No terminé la frase.
Un estruendo sacudió la habitación cuando su puño golpeó el escritorio con furia. El sonido retumbó en las paredes de ladrillo, y las velas parpadearon, casi extinguiéndose.
Mi cuerpo se tensó de inmediato.
Solo entonces el anciano alzó la mirada y me escudriñó con ojos afilados.
—¿Quién eres, niño? ¿Quién te envió? —su voz era grave, poderosa.
Tragué saliva.
—Soy… soy cazador, señor.
Sus labios se curvaron en una sonrisa burlona antes de soltar una carcajada seca.
—¿Cazador? ¡Ja, ja, ja!
Rió con tanta fuerza que se secó una lágrima con el dorso de la mano.
—Un flacucho como tú no puede ser cazarrecompensas. Ni siquiera pareces mercenario.
Se puso de pie y rodeó el escritorio hasta situarse a mi lado.
—Déjame ver… ni siquiera pareces mercader —murmuró, evaluándome con una mezcla de burla y amenaza.
Me quedé inmóvil.
—Entonces… ¿vienes por la misión de atrapar mariposas? Para lo débil que pareces, te quedaría perfecta. Te pagaré cinco monedas de bronce.
Se dejó caer nuevamente en su silla y abrió una carpeta.
Apreté los dientes. No iba a dejarme humillar.
—No, señor. Vengo por esta misión.
Saqué un periódico de mi bolsa y lo extendí sobre el escritorio.
Él lo tomó, lo leyó por un instante y, con total desdén, lo arrojó a la basura.
—Ratas.
Fruncí el ceño, desconcertado.
—¿Eh?
—Eres un workdeal. Una sucia rata inmunda que solo busca dinero fácil. ¡Fuera de mi vista, estúpido!
—Espere, se equivoca, yo…
—No quiero escucharte.
Su mirada ardía con furia contenida.
—Conozco a los de tu calaña. Buscan misiones con buena paga, contratan cazarrecompensas y solo les pagan el diez por ciento de las ganancias. ¡Eres un miserable!
Se puso de pie con brusquedad y comenzó a arrojar vasos y copas contra el suelo.
Dudé por un instante, pero me obligué a hablar.
—Señor, por favor… yo pagaría el setenta por ciento a quien contrate.
—¿Crees que enviaría a alguien como tú a salvar a mi…?
El anciano se detuvo en seco.
Su expresión cambió. Su furia se apagó de golpe y fue reemplazada por algo más oscuro… tristeza.
Sin decir nada, abrió un cajón, sacó una botella de whisky y bebió varios tragos seguidos.
—Le prometo que soy diferente, señor... Prometo pagar lo que se merezca quien me ayude —. Le dije buscando tranquilizar al hombre.
Apretó la mandíbula con fuerza y bajó la mirada por un instante, como si hubiera revelado más de lo que quería. Su mano tembló apenas antes de cerrarse en un puño sobre la mesa. Respiró hondo, tragándose sus propias palabras. Luego sacó una bolsa de tela y la dejó caer sobre el escritorio con un sonido metálico.
—veinte mil Ruins… a quien salve a esas mujeres desaparecidas.
—¿Con quién pensabas ir? —preguntó.
—Tengo un par de amigos que…
—A la mierda tus amigos —me interrumpió—. Matarás a gente inocente.
Sacó un papel de la carpeta y lo empujó hacia mí.
—Y añadiré diez mil más… si logras encontrar a este hijo de puta.
Tomé el dibujo y lo observé con el ceño fruncido.
—¿Quién es este hombre?
El anciano me dio la espalda.
—Es un vago… una mierda que vive borracho y sucio. Una peste…
Hubo un largo silencio antes de que continuara.
—Pero es la única persona en este mundo capaz de salvar a esas mujeres.
Algo en su tono me erizó la piel.
—¿Sabe dónde están encerradas?
—Sí.
—Si sabe dónde están, ¿por qué no ha enviado a alguien?
—Ya lo hice —respondió, su voz apagada—. Esas personas ya no existen.
El aire en la habitación se volvió pesado.
—¿Tienes familia, Matt?
La pregunta me tomó por sorpresa.
—En realidad, no. No recuerdo tenerla. Me crié en un orfanato… ¿Por qué lo pregunta?
El anciano soltó un suspiro pesado.
—Para saber dónde entregar tu cadáver… si es que queda algo de él.
Sacó un mapa y lo extendió sobre el escritorio junto con el retrato.
—Este hombre… dicen que está en Cirena de la Cola, o algo así. No lo recuerdo bien. Encuéntralo y salven a las mujeres.
Se detuvo para asesinarme con la mirada.
—Si fracasas y vives, yo mismo me encargaré de darte de comer a los perros —dijo mientras acercaba la pluma y el papel.
Tomé la pluma y firmé el contrato con la sensación de que acababa de sellar mi destino.
Me levanté y caminé hacia la puerta. Antes de cruzarla, me giré para hacer una última pregunta… pero antes de que pudiera hablar, su voz resonó en la habitación.
—Válderon —dijo, sabiendo lo que iba a preguntar—. Thio Válderon es su nombre.