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Intereses Personales

ChrissUrbano
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Synopsis
Lindsay ha construido una vida tranquila, pero cuando Ethan Alden, su mejor amigo de la adolescencia, regresa a su ciudad natal, todo comienza a cambiar. Lo que empieza como un simple juego pronto se complica cuando los sentimientos no resueltos emergen, amenazando con desordenar la vida que ambos han intentado mantener bajo control. Con su madre empeñada en emparejarla, un pretendiente que no sabe cuándo rendirse y el regreso de Ethan complicando las cosas, Lindsay descubrirá que su vida está a punto de dar un giro inesperado. ¿Podrá mantener el corazón a salvo, o tendrá que enfrentarse a lo que realmente siente por Ethan, justo cuando él parece estar fuera de su alcance?
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Chapter 1 - Un "No" rotundo y otros desastres

Parada detrás del mostrador de mi tienda, me contuve para no poner los ojos en blanco e intenté mantener la calma, aunque en el fondo hacía rato que había perdido la paciencia. Me metí las manos en los bolsillos para no llevarlas a mi rostro en un gesto de desesperación y ladeé la cabeza.

—Lo siento, Drew, no sé cuántas veces debo decirte que no —murmuré con cansancio—. No me interesa volver a salir contigo.

Hablé en un tono suave; evitaba alzar la voz porque no quería perder la calma. No allí, cuando un cliente podría aparecer en cualquier momento.

—Sabes que en el fondo no es así, nos gustamos.

—Drew, salimos dos veces, y no me interesa una tercera cita. No podríamos estar más lejos del amor. Y no quiero ser grosera, pero si no te vas ahora, tendré que llamar a la policía.

Una vez más, me pregunté qué había estado pensando cuando acepté esa maldita cita con Drew. Prefería creer que era altamente insistente y no que el tipo estaba loco, pero que se apareciera allí al menos dos veces por semana comenzaba a aterrorizarme.

Hacía casi un mes desde nuestra última cita, motivada como siempre por mi madre, que parecía decidida a buscarme pareja. Pero no necesité mucho más para comprender que Drew y yo jamás podríamos ni siquiera tener sexo casual.

—Vete, Drew, por favor.

—De acuerdo, me iré —cedió al fin, levantando las manos—, pero te prometo que volveré para llevarte a cenar. Sé de un lugar estupendo.

—Gracias, pero no necesito que me prometas nada. Ya te dije que no iremos a cenar a ningún lado.

Agradecí que mi voz continuara firme y pausada, aunque lo que en realidad quería era echarme a llorar.

—Vamos, nena, basta de hacerte la difícil.

Puse los ojos en blanco.

—No me llames nena. ¿Tienes idea de lo que es una demanda por acoso sexual, Drew? Es lo que tendrás en tus espaldas si, por favor, no me dejas en paz. Solo… seamos amigos, ¿sí? A la distancia.

Al parecer, la mención de la demanda por acoso fue lo bastante efectiva para que el hombre cediera y, prometiendo pasar cualquier día para saludar, se marchara de la tienda. Resoplé aliviada cuando la puerta al fin se cerró y me prometí poner algún sistema de seguridad lo más pronto posible. También tendría que hablar seriamente con mi madre y su labor de casamentera.

Al pensar en mi madre, miré mi reloj y maldije. Esa noche había quedado para cenar y debía llegar puntual, o al menos intentarlo. Maureen llevaba días esperando esa noche y no me perdonaría si me aparecía cinco minutos tarde. Para Maureen Hardcastle era muy importante que sus viejos vecinos, los Alden, le abrieran una pequeña brecha en su apretada agenda para compartir una comida. Además de, claramente, la oportunidad de emparejarme con cualquier soltero en edad reproductiva que apareciera frente a ella y que, en esos momentos, era Ethan Alden.

Esa actitud por parte de mi madre era normal, común desde que cumplí los quince y Maureen notó mis intenciones de ser la oveja descarriada. Suponía que pasaba en muchas otras familias, sobre todo cuando mis dos hermanas ya estaban casadas y yo era el último proyecto que le quedaba a Maureen, que además siempre había sentido una devoción casi obsesiva por Ethan más que por cualquier otro hombre.

Por desgracia para mi madre, Ethan Alden y yo fuimos tan buenos amigos en la adolescencia que nunca nos miramos con segundas intenciones y ahora habían pasado demasiados años para ser siquiera viejos amigos. Ethan y yo perdimos el contacto justo desde que su familia expandió el negocio familiar y se mudó fuera de la ciudad, y lo último que supe sobre él era que salía con una supermodelo. Pero, por supuesto, eso no era capaz de detener a mi madre. Ethan encabezaba su lista de prospectos matrimoniales. Era apuesto, gentil, conocido por la familia y, por último, pero no menos importante, tenía bastante dinero como para apantallar.

Cuando Ethan y yo nos conocimos, sus padres eran un par de snobs poco conocidos que producían documentales de bajísimo presupuesto sobre los temas más aleatorios que pudieras imaginar. Pero luego le habían tomado el gusto a los reality shows y se mudaron a Nueva York. Llegados a ese punto, los Alden se hicieron lo suficientemente ricos como para que mi mamá viera en ello la confirmación de que Ethan era el hombre perfecto para mí.

En nuestra adolescencia, solíamos reírnos de los intentos de Maureen por juntarnos, sobre todo porque ninguno era el tipo del otro. Sabía que a Ethan siempre le gustaron las chicas más lindas, primero de la escuela, luego del mundo. Y yo debía admitir que, de vez en cuando, me compraba una revista estúpida solo para leer algún artículo de setenta y cinco palabras que hablaba sobre la última chica con la que salía, solo para saber qué tal le iba.

Por otro lado, nunca me gustaron los chicos buenos y él era uno. En secundaria me consoló al menos tres veces mientras yo sufría por algún rompimiento, y más de una vez intentó disuadirme de desquitarme saliendo con otro peor. Siempre pensé que fue triste tener que separarme de mi mejor amigo, pero la vida continuó después de eso y estaba feliz con lo que había obtenido de ella, aunque a mi madre le pareciera un desastre.

Después de terminar en la tienda, cerré y me apresuré a no retrasarme, pero no era tan simple cuando estaba en hora pico y la vida parecía empeñada en hacerme llegar tarde.

Cuando llegué a mi departamento, eran las seis y media y tenía un mensaje en el contestador automático. Y claro, era de mamá.

—Cielo, te llamaba para hablar de la cena, por supuesto. ¿Recuerdas tu vestido lila, ese que usaste para la boda de Lizzi? Deberías ponértelo esta noche, por lo menos te hace ver un poco de busto. También podrías quitarte todas esas cosas que llevas en la cara. Y maquíllate un poco. No llegues tarde, te quiero.

Hice una mueca mientras escuchaba el mensaje. No pensaba hacer caso a nada de lo que acababa de decir. Para empezar, mi madre debería estar loca si pensaba que me pondría el vestido de la boda de mi hermana para cenar en casa un miércoles.

Me di el baño más rápido de la historia y me puse unos vaqueros y mi abrigo favorito para combatir el frío. Mi madre lo odiaba, pero, en mi opinión, no había nada mejor que una sudadera con orejas de koala.

Estuve completamente lista a las siete en punto, y aunque a esa hora ya debería estar en casa de mis padres, decidí tomarlo con calma y prepararme para la reprimenda.

Mi impuntualidad era, regularmente, la mayor razón de nuestras discusiones. Bueno, eso y mi soltería. En mi defensa, podría decir que no es algo que decidiera; simplemente el tiempo pasaba y, de forma imperceptible, llegaba un poco tarde a todos lados. Y tampoco era taaanto tiempo.

De todos modos, me había acostumbrado desde muy joven a ser la oveja negra de la familia, ya que mis hermanas, Lizzi y Madeleine, eran ejemplos de perfección y no me dejaban muchas opciones. Las adoraba, pero no quería ser como ellas. Me gustaba mi vida, estaba cómoda con ella tal como era. ¿Por qué querría cambiar?

Madeleine era una modelo bastante destacada, además de estar casada con un director de cine famoso; Lizzi dirigía una cadena hotelera, estaba casada y, como la cereza del pastel de la perfección, tenía dos hijos hermosos, perfectos como ella.

Yo, por otro lado, era la que había estudiado una carrera inservible para luego abrir una boutique de lencería estrafalaria que escandalizó a mi familia por meses; vivía en un departamento casi microscópico, tenía más deudas bancarias de las que podía pagar, y siempre salía con los hombres menos indicados. Supongo que esos eran los talentos de ser la menor.

Aparqué frente a la casa de mis padres veinte minutos más tarde, pero al menos agradecí no haberme puesto el condenado vestido lila. No vi ningún auto frente a la casa, y pensé en lo que me esperaba mientras me dirigía a la entrada, un edificio de dos plantas de estilo clásico. Aquel era el lugar donde crecí y que aún consideraba mi hogar, aunque ya no viviera allí.

Mientras me cerraba el abrigo para protegerme del frío, llamé a la puerta para anunciar mi llegada y entré. Inmediatamente escuché a mi madre desde la cocina. Me quité el abrigo y lo colgué en el armario. El dulce aroma de la albahaca inundaba el aire.

—Llegas tarde otra vez —dijo mi madre al verme llegar, dedicándome una sonrisa de todos modos—. Y no traes el vestido.

—No me gusta cómo me queda ese vestido —me quejé.

—¿Y te pareció que eso que traes puesto era la mejor opción? —señaló mi madre, y luego volvió a cortar cebollas—. Lo bueno es que los Alden llegarán sobre las ocho.

Maureen Hardcastle era una mujer casi entrando en los sesenta, pero proyectaba una imagen mucho más joven, a pesar de las hebras plateadas en su cabello. Me dirigí hacia el fregadero y le besé en la mejilla. Decidí ignorar el comentario sobre los Alden.

—¿Para cenar con mis padres? Claro que sí.

Mi madre hizo un sonido reprobatorio, aunque sus ojos brillaron con cariño y diversión.

—Olvidas a los Alden...

—¿Y papá? —la interrumpí.

—Esa no es la forma de recibirlos —continuó como si no me hubiera escuchado.

—Me gustaría ver a papá.

—Está en el estudio, ya sabes cómo es —murmuró mi madre, dándose por vencida—. Vendrá en un momento.

Asentí y recorrí la cocina buscando algo para picar, pero no encontré nada que me llamara la atención. Escuché cómo mi madre murmuraba a mis espaldas.

—Mírate cómo estás de delgada. Y mira esas ojeras.

—Estoy bien, mamá —repliqué, tratando de apartar las manos de mi madre que intentaban toquetearme como si tuviera fiebre—. Solo es un poco de cansancio.

—No estarías cansada si te quedaras en casa. Esas fiestas y citas con delincuentes… por Dios, Lindsay, seguro que no estás durmiendo lo suficiente.

Me dieron ganas de contarle que mi mayor fuente de cansancio en ese justo momento era el delincuente con el que ella me había conseguido una cita, pero me mordí la lengua.

—Duermo mucho, mamá. He estado un poco estresada, eso es todo —contesté mientras me acercaba al mostrador para tomar una botella de vino.

—Claro que estás estresada. Tener que preocuparte por mantener sola esa casa —mi madre tomó la botella de vino y me sirvió una copa.

Me contuve para no resoplar. Justamente por eso me había ido de casa en cuanto pude.

—Es un departamento, mamá, y… mejor olvídalo —bebí un sorbo de mi copa, y cuando iba a continuar, sonó el timbre.

—¡Ya están aquí! Han llegado temprano —dijo mi madre con alegría—. Voy a abrir la puerta.

Escuché a mi madre abrir la puerta, seguida por algunos murmullos. Hacía años que ambas familias no coincidían, pero antes, cuando los Alden vivían al lado, habíamos sido bastante unidos. Al parecer, fueron capaces de recordarlo con bastante rapidez porque, tras escuchar un par de risas en el salón, oí cómo mi padre invitaba a Hugh Alden al despacho con él.

Un par de segundos después, mi madre entró en la cocina, seguida por Paula Alden. Ambas con dos amplias sonrisas.

—Linda, saluda a Paula —dijo mi madre alegremente.

—Lindsay, cuánto tiempo sin verte —dijo Paula con ensayada cortesía, sin darme tiempo a reaccionar—. Estás tan… bien —continuó, después de mirarme de arriba abajo.

Estaba bastante segura de que la recatada Paula Alden se estaba fijando en mi aspecto incluso más que mi madre; desde la ropa informal que no podía desencajar más con su traje sastre, hasta las converse sucias que cubrían mis pies. Todo, pasando por el corte de pelo desprolijo, los tatuajes que cubrían mis brazos y parte de mi pecho, y las perforaciones en mi rostro… Digamos que había cambiado un poco desde los dieciséis, y a Paula nunca le había gustado demasiado. No necesitaba mucho para espantarla.

Tuve que contener una carcajada al pensar en el gesto de horror que pondría si viera los piercings que no eran visibles. Respondí al saludo como pude y luego, dejando mi copa sobre la encimera, me escabullí de la cocina con la excusa de dejarlas solas. El salón estaba en silencio y me imaginé que los hombres seguían en el estudio, así que me dirigí al jardín.

Indicar que estaba huyendo era poco decir. Desde niña, no pasaba más de dos minutos en la misma habitación con Paula, y menos si mi madre era la única compañía. Parecía ser que ella era la única que no se daba cuenta de que Paula no me soportaba y de lo incómoda que me hacía sentir.

Di un par de pasos hacia el jardín y entonces noté un movimiento a mi izquierda. Me espanté y casi grité, pero de inmediato me di cuenta de que se trataba de Ethan. Sin poder evitarlo, sonreí y caminé lentamente hacia donde él estaba. Mis tenis planos me ayudaron a no ser escuchada y me dieron ganas de decirle ¡ja! a mi madre.

Ethan estaba mirando las fotos familiares que mi madre cuidaba como si se tratara de reliquias sagradas. Cada año, toda la familia se reunía para Navidad y se tomaban fotos que mi madre colocaba religiosamente sobre la chimenea. Era como una pantalla que permitía viajar en el tiempo, y podía entender que cualquiera fuera capaz de pasar horas mirándolas.

—Si te atreves a burlarte de los sombreros de reno, Maddie y yo te golpearemos en las rodillas —murmuré a sus espaldas.

Ethan se giró hacia mí y tardó unos segundos en reaccionar, pero cuando lo hizo, una enorme sonrisa se dibujó en sus labios. En resumen, a mi mejor amigo de la infancia le había costado reconocerme. Bien por ti, Lindsay.

—¡Por Dios, mírate! —exclamó, rodeándome con los brazos. Le correspondí, dejándome levantar del suelo como hacíamos cuando éramos jóvenes. De repente, los trece años que llevábamos sin vernos parecían no haber pasado—. Te ves genial —dijo mientras volvía a dejarme en el suelo.

—Tú también. ¿Creciste o algo?

Ladeé la cabeza. No mentía al decir que Ethan lucía genial. Claro que la última vez que lo vi en persona estaba a punto de cumplir diecisiete años, y no era precisamente una belleza, pero ahora… Mis hermanas y yo llevábamos años viéndolo en revistas o noticias, pero ninguna de esas fotos le hacía justicia a como se veía en persona. De un modo amistoso, claro.

Él dejó escapar una carcajada.

—Eso creo. Sería vergonzoso no haberlo hecho desde los dieciséis.

—¿Por qué estás aquí solo? Pensé que estarías en el despacho.

—Sí, bueno, preferiría escuchar a Maureen y a Paula hablando de lo que sea que hablen, que a nuestros padres hablando de lo que sea que hablen.

Reí. Al parecer, Ethan no había cambiado la costumbre de llamar a su madre por su nombre de pila. Siempre pensé que era solo un episodio de rebeldía adolescente que pasaría con el tiempo, pero parece que lo mantenía.

—No puedo juzgarte. Yo acabo de huir de la cocina. ¿Quieres venir conmigo al jardín? Verificaré que todo esté en orden para la cena o a mamá le dará un ataque.

Ethan asintió, pero ninguno de los dos se movió de su lugar. Era increíble pensar en todos los años que habían pasado.

—¡Dios, es bueno verte! —murmuré.

—A tu madre le encantaría oírte decir eso.

No pude evitar reír a carcajadas. Me parecía maravilloso que, incluso ahora, Ethan se permitiera bromear sobre la obsesión de mi madre, como hacíamos en nuestra adolescencia, como si el tiempo no hubiera pasado.

Lo golpeé con el codo y lo empujé suavemente hacia el jardín.

—Mejor salgamos, antes de que mamá nos vea y comience a investigar cuántas fechas disponibles tiene la parroquia local para celebrar una boda.