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La Guardia Divina

Genaro_Zamorano
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Synopsis
una historia fantástica y alucinante, donde te mostraré la vida de un pequeño zorro en busca de cumplir su promesa de ser el guerrero más grande de la historia, y se embarcará en una aventura que pondrá a prueba su determinación
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Chapter 1 - El Inicio de la Peripecia

En tiempos inmemoriales, cuando el universo aún era joven y las estrellas apenas comenzaban a brillar, nacieron dos dioses estelares, hermanos destinados a regir el tiempo y el destino. Sun-Lord, majestuoso dios del sol, y Moon-Lord, enigmático dios de la luna. Unidos por un vínculo eterno, los hermanos contemplaron el vacío infinito y, deseando llenarlo de vida, combinaron sus poderes para forjar un planeta de tierra fértil. A este nuevo mundo le otorgaron un regalo divino: el don de la vida.

Sun-Lord dedicó su energía luminosa a nutrir y prosperar la vida bajo los cálidos rayos del día, mientras que Moon-Lord acogía y resguardaba las criaturas bajo el manto protector de la noche estrellada. Durante eones, la vida floreció. Plantas, bestias y yeguas danzaban al compás del equilibrio perfecto. Los dioses, satisfechos con su obra, se retiraron al silencio celestial, dejando que el tiempo fluya como un río eterno.

Sin embargo, su descanso se vio interrumpido con la aparición de una criatura peculiar: el ser humano. Este nuevo ente, tan inquieto como ambicioso, poseía una naturaleza desconcertante. A menudo, su insaciable deseo de obtener más lo llevaba a afectar el equilibrio del mundo. Curiosos y desconcertados, los dioses observaron de cerca esta nueva creación. Pronto notaron un detalle que alteró la paz en sus corazones: los humanos adoraban fervientemente al sol, pero ignoraban casi por completo a la luna.

Moon-Lord, hasta entonces sereno, comenzó a ser consumido por un oscuro sentimiento. La envidia floreció en su espíritu, y en su pecho germinó un deseo de ser igualmente venerado. Dominado por este anhelo, tomó una decisión drástica: creó cuatro ángeles con un único propósito, derrocar a Sun-Lord y reclamar el control total del planeta. Pero Sun-Lord, previendo la traición, creó también cuatro ángeles, destinados a preservar el equilibrio y proteger a la vida de la oscuridad inminente.

Así comenzó una contienda titánica, en la que el cielo ardió y el suelo tembló bajo el choque de fuerzas colosales. La guerra fue prolongada, pero al final prevaleció Sun-Lord. Derrotado, Moon-Lord fue desterrado a una dimensión distante, sellado en el olvido eterno. Los cuatro ángeles que habían luchado a su lado fueron perdonados, aunque con una condición: si un día Moon-Lord regresa, ellos deberían enfrentarse a su antiguo creador para defender el equilibrio. Satisfecho, Sun-Lord decidió retirarse del mundo, entregando a los seres vivos la custodia de la Tierra.

Pasaron milenios. La paz parecía haber echado raíces profundas, hasta que dos de los ángeles cometieron un error que cambiaría el destino del planeta: se enamoraron. Su unión prohibida trajo al mundo a un noveno ángel, una criatura que, por su mera existencia, desestabilizó el delicado equilibrio que los dioses habían impuesto.

Fue entonces cuando la magia despertó de su letargo. Durante las noches, monstruos deformes comenzaron a emerger, esparciendo terror entre las criaturas vivientes. Los árboles adquirieron conciencia, arrancándose de la tierra para vagar como guardianes del bosque. Los animales evolucionaron, alzándose sobre dos patas y organizándose en sociedades con rasgos humanos. Surgieron nuevas razas humanoides, quienes fundaron ciudades y territorios rebosantes de maravillas y peligros. Así, el planeta dejó de ser lo que una vez fue, transformándose en un mundo tan hermoso como caótico.

Como castigo por romper el equilibrio, los nueve ángeles fueron desterrados a la Tierra y convertidos en piedras preciosas, conocidas como Seiseki's o piedras sagradas. Cada una de ellas albergaba un poder incomprensible, un vestigio divino de la energía de los dioses. Según las leyendas, quien reúne estas piedras heredará el legado de proteger la Tierra en el día que Moon-Lord regresa para reclamar su lugar.

Así nació la profecía de la Guardia Divina, un grupo de guerreros elegidos por el destino, destinados a preservar el equilibrio del mundo. Su misión será enfrentarse a las sombras del pasado y asegurar que la paz y la luz prevalezcan, aún en los tiempos más oscuros.

En el sereno y aislado pueblo de Santa Olaria, las puertas de la taberna central se abrieron de golpe, dejando entrar el aire fresco de la tarde. Todos los presentes voltearon la cabeza con curiosidad, y en el umbral apareció la figura de un pequeño zorro que cargaba una desgastada bolsa de cuero y llevaba una bandana de color verde selva que contrastaba con su pelaje. Sus ojos chispeaban con determinación, y una atrevida sonrisa iluminaba su rostro. Sin titubear, atravesó el estrecho pasillo entre las mesas, ignorando las miradas desconfiadas y murmuraciones que lo seguían. Al llegar al mostrador, se plantó frente al tabernero y habló con seguridad:

—Disculpe por entrar en su establecimiento, pero necesito saber...

El tabernero, un hombre robusto de expresión severa, lo interrumpió con un tono tajante: —Oye, zorro, ¿acaso no sabes leer? En la entrada claramente dice que no se permite el ingreso de animales.

La confianza inicial de Fogón vaciló, pero aún así replicó, con un tono respetuoso: —S-sí, lo entiendo, pero solo quiero hacer una pregunta. Si pudiera ser tan amable de...

—¡No me manipule, animal! —espetó el tabernero, frunciendo el ceño mientras señalaba la puerta—. Aquí la regla es clara: si eres un peludo, no hay servicio. ¡Y eso también va para ti, Ambrosio! —añadió, mirando a un cliente de barba espesa—. ¡Rasúrate de una vez!

El zorro tragó saliva, pero no pasó. Con voz más firme, insistió: —Prometo que luego me iré, pero es urgente. ¿Sabe dónde podría encontrar una... Seiseki?

Las palabras parecieron congelar el aire. El bullicio de la taberna se apagó de inmediato, y los clientes que antes murmuraban ahora clavaban sus miradas en el pequeño visitante. El tabernero dejó de pulir el vaso que tenía en las manos y se inclinó hacia Fogón, susurrando con un tono cargado de tensión: —No vuelvas a mencionar eso, ¿entiendes, animalucho? Si alguien te escucha, no dudarán en arrancarte la vida para quedarse con el poder que otorgan esas gemas. Hazme un favor: lárgate de mi propiedad antes de que metas a todos en un problema, ¡pulposo, fuera de aquí!

El zorro retrocedió un paso, su cola se hundió ligeramente, y por un instante pareció dudar. Sin embargo, su resolución lo llevó a actuar con audacia. Se subió de un salto a una de las mesas más cercanas, el sonido de sus patas resonando sobre la madera, y extrajo de su bolsa unas cuantas monedas de oro. Las levantaron para que todos en la taberna pudieran verlas. Su voz, clara y desafiante, se elevó por encima del silencio:

—¡Mi nombre es Fogón, y sí, soy un zorro! Estoy buscando una piedra Seiseki. Hace mucho tiempo le prometí a un amigo que me convertiría en el mejor guerrero de todos, y no voy a romper mi promesa. No tengo idea de dónde comenzar, pero aquí tengo cinco monedas de oro para quien pueda darme información sobre dónde encontrar una de esas piedras. ¡Hablen ahora o callen para siempre!

El zorro, con el pecho erguido y la mirada resuelta, desafió abiertamente a todos los presentes. Un susurro recorrió la sala como una ráfaga de viento. Algunos lo miraban con lástima, otros con curiosidad, pero no faltaron los ojos codiciosos que se centraban en las monedas que brillaban bajo la tenue luz de las lámparas.

El silencio parecía alargarse eternamente. Fogón, aunque temblaba por dentro, no desvió la mirada ni bajó la cabeza. Él sabía que esta era la primera prueba de muchas, y no tenía intención de rendirse.

El mesonero, entrecerrando los dientes, intentaba mantener la calma mientras los murmullos en la taberna se extinguían. Todos los ojos se clavaban en el pequeño zorro que, con su determinación, había transformado la ruidosa sala en un lugar cargado de tensión. Fogón permanecía erguido sobre la mesa, sus monedas brillaban bajo la escasa luz, esperando una respuesta que parecía tardar una eternidad en llegar.

Cuando finalmente alguien rompió el silencio, no fue con seriedad, sino con una carcajada estruendosa.

—¡JAJAJA! ¡Qué espectáculo más ridículo! ¿No es así, Gastón? —gritó un hombre en una esquina, golpeando la mesa con la palma de su mano mientras reía sin control.

Las risas estallaron como un río desbordado. —¡Un zorro buscando las gemas mágicas! ¡Qué maravilla! —Te apuesto que mañana lo encontramos en el muladar, ¡y en pedazos! —añadió alguien más entre risotadas.

Fogón permaneció inmóvil mientras la burla se extendía como un incendio. Poco a poco, bajó la cabeza, recogió sus monedas y saltó de la mesa. Sin decir una palabra, salió de la taberna bajo el coro de carcajadas y comentarios mordaces. El aire frío de la noche lo recibió con un cruel abrazo.

No importa si se ríen de mí, pensó mientras caminaba por las calles desiertas. Cumpliré mi promesa, cueste lo que cueste. Las lágrimas, cálidas pero impares, comenzaron a correr por su rostro. Puede que hoy no sea el día, puede que tampoco lo sea mañana, pero un día lo será, y entonces todos comprenderán el peso de mi promesa.

El cielo se oscurecía rápidamente, y el viento helado lo obligaba a apretar la mandíbula para seguir adelante. Pasó por varias posadas, pero en todas recibieron la misma respuesta envuelta en excusas falsas: —Lo siento, estamos inundados. —No aceptamos animales, hay una plaga de pulgas. —El servicio está suspendido, vuelve mañana.

Fogón inclinaba la cabeza con cada negativa, sin discutir, aunque con cada paso el frío parecía atravesarlo más profundamente. Entiendo que no quieran animales cerca, pensaba, mientras reprimía un gruñido. Pero duelo. Es injusto.

Finalmente, al doblar una esquina, llegó a un callejón apartado. Allí, bajo la penumbra, encontré un hostal de aspecto lamentable. Las paredes estaban cubiertas de mugre, el olor a desagüe impregnaba el aire, y bolsas de basura apiladas se amontonaban junto a la entrada. Con timidez, toca la puerta. Esta se abrió con un rechinido, revelando a un hombre tan descuidado como el lugar.

—¿Qué quieres aquí? —gruñó el hombre, su voz áspera y su aliento impregnado de un hedor azufrado.

—Solo busca un lugar donde pasar la noche. Él buscó por todo el pueblo, pero nadie me deja entrar.

El hombre arqueó una ceja, evaluándolo de pies a cabeza. —Entiendo. Te diré algo, Mapache.

—N-no soy un mapache.

—Shhh —lo cortó con un gesto brusco—. Las personas decentes no quieren animales sarnosos durmiendo donde ellos descansan. Nadie va a aceptarte, ni siquiera yo. —Fogón bajó la cabeza, derrotado, pero antes de que pudiera irse, el hombre añadió:— Aunque... tengo un lugar donde guardo las herramientas. Si pagas el doble, puedes quedarte allí. ¿Qué dices?

Fogón apretó los dientes, sintiendo un nudo de impotencia en el pecho, pero avanzando. Sabía que no tenía otra opción. El hombre lo llevó al otro extremo del callejón, donde abrió una puerta de madera carcomida. El hedor a moho invadió la nariz de Fogón, quien murmuró para sí mismo: Solo será una noche. Mañana las cosas mejorarán. Esto es solo otra prueba.

Sacó diez monedas de oro de su bolsa, sabiendo que era un robo, y entró en la pequeña habitación. Allí había un viejo colchón de paja que parecía a punto de desmoronarse. Se recostó, intentando dormir, pero el frío y las pulgas no tardaron en recordarle lo inhóspito del lugar. Cada mordida, cada ráfaga helada, era un recordatorio de su soledad.

A medianoche, un tenue rayo de luz de luna se filtró por la ventana, iluminando el cuarto con una sutil claridad plateada. Incapaz de dormir, Fogón se levantó y se acercó a la ventana. Contempló la luna con los ojos llenos de lágrimas. Se arrodilló, apretó los puños contra el suelo húmedo y exclamó en un grito ahogado:

—Señor, que todo lo ves y todo lo sabes, ¿por qué me haces esto?

Su voz quebrada resonó en la soledad del cuarto. Golpeó el suelo con impotencia mientras las lágrimas seguían cayendo. —Sé que las personas no me quieren por ser un animal, y los animales no me quieren por ser un zorro. Pero... hubo alguien que sí me quiso una vez. Alguien que guió mis pasos, que entendió mis errores, que me marcó un sendero. Tú, que todo lo sabes, debes entender lo que significa estar completamente solo. Si no me das la fuerza para seguir adelante... entonces al menos déjame reencontrarme con él.

Fogón secó las lágrimas, respiró profundamente y se recostó una vez más, decidido a soportar una noche más. La promesa que llevaba en el corazón era lo único que aún lo mantenía en pie.

A medida que Fogón se adentraba en el refugio de la noche, sus párpados cedieron al peso del agotamiento, y su mente, como un río que fluye hacia lo desconocido, lo condujo a un sueño cargado de magia. El universo, compasivo ante su cansancio, abrió un portal hacia un mundo efímero y fantástico. En este espacio intangible, Fogón se encontró de pie en un prado de flores que resplandecían bajo la luz suave de un sol eterno. La brisa cálida acariciaba su pelaje, y cada flor parecía bailar al compás de un ritmo invisible. Más allá del horizonte, vislumbró una figura que hizo latir su corazón con fuerza.

Sin pensarlo, corrió a través del prado hasta detenerse frente a su viejo amigo, quien llevaba su inseparable sombrero de vaquero, un poncho que le caía con elegancia, y una camisa café que combinaba perfectamente con sus botas de cuero desgastadas por la aventura.

—Artur... ¿eres tú? —murmuró Fogón con una mezcla de incredulidad y alegría.

—Así es, Fogón. ¿Me extrañaste? —respondió el hombre, dejando ver una sonrisa amplia y cálida que iluminaba su rostro.

—No ha pasado un solo día en que no te extrañara, Artur. Pero... si eres tú, eso significa que... —la voz de Fogón se quebró mientras sus orejas se echaban hacia atrás—. ¿Ya estoy muerto?

Artur soltó una carcajada serena, cargada de esa confianza que Fogón había admirado siempre. —No, pequeño amigo. Aún no es tu momento. Pero diez centavos, ¿no me dices que ya te diste por vencido?

—Es que... sin ti, todo se siente demasiado difícil —confesó Fogón mientras bajaba la mirada—. Siempre soñé con ser un gran guerrero, como tú, pero debo admitirlo... me he rendido más veces de las que puedo contar. No soy lo suficientemente fuerte para cumplir la promesa que te hice.

Artur colocó una mano firme sobre su hombro y lo miró con ternura. —Fogón, eso son puras tonterías. No necesito que cumplas ninguna promesa. Quiero que vivas tu vida y, si decides convertirte en un guerrero, que sea porque tú lo deseas, no porque yo lo espero. Pero déjame decirte algo: hay cosas más valiosas e importantes que el poder. Algo que yo no entendí a tiempo, y cuando lo hice, ya era demasiado tarde.

Los ojos de Fogón se abrieron llenos de curiosidad. — ¿Qué era eso que realmente necesitabas?

Artur negó con la cabeza, su sonrisa tornándose melancólica. —Eso, querido amigo, tendrás que descubrirlo por tu cuenta. Confío en que lo harás. Hasta la próxima, Fogón. Y recuerda, si pones todo de ti, lograrás alcanzar lo que deseas. No por nada te dejé mi pañuelo de la gloria; que te sirva como recordatorio de que eres digno de portarla. —Con una última sonrisa, Artur desapareció en un destello dorado, dejando el prado en silencio.

Al despertar, la claridad del día lo sacó del hechizo de su sueño. Siéntase sobre el incómodo colchón de paja y observe la bandana verde en su cuello. Las palabras de Artur resonaban en su mente: ¿Qué podría ser más importante que el poder? Con esta pregunta guiándolo, Fogón se dirigió al pueblo decidido a encontrar respuestas. Su primer destino fue un mesón para desayunar algo y, con suerte, encontrar información sobre las piedras Seiseki.

Cuando entraron al lugar, las miradas de los comensales lo atravesaron como cuchillos. Se acercó al mesonero, respiró hondo y preguntó con voz firme: —Señor, ¿puedo...?

Pero la respuesta no tardó en llegar, cortándolo de inmediato: —No, no puedes —dijo el mesonero con desprecio, cruzando los brazos frente al mostrador.

—Pe-pero ni siquiera sabe lo que iba a decir... —insistió Fogón, pero el hombre lo interrumpió una vez más.

—No me interesa. No puedes hacer nada aquí, así que mejor márchate.

Fogón sintió cómo la frustración se arremolinaba en su pecho. Cerró los ojos un instante, inhaló profundamente y, sin rendirse, se giró hacia el resto del público.

—Mi nombre es... —comenzó con determinación.

Pero antes de que pudiera continuar, las puertas del mesón se abrieron de golpe, interrumpiéndolo. Todos los presentes giraron la cabeza hacia la entrada. Una silueta imponente llenaba el marco de la puerta. Era un hombre barbudo, de casi dos metros de altura, vestido con el uniforme de los guardias reales. Su armadura de plata, aunque brillante, estaba teñida de manchas carmesí. Cojeaba visiblemente, y con la otra mano presionaba su costado, intentando detener el flujo de sangre que empapaba su camisa.

El guardia avanzó con dificultad por la sala, cada paso resonando en el silencio tenso. Su rostro, endurecido por la batalla, estaba marcado con rastros de dolor y agotamiento. Al llegar al centro del mesón, sus rodillas cedieron, y con un sonido seco, se desplomó sobre el suelo de madera.

La taberna entera quedó enmudecida. Nadie se interrumpió ni habló, como si el tiempo se hubiera detenido.

Las personas se agolparon alrededor del hombre herido, sus rostros reflejando asombro y preocupación. El mesonero, con voz firme, apartó a la multitud: —¡Necesitamos a un médico! ¿Alguien aquí es médico?

Un anciano de lentes redondos y mostacho grisáceo emergió entre la multitud, cargando un maletín de cuero desgastado. —Yo soy médico. Apártense, por favor, necesito espacio —ordenó con autoridad.

El hombre herido, tendido en el suelo, tomó la mano del médico con un agarre débil pero desesperado. Sus ojos, llenos de lágrimas, buscaron los del anciano mientras hablaba con una voz entrecortada: —Nuestro Rey, Leonardo Rodríguez III, me recomendó la misión de encontrar una de las legendarias piedras Seiseki. Al principio aceptado, ignorante de las oscuras intenciones del rey y del inmenso poder que estas piedras poseen. Pero no hace mucho descubrí su verdadero propósito... y la abominable maquinación que se trama en los palacios del reino. —El hombre hizo una pausa, jadeando, mientras las lágrimas corrían por su rostro—. Ante esta revelación, decidí rebelarme y huir, dispuesto a todo para impedir que este siniestro plan se lleve a cabo. Pero mi traición no pasó desapercibida. El rey envió a sus hombres más temibles tras de mí. Apenas logré escapar, pero mis fuerzas... están menguando.

La multitud escuchaba en silencio, cada palabra del soldado resonando como un eco en la sala. —No puedo permitir que encuentren la gema. Este mapa... —continuó, sacando un pergamino arrugado de su armadura—. Es la única esperanza para que la piedra Seiseki no caiga en las manos equivocadas. Les suplico, con lo que me queda de aliento, que alguien con un corazón valiente tome custodia de este mapa. Es un sacrificio que puede cambiar el destino de todo nuestro reino...

Fogón, con el corazón latiendo con fuerza, supo que esta era la oportunidad que había estado esperando. De un salto ágil, llegó hasta el hombre agonizante y, con voz firme, exclamó: —Señor, mi nombre es Fogón el Zorro, y sería un honor evitar que el mapa caiga en malas manos.

El soldado alzó la vista hacia el pequeño zorro, sus ojos llenos de una mezcla de incredulidad y esperanza. Extendió su mano temblorosa. —Tómame la mano... pequeño... —Fogón obedeció, tomando su mano con delicadeza.

—Esto es más que un deber. Es un sacrificio. No solo los hombres del rey te buscarán; también mercenarios y lunáticos con sede de poder. Si te encuentran, te matarán sin dudarlo. ¿Estás dispuesto a morir? —preguntó el soldado, su voz apenas un susurro.

Fogón, con una mirada decidida, respondió sin titubear: —Sí, estoy dispuesto a morir.

El hombre se inclina débilmente, sacando el pergamino de su armadura y entregándoselo. —Este es el mapa... cuídalo. El peso de mi espíritu... ahora recae en tus... manos... —Con esas palabras, el soldado exhaló su último aliento. Fogón cerró sus ojos con cuidado, mientras el silencio llenaba la sala.

—Oye, sarnoso, si aprecias tu vida, deberías destruir ese mapa. No sabes las consecuencias que traerá conservarlo —dijo un aldeano, rompiendo el silencio.

—El poder de esas gemas es más una maldición que una dicha. Te llevará a la muerte o peor. Destrúyelo de inmediato —añadió otro.

Pronto, la multitud comenzó a murmurar, intentando convencer a Fogón de deshacerse del mapa. Pero el pequeño zorro, con un rugido inesperado, los hizo callar: —¡SILENCIO! —gritó, con un fuego ardiente en sus ojos—. ¡Esto es increíble! ¿No te amo? Hoy es el día que tanto esperaba. Agradezco su preocupación, pero no necesito su compasión. —Con una determinación feroz, subió al mesón y declaró:— Hace un momento, nadie quiso escucharme, pero ahora, con este mapa, todos me oirán. Mi nombre es Fogón, el Zorro, y voy a convertirme en miembro de la Guardia Divina.

El ambiente se tornó opresivo, cargado de expectación. Desde el fondo del mesón, resonaron unas risas siniestras, provenientes de figuras ocultas en las sombras. Fogón salió del lugar con la frente en alto, su corazón latiendo con fuerza. Pronto formaré parte de la Guardia Divina y cumpliré mi promesa, pensó mientras caminaba por las serpenteantes calles del pueblo.

Mientras paseaba, sus ojos no se despegaban del mapa que sostenía entre sus manos. Era un objeto fascinante, con trazos meticulosos y detalles intrincados. Pero algo lo inquietaba: el mapa estaba escrito en un idioma que jamás había visto. Con una mezcla de emoción y preocupación, decidió dirigirse a la biblioteca, con la esperanza de encontrar un diccionario que lo ayudara.

La lluvia comenzó a caer suavemente, envolviendo al pueblo en una atmósfera melancólica. Al llegar a la biblioteca, Fogón entró con cautela, ocultando el mapa en su saco. Una voz anciana lo recibió desde las sombras: —Tú debes ser Fogón, el zorro, ¿no? Acércate, pequeño. Tu camino será próspero. ¿Quieres que te cuente sobre tu destino, cachorro?

Fogón, desconcertado, se acercó lentamente. —Usted... ¿puede ver el futuro?

—Así es, muchacho. Mis ojos ya no ven el presente, pero pueden ver el mañana. Toma asiento y dame tu mano. Te diré todo lo que necesitas saber —susurró la anciana, extendiendo su mano arrugada.

Fogón, curioso, tomó su mano. —Mmm... veo un mapa... y un viaje largo y peligroso. Pero superarás todos los desafíos hasta alcanzar tu objetivo.

—Gracias, señora. Necesitaba oír eso.

La anciana se sonorizó, pero su expresión se tornó siniestra. —Nada es gratis, hijo. Ese mapa está de más. Dámelo como pago.

—No puedo. Se me confió y no puedo entregarlo.

La anciana gruñó, su figura transformándose en algo monstruoso. —¡Entonces serás mi esclavo eterno! —gritó, la bruja extendiendo su brazo y recitó un conjuro: "Llamas ardientes, en mi mano nacen, vuela y ataca, ¡que a todos abracen!" lanzando una bola de fuego que rozó a Fogón. Aprovechando la explosión, el zorro escapó por un hueco en la pared, su corazón latiendo con fuerza. No puedo dejar que me quite el mapa, pensó mientras corría bajo la lluvia.

El aire se llenó de un rugido ensordecedor cuando una segunda bola de fuego impactó contra el suelo adoquinado. El estallido resonó como el grito de mil truenos desencadenados al unísono, y fragmentos de libros y papel se elevaron en una tormenta caótica, danzando entre humo y ceniza. Cada rincón de la biblioteca temblaba ante el impacto, mientras un calor sofocante se expandía como una ola implacable.

—¡No escaparás de mí, querido amigo, zorro! —exclamó la bruja, su voz chirriante reverberando con una malevolencia que erizaba la piel. Su rostro, deformado por una mueca perversa, parecía más una máscara de pesadilla que una cara humana. Extendió su brazo, recitando con fiereza: "Piedra viva, a mi voz atiende, de la tierra surge y ataca sin miente".

La tierra debajo de Fogón comenzó a vibrar con un rugido profundo y creciente. El suelo se desgarró con un crujido ensordecedor, y de sus entrañas surgió una colosal criatura de barro, animada por magia oscura. Sus ojos, rojos como brasas ardientes, brillaban con una furia inhumana. La bestia, imponente y despiadada, dejó escapar un gruñido gutural que parecía capaz de helar el alma de cualquiera que lo escuchara.

Fogón, paralizado por el miedo, tambaleó hacia atrás hasta caer al suelo. Sus patas temblaban, incapaces de responder, mientras observaba con horror el ascenso del gólem. El monstruo, cada paso suyo un terremoto que sacudió los cimientos de la biblioteca, fijó su mirada ardiente en el pequeño zorro. Los aldeanos que habían quedado cerca, aún incrédulos de los eventos, gritaron aterrados y huyeron en desbandada, dejando atrás un caos de escombros y miedo.

No puedo moverme... ¿Es este mi fin? Los pensamientos de Fogón se atropellaban en su mente mientras el gólem se acercaba, su inmenso cuerpo proyectando una sombra que parecía tragarse al zorro por completo. Pensaba que llegaría un poco más lejos...

El gólem, ahora frente a Fogón, alzó su gigantesco puño, un arma masiva formada por tierra endurecida y magia negra, cargada con una fuerza destructiva que parecía imparable. El zorro cerró los ojos, su corazón golpeando con fuerza una última vez mientras susurraba en silencio: Lo siento, Artur. No pude cumplir mi promesa... Espero que, si me lo permites, nos encontremos en la próxima vida.

El puño de la criatura descendió con una velocidad brutal, como una sentencia ineludible. Pero justo cuando parecía que todo estaba perdido, un destello cegador de luz dorada atravesó el aire, iluminando el rostro de Fogón y manteniendo el avance del gólem en el último instante. Una onda de energía envolvió la sala, silenciando incluso a la bruja, quien dejó escapar un grito de frustración.

De repente, el tiempo se congeló por un segundo. Era como si una luz lo llamara del más allá, una luz tan brillante que sus ojos no la podían ver. Por un breve instante, Fogón sintió una paz profunda. Pero entonces reaccionó: esa luz no provenía del más allá, sino de la espada del guerrero más poderosa que Fogón había visto jamás. Con un solo corte cargado de luz, el guerrero partió a la temible bestia por la mitad.

— ¿Quién osa interponerse en mi camino? —dijo la bruja, visiblemente enfadada.

—Mi nombre es Bleid Brightlight y no he venido a matarte, bruja. Has destruido un establecimiento público y arrasado con cerca de diez años de información transcrita. Pero no te preocupes, solo han sido daños materiales. Paga la deuda que tienes y ríndete, y no te haré daño —dijo el valiente espadachín de cabello blanco y ojos celestes como el cielo, mientras apuntaba su brillante espada hacia la bruja.

— ¿Derrotarme? ¡JAJAJA! Ni siquiera me llegas a los tobillos, joven. Te contaré un secreto: desprecio profundamente a los niños maleducados —dijo la bruja, estirando su brazo y conjurando—: "Sombra y polvo, noche fría, cruza el velo, vuelve al día. Por mi voz yo te reclamo, desde el polvo, ¡yo te llamo!"

Con estas palabras, la tierra comenzó a temblar nuevamente. Guerreros de épocas antiguas, ahora convertidos en cadáveres vivientes, surgieron con una magia oscura y un deseo insaciable de carne. Los monstruos se quedaron quietos, esperando la orden de su ama para lanzarse a almorzar.

—JIJIJI, ahora yo será bondadosa contigo. Lárgate y no vuelvas, o mis queridos esbirros te devorarán hasta estar satisfechos, y te convertirás en otro más de mi colección.

Hubo un silencio prolongado, donde las miradas del espadachín y la bruja se enfrentaron como en una batalla de voluntades. El primer parpadeo sería la derrota. Incluso Fogón, paralizado por el miedo, se quedó inmóvil, como si su instinto de supervivencia le dictara que no moverse era la mejor opción para no ser visto. El pueblo entero observaba con temor y asombro la increíble escena que se desarrollaba ante sus ojos.

La tensión en el aire era palpable, y cada segundo se alargaba como una eternidad. La bruja, con una sonrisa maliciosa, disfrutaba del poder que ejercía sobre todos los presentes. El espadachín sabía que cualquier movimiento en falso podría sellar su destino y el de los aldeanos.

—Ja... Jaja... JAJJAJA —comenzó a reír el espadachín cada vez más alto.

— ¿Te estás burlando de mí? ¡Insolente! —dijo la bruja muy enojada, con ojos que destellaban como llamas ardientes.

—Discúlpame, la verdad esperaba que te negaras a cooperar. Si te puedo contar un secreto yo también, odio desmedidamente a los monstruos como tú.

—¡Ataquén! ¡Coméselo vivo! —dijo la bruja con una sonrisa retorcida mientras los muertos rugían con hambre y deseo. En sus ojos brillaba una luz maligna, sedienta de sangre.

Los muertos corrieron hacia Bleid gruñendo y gritando como animales salvajes, decididos a seguir el mandato de su ama. Bleid levantó la espada hasta detrás de su hombro y con una tierna voz susurró:

—Descansen en paz, queridos colegas... Al menos eso merecen por su sacrificio...

Una luz destellante comenzó a emanar de la espada del héroe, iluminando la oscuridad con un resplandor casi celestial. De un solo golpe, rebanó a todo el ejército a la mitad. Pero antes de que la luz cesara, Bleid se lanzó con su espada hacia la bruja, atravesándola por completo.

—Tú... ¿Cómo...? —La bruja apenas podía hablar, la sangre brotaba por su boca y sus ojos se volteaban hacia atrás, perdiendo su brillo infernal.

—Debo agradecer a mi espada, es la más afilada del reino y... creo que va con mis ojos, ¿no te parece? —le susurró a la bruja con un gesto egocéntrico.

—Mal... di... to... —exhaló la bruja con su último aliento, antes de desintegrarse en un destello cegador que se disipó en polvo de estrellas.

Fogón estaba inmóvil, deslumbrado por lo que acababa de presenciar. Sus pensamientos se agolpaban en su mente: "¿Acaso he muerto? ¿Ese de ahí... es un ángel?" La figura que se acercaba irradiaba una presencia imponente. Su espada, ahora envainada, había brillado como si portara la mismísima luz divina. Cada paso del guerrero hacia Fogón retumbaba en su mente, despertando más dudas que certezas.

—Tú debes ser Fogón, ¿verdad? —dijo el hombre con una voz firme, pero no carente de calidez—. Me hablaron de ti en la taberna. Sabía que era cuestión de tiempo antes de que te metieras en un buen lío. Por cierto, mi nombre es Bleid Brightlight, maestro en el arte de cazar monstruos.

Al terminar de hablar, Bleid extendió su mano hacia Fogón para ayudarle a levantarse. Sin embargo, este seguía paralizado por el asombro, aún procesando todo lo sucedido.

—Q-que tú... ¿me salvaste? —balbuceó Fogón desde el suelo, con la voz temblorosa.

—Por supuesto. Es mi deber. No podía permitir que esa criatura abominable te convirtiera en su esclavo. A nadie le gustaría acabar en una situación tan... lamentable. —Bleid agitó la mano con una mezcla de paciencia y autoridad, esperando una reacción.

Avergonzado, Fogón se levantó de un salto, inclinándose profundamente en señal de gratitud.

—¡M-muchísimas gracias, señor! No sé cómo podría pagarle...

—No tienes que pagarme nada —respondió Bleid con una sonrisa tranquila—. A todos nos puede tomar por sorpresa un monstruo como ese. Aunque debo decir... te ves demasiado flaco. ¿Qué te parece si me acompañas a almorzar?

La confusión de Fogón duró apenas unos segundos. Su estómago vacío rugió en respuesta a la propuesta, y sin mucho más que agregar, avanzando tímidamente. Las lágrimas que hasta ese momento había contenido comenzaron a brotar. No eran solo de miedo, sino también de alivio.

—No llores —dijo Bleid mientras le daba una palmada en el hombro—. Has sido valiente. Sécate esas lágrimas y prepárate. No quiero que te separes de mi lado.

Confundido, Fogón secó el rostro apresuradamente antes de preguntar: —¿Prepararme para qué?

Antes de que Bleid pudiera responder, una multitud de aldeanos emergió por las calles, coreando el nombre del guerrero y llenando el ambiente con una mezcla de alegría y gratitud.

—¡Bleid Brightlight nos ha salvado! —gritaban mientras rodeaban al espadachín ya Fogón.

—No os preocuparéis, mis amigos. La bruja ha pagado por sus crímenes —anunció Bleid con serenidad, sujetando a Fogón con fuerza para mantenerlo cerca.

Un anciano del grupo avanzó con expresión preocupada. —Señor, le estamos eternamente agradecidos, pero la biblioteca ha quedado destruida... ¿Qué vamos a hacer ahora?

—La biblioteca será reconstruida —declaró Bleid con convicción, levantando su mano para calmar los murmullos—. Yo mismo colocaré cada ladrillo si es necesario. Es una promesa.

Los aldeanos estallaron en vítores y expresiones de admiración: "¡Es usted un hombre extraordinario!", "Dios lo bendiga, buen señor", entre otros halagos. Mientras caminaban por el pueblo, la multitud seguía al guerrero, como si su sola presencia fuera un faro de esperanza.

Más tarde, la tensión que había dominado el aire finalmente se disipó. Bleid llevó a Fogón a una taberna del pueblo, un lugar sorprendentemente acogedor y con detalles que, aunque modestos para cualquier viajero experimentado, a los ojos de Fogón eran de una elegancia incomparable. Las lámparas de aceite bañaban las paredes de madera en una cálida luz anaranjada, y el olor de los asados ​​llenaba el ambiente.

Fogón aún no comprendía de todo lo que había sucedido, pero el hambre era un enemigo más fuerte que sus dudas. En apenas media hora devoró tres platos de asado de trufarios, jabalíes mágicos cuya carne estaba recubierta de jugosas setas y trufas comestibles. Su cara resplandecía de satisfacción cuando al fin se dirigió a Bleid con una mezcla de curiosidad y gratitud:

—Disculpe... No quiero ser malagradecido, pero... ¿por qué es tan bueno conmigo?

Bleid tomó un largo sorbo de su cerveza, dejando que la espuma le rozara el bigote antes de responder con esa voz grave que parecía impregnar el aire de autoridad:

—Esta mañana recibí el informe de un soldado muerto. No es algo raro en mi trabajo, pero siempre me aseguro de que tengan un funeral digno. —Hizo una pausa, dejando que sus palabras pesaran antes de continuar—. Sin embargo, cuando llegué, los aldeanos no paraban de hablar de ti. Dijeron que un zorro muy tonto había traído consigo un mapa hacia una de las piedras legendarias... y que, sin saberlo, estaba a punto de traer grandes problemas al pueblo. —Una carcajada resonó en la sala cuando Bleid tomó otro sorbo, lleno de diversión.

—Supongo que tenían razón... Solo soy un zorro tonto —murmuró Fogón, bajando la mirada con tristeza.

Bleid dejó su cerveza con un golpe seco sobre la mesa, atrayendo nuevamente la atención del joven. —Puede que seas un poco imprudente —admitió con sinceridad—, pero también me dijeron que buscas unirte a la mítica Guardia Divina. —La pausa fue breve, pero lo suficiente para que el guerrero no pudiera contener un estallido de risa. Con lágrimas en los ojos añadió: —¡JAJAJA! ¿En serio? ¡Exactamente esa misma "tonta razón" es la que me convirtió en un héroe!

Los ojos de Fogón se iluminaron, y su rostro, que hacía un instante reflejaba duda, ahora mostraba una sonrisa tan grande que casi dolía. Por primera vez en mucho tiempo, el joven sintió que había alguien que lo entendía.

Al caer la noche, Bleid no dudó en reservar una habitación en una posada limpia y cuidada. Como héroe del pueblo, nadie cuestionó que llevara a Fogón consigo. El pequeño zorro, que había comido más de lo que su cuerpo podía soportar, se quedó profundamente dormido antes de cruzar el umbral.

—Fogón, ¿eh? —murmuró Bleid mientras lo cargaba con cuidado por las escaleras y lo acostaba sobre una cama mullida—. Quién diría que un zorro como tú tendrías el coraje de soñar tan alto. —El guerrero se quedó unos momentos de pie junto a la cama, observándolo con una mezcla de respeto y lástima. Luego se apoyó contra la puerta, sus pensamientos sombríos regresaron a su mente.

Puedo sentir la luz que emana de ti, pero es débil... reflexionó, cruzando los brazos. No sobrevivirás mucho si decides seguir el sendero que ese mapa propone. Han sido demasiados los que te han tratado mal, como para que yo te lo arrebate sin piedad. Pero si no logro convencerte de renunciar por las buenas... entonces tendré que quitártelo por las malas.

Con un suspiro cargado de resolución, Bleid sopló la vela que iluminaba la habitación, dejando que la luz de la luna bañara las paredes y acentuara las cartas sobre el escritorio. El sello del Rey brillaba tenuemente bajo el brillo plateado, una promesa de que las complicaciones apenas estaban comenzando.