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El ascendente de... [Spanish/Español]

Ahruxan
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Synopsis
El Sistema definía el destino del mundo. Para los afortunados, era la clave del poder. Para los desafortunados, una sentencia de muerte. Kiyen nació sin un Sistema, sin oportunidades, sin futuro. Para salvar a su madre, se arroja a las minas, el lugar donde los débiles desaparecen. Pero cuando su instinto de supervivencia lo empuja más allá de sus límites, ocurre algo imposible.
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Chapter 1 - Kiyen

[000] REINICIO DEL SISTEMA[001] ESTADO: HISTORIAL ELIMINADO - TODAS LAS CATEGORÍAS Y NIVELES ANTERIORES HAN SIDO BORRADOS[002] CALIBRACIÓN: EMERGENCIA[003] ALERTA[004] ALERTA[005] REINICIO DETENIDO[006] ALERTA[007] REINICIO BLOQUEADO[008] ALERTA[009] SISTEMA BLOQUEADO[010] ...

***

Desde la llegada del Sistema, el destino de cada persona estaba escrito. Algunos nacían con ventajas, otros con cadenas.

La vida es dura para quienes no son favorecidos. Pero, ¿qué significa ser favorecido?¿Tener dinero? ¿Estatus? Claro. Pero para conseguirlo, primero debes ser reconocido en el mundo, y la única forma de lograrlo es a través de un Sistema. Solo unos pocos elegidos, aquellos nacidos en familias importantes, tienen derecho a acceder a un Sistema que les permite subir de nivel, aumentar su estatus e incluso trascender.

Para nosotros, solo existe la miseria…

—Kiyen, ¿estás seguro de que quieres ir a las minas? Solo tienes catorce años.

La voz de su madre era ronca y cansada, reflejando días de lucha contra la fiebre. En esta época del año, el frío arreciaba y el vapor corrupto de las alcantarillas se filtraba en las casas, enfermando a los más débiles de los débiles.

En esta ciudad despiadada, llegar a los cuarenta años era una rareza.

—¿Y qué otra opción tengo para ganar dinero? La plaga arrasó con la cosecha, así que deja de quejarte. Gracias a mí, comes.

—Insolente. Debería haberte abortado.

—Me habrías hecho un favor.

Su madre soltó una tos violenta, pero luego le dedicó una sonrisa burlona.

—Más te vale no morir.

Kiyen agitó la mano con desdén, como si la preocupación de su madre fuera innecesaria. Las minas eran solo otro trabajo, nada que no pudiera manejar. O al menos, eso quería creer.

Pero en cuanto salió de su casa, sintió cómo sus piernas temblaban y sus manos sudaban. Tenía miedo; era la primera vez que enfrentaría a los seres del abismo.

¿Pero acaso tenía otra opción?

Con dinero podrían comer, con dinero podrían pagar el alquiler, y con dinero...

—Puedo salvarla.

Dio unos pasos hacia adelante y su estómago gruñó. Pasar hambre se había vuelto parte de su día a día.

Ya ni siquiera quedaban ratas para cazar. Miró a su alrededor, esperando encontrar algo de suerte, pero tuvo que moverse rápido cuando un sonido viscoso perforó el aire.

¡Splat!

Una masa espesa y burbujeante cayó a escasos centímetros de él.

Excremento.

Observó la mierda con amargura. Hasta la mierda de los ricos era diferente.

—Ojalá tuviera suficiente comida en el estómago para cagar así.

Kiyen se frotó el vientre. Si alguna vez lo había tenido hinchado, había sido por los parásitos. Ahora, ni siquiera eso le quedaba.

Siguió caminando. Su hogar era un agujero, como tantos otros, excavado en la base de la gran montaña rodeada por un enorme vertedero.

Levantó la vista y se arrepintió al instante. Apenas un débil resplandor de luz solar lograba filtrarse entre las enormes masas de piedra que ocultaban el cielo. Los nobles vivían allá arriba, en majestuosas casas alrededor de la gran torre que se erguía en la cima. Todos ellos tenían Sistemas. Todos podían subir de nivel, volverse más fuertes y adquirir habilidades asombrosas.

Su basura caía aquí.

Kiyen se agachó y hurgó entre los escombros. A veces se encontraban cosas útiles, aunque la última solo había sido mierda (literalmente).

Recoger chatarra estaba patentado, y quien fuera atrapado hurgando en ella pagaba el precio con una paliza, pero hoy no hubo necesidad de huir de nadie: no encontró nada.

Resignado, se encogió de hombros. En su vida, solo había tenido suerte dos veces.

La primera, cuando encontró un juguete: un caballo de cuerda. Fue su tesoro de la infancia, hasta que tuvo que venderlo para alimentar a su madre.

La segunda, cuando halló las dagas que ahora escondía en sus piernas: hojas rojas, imbuidas con maná. Nunca las había usado. Pensó en venderlas, pero ahora que iba a las minas, las necesitaría más que nunca.

Las minas eran un lugar letal y, por esa misma razón, la única forma de conseguir dinero rápido.

—Supongo que tenía que pasar tarde o temprano.

Generalmente, solo las personas mayores de quince años trabajaban allí. Pero cada año la situación empeoraba. No era raro empezar antes de tiempo.

Mientras caminaba, rodeado de basura, le costaba creer que alguna vez el mundo había sido diferente...

—Desde la llegada del Sistema —le dijo su primer maestro de robo años atrás—, todas las personas pudieron obtener poderes asombrosos. La magia y la tecnología se fusionaron, creando un mundo de ensueño. Al principio, todo era prosperidad e igualdad. Pero un día, el Sistema alcanzó un límite. Como si se hubiera saturado, cada vez más personas nacieron sin acceso a él. Las grandes familias encontraron una solución: compraron los Sistemas sobrantes de los muertos. Al principio, se vendían baratos, pero pronto el acceso fue monopolizado. Lo que una vez fue un derecho, se convirtió en un lujo. Las diferencias de clase se hicieron evidentes y los conflictos escalaron hasta convertirse en guerras. Tras siglos de luchas, todo se estabilizó. Los privilegiados en la cima. La escoria abajo. Injusto, pero simple.

En aquel entonces, a Kiyen no le importaba. Ahora, tampoco. Saber cómo funcionaba el mundo no lo alimentaría.

Lo que importaba era el día a día. Y hoy, su realidad era clara: el trabajo de categoría C ya no era suficiente.

Para aquellos que vivían sin un Sistema en el nivel más bajo de este mundo, los trabajos se organizaban en tres categorías:

Categoría C: Sobrevivir con lo mínimo.

Aquí se agrupaban los trabajos menos riesgosos, aquellos que permitían sobrevivir día a día, aunque apenas aseguraban una comida diaria.

Recolección y Subsistencia: Consistía en recolectar alimento durante las pocas estaciones en las que la vegetación mostraba un atisbo de benevolencia y los animales aún ofrecían sustento.

Protección de Cultivos: Consistía en combatir pequeñas criaturas corruptas que atacaban las cosechas. Eran torpes y predecibles, pero cuando se multiplicaban en exceso, se convertían en una plaga.

Una plaga que este año no pudo evitarse. Por eso, Kiyen ya no podía tomar ningún trabajo en esta categoría.

Negocios Familiares: Algunas familias aún conservaban patentes otorgadas en tiempos de prosperidad, lo que les permitía monopolizar ciertos oficios. Los recolectores de basura, por ejemplo, tenían la patente exclusiva para la recolección y reciclaje de desechos, lo que significaba que nadie fuera de su linaje podía desempeñar ese trabajo.

A diferencia de los Sistemas, las patentes solo podían heredarse por sangre. Esto llevó a que muchas se perdieran tras la muerte de sus herederos a manos de bandas rivales que buscaban monopolizar el negocio. También se dieron casos en los que los descendientes eran secuestrados para asegurar la patente en otro bando.

Al final, más que comerciantes, eran un nido de mafiosos.

Por supuesto, Kiyen no provenía de una familia con tal posición, por lo que esta opción también estaba fuera de su alcance.

Categoría B: Riesgo y fortuna

Aquí se encontraban los trabajos más peligrosos, como la minería. La posibilidad de una gran fortuna se enfrentaba al riesgo letal de peligros impredecibles: gases tóxicos que podían causar asfixia o criaturas místicas del abismo.

Recompensa: Se podía ganar hasta tres veces más que en un trabajo de categoría C, aunque la incertidumbre de ver el amanecer al día siguiente era una constante.

Categoría A: Servidumbre

La cúspide de la clasificación para aquellos que no poseían un Sistema. Esta categoría implicaba un pacto inquebrantable: servidumbre total a un noble. Era la única forma de escapar de la miseria a cambio de entregar el alma y la voluntad a un amo.

Recompensa: Vivir fuera de este mundo cruel, pero con la eterna incertidumbre de los caprichos del amo.

Y eso era todo. No había otras opciones oficiales.

Las demás consistían en actividades ilícitas: robo, contrabando o prostitución.

Como todos, Kiyen quería evitar la servidumbre a toda costa. Amaba su libertad; era lo único que realmente le pertenecía. Y, por supuesto, la vida era aún más corta para quienes elegían el camino del crimen, aunque no lo descartaba por completo. Después de todo, más de una vez intentaron reclutarlo. Los niños eran rápidos y ágiles para robar, y él, en particular, tenía una habilidad innata para el Sigilo.

Pero Kiyen había tomado una decisión. Probaría suerte en las minas.

De alguna forma, aunque significara arriesgar su vida, al menos seguiría siendo libre.

***

Salió del vertedero y entró en aquellas calles mal pavimentadas, cubiertas de tierra, estiércol y… cadáveres.

El hedor a carne podrida se intensificó de inmediato.

—Cada vez hay más.

A unos metros, vio la silueta de un cuerpo inerte, delgado hasta los huesos, con los ojos hundidos en sus cuencas. A su alrededor, como ratas sobre un cadáver, un grupo de carroñeros —así llamaban a los que robaban cuerpos— hurgaba entre sus escasas pertenencias con dedos huesudos y sucios.

Otro rebuscaba en sus bolsillos.

El último, con una sonrisa desdentada, sostenía un cuchillo y jugueteaba con la piel, listo para abrirlo en busca de algo escondido en su interior.

Instintivamente, Kiyen llevó la mano a las dagas ocultas en su pantalón.

Uno de los carroñeros alzó la vista y lo vio. Lo observó por un segundo, evaluándolo. Kiyen lo ignoró y siguió avanzando.

—Oye, niño —gruñó el hombre.

Kiyen no se detuvo.

—¡Te estoy hablando, maldito mocoso!

El carroñero dejó de revisar el cadáver y se acercó con pasos rápidos. Sus ropas andrajosas y el cuchillo oxidado en su mano le daban un aire de desesperación que Kiyen conocía demasiado bien.

Kiyen inclinó la cabeza apenas unos milímetros y dejó que el cuchillo pasara, sintiendo cómo el aire se cortaba justo frente a su nariz.

El primer tajo del hombre fue torpe, un intento fallido de intimidarlo.

Demasiado lento.

Antes de que el hombre pudiera reaccionar, Kiyen ya estaba en su rango. Sus pies apenas hicieron ruido sobre el suelo polvoriento mientras giraba sobre su eje, descendía y deslizaba su daga en un solo y preciso movimiento.

La hoja rasgó piel y carne con un sonido húmedo y desagradable.

—¡AAAAAAAAAAAAH!

El carroñero cayó al suelo al instante al sentir sus tendones desgarrarse.

Ya no podría perseguirlo, y el resto de los carroñeros tampoco se atrevería a intentarlo.

Por alguna razón, Kiyen sintió una extraña vibración en su mano y el brillo de la hoja se intensificó levemente. Pero fue tan breve que debió haber sido su imaginación.

El hombre en el suelo respiraba con dificultad, temblando de dolor, sin atreverse a levantar la cabeza.

Con un movimiento rápido, Kiyen limpió la sangre de su daga en la ropa del hombre y siguió su camino.

Sin mirar atrás, aceleró el paso. Se deslizó por los callejones que conocía como la palma de su mano, esquivando las miradas hambrientas que lo acechaban desde la penumbra.

Poco a poco, dejó atrás los endebles edificios de lo que alguna vez fue una ciudad próspera.

Finalmente, al salir de los últimos pasajes, se encontró frente a los prados marchitos donde alguna vez trabajó como recolector. Y más adelante, imponente y oscuro, se alzaba el gran túnel: la entrada para aquellos que comenzaban su labor en las minas.