Eran las 6:00 AM, y el sol apenas empezaba a asomarse por la ventana, iluminando tenuemente mi habitación. Mi cabeza latía con fuerza, aún sentía el mareo de la fiesta de anoche. Maldita resaca. Intenté moverme, pero el cuerpo me pesaba como si siguiera flotando en alcohol.
Llevaba puesto un babydoll transparente, con finos detalles en los bordes y tirantes delgados que apenas se sostenían en mis hombros. Debajo, solo un hilo dental a juego, dejando mis piernas al descubierto. Era lo que solía usar para dormir, pero en ese momento me hacía sentir demasiado expuesta.
Quisiera despertar algún día por el canto de los gallos o con la alarma de mi celular. Pero no. Siempre tenía que ser él.
Gato.
Uno de los tantos sicarios que trabajaban para mi padre, Julio Gaspar Cárdenas, un poderoso narcotraficante al que todos conocían como El Fantasma. Y bien merecido tenía el apodo, porque desde que llegamos de Colombia, papá siguió traficando en Estados Unidos sin que los gringos siquiera sospecharan que existía.
Gato tenía órdenes directas de vivir en mi apartamento y pegarse a mí como un chicle. Iba donde yo fuera. Vigilaba cada uno de mis movimientos. Y esa mañana no fue la excepción.
El ruido de la puerta abriéndose sin aviso me sacó del letargo. Apenas abrí los ojos y ahí estaba, parado junto a la cama, sosteniendo un celular en sus manos.
Gato era un hombre de 35 años, de piel negra, calvo, ojos cafés, con una pequeña barba negra tipo chivita. Alto, de cuerpo musculoso, con brazos fuertes de tanto alzar pesas. Su expresión siempre era seria, con una mirada fría e impenetrable.
Vestía una chaqueta negra de cuero, pantalón blanco, zapatos cafés, un collar de oro y un reloj del mismo color en su muñeca derecha.
Sentí un escalofrío y, en un acto reflejo, me cubrí el pecho con los brazos, tratando de ocultar la poca tela que me vestía.
—Buenos días, señorita Marina —dijo con su tono seco de siempre.
—¡¿Qué carajos te pasa?! —solté, furiosa—. ¿Te cuesta mucho tocar antes de entrar? ¡Respeta mi privacidad!
Gato ni se inmutó. Solo levantó el celular y lo acercó.
—Qué pena, señorita. El patrón la necesita.
Respiré hondo y tomé el celular de sus manos con fastidio. Gato se retiró sin decir más, cerrando la puerta tras de él.
Volteé la pantalla y ahí estaba mi padre,
a diferencia de otros narcos que se rodeaban de lujos exagerados, mi padre vestía sencillo: una camisa amarilla clara, pantaloneta café, una pañoleta roja en el cuello y zapatillas negras. Parecía cualquier tipo normal de 42 años, piel trigueña, ojos negros, cabello corto. Pero no lo era.
—¿Todavía durmiendo? —soltó con su tono autoritario—. Deberías estar despierta desde las cinco. Se supone que entras a la universidad a las seis.
Bufé con fastidio.
—Es domingo, papá. Si tanto te molesta que duerma hasta tarde, simplemente no me llames y te ahorras el mal rato.
Él chasqueó la lengua y frunció el ceño al notar mi ropa.
—¿Y esa facha? Así se visten las putas. ¿No te da pena con Gato?
Mi paciencia se rompió en un segundo.
—Me visto así porque estoy en la privacidad de mi habitación. Que Gato invada mi espacio por tus órdenes ya es otra cosa.
La conversación escaló como siempre. Papá soltó su comentario de siempre sobre mi temperamento, comparándome con mi madre. Yo respondí como siempre, exigiendo que la respetara. Él, como siempre, se hartó y decidió cortar la discusión.
—No quiero pelear. Estoy estresado, y tu actitud solo lo empeora. Solo te llamaba para decirte que esta noche hay una fiesta en el yate. Quiero que estés ahí puntualmente. Van a ir muchos socios con sus familias, y aunque seas una rebelde, eres la única familia que tengo.
Solté una risa sarcástica.
—Ahora les llamas "socios" a los narcos…
Papá resopló, ignorando mi comentario.
—No me importa lo que pienses. Solo haz caso por una vez en tu vida y llega temprano.
La llamada se cortó.
Dejé caer el celular sobre la cama, respiré hondo y grité:
—¡Gato!
Él apareció en la puerta en menos de un segundo.
—Dígame, señorita.
Le pasé el celular y me estiré en la cama con fastidio.
—¿Va a desayunar lo de siempre o quiere algo diferente? —preguntó con su tono imperturbable.
—Voy a salir a trotar hasta el gimnasio. Seguramente el ejercicio me quite el estrés.
Me giré para mirarlo.
—Dile a las cocineras que me preparen una arepa pequeña de queso con aguacate. De bebida, avena caliente con canela y miel. Y que me agreguen rodajas de papaya, piña y fresas.
Gato asintió y salió de la habitación, cerrando la puerta tras de sí.
Me quedé mirando el techo, suspirando.
Otra puta fiesta. Otra puta noche de sonrisas falsas.
Y, lo peor de todo… no tenía escapatoria.
Me levanto de la cama y me quito el babydoll, quedando completamente desnuda. Me pongo las pantuflas y camino hacia el baño. Al verme en el espejo, noto las ojeras marcadas en mi rostro. Suspiro y me lavo la cara con agua y jabón, pero las malditas ojeras siguen ahí.
Abro la puerta corrediza de la ducha y entro, cerrándola detrás de mí. Giro el grifo y dejo que el agua caiga sobre mi cuerpo, arrastrando el estrés, el sudor y el olor a cigarrillo y licor de la noche anterior.
Cierro el grifo y me echo shampoo, masajeando mi cuero cabelludo con las yemas de los dedos. Mientras el shampoo hace efecto, me enjabono el cuerpo, frotando cada rincón de mi piel. Una vez termino, abro de nuevo el grifo y dejo que el agua arrastre toda la espuma.
Tomo el acondicionador y lo aplico en mi cabello, dejándolo actuar unos segundos antes de enjuagarlo por completo. Cuando ya no quedan restos de jabón ni shampoo, cierro el grifo y estiro la mano para tomar la toalla. Me seco el cabello y luego el cuerpo, disfrutando la sensación de la tela cálida contra mi piel.
Salgo de la ducha y me paro en el tapete absorbente, dejando que se empape con el agua de mis pantuflas. Cierro la puerta corrediza y espero unos segundos para que el tapete haga su trabajo. Luego, me envuelvo en la toalla y salgo del baño, regresando a mi habitación.
Camino hacia mi armario y dejo caer la toalla al suelo sin pensarlo. Saco una licra negra y me la pongo, ajustándola bien a mis piernas. Luego, elijo una blusa blanca y me la coloco sin preocuparme por usar ropa interior; quiero sentirme más cómoda y relajada.
Del cajón saco un par de medias rosadas y me las pongo antes de tomar unas zapatillas blancas y calzármelas. Me agacho, recojo la toalla del suelo y la tiro sobre la cama. Ahí la verá mejor Hortencia cuando llegue; después de todo, es su trabajo.
Ignoro el tocador por completo. No necesito maquillaje ni joyas para ir al gimnasio. Salgo de la habitación sin cerrar la puerta.
Salgo del pasillo y estoy a punto de bajar las escaleras cuando escucho a Gato riéndose. Su risa es ronca, como si realmente estuviera disfrutando la conversación. Me detengo en seco, curiosa y a la vez inquieta.
—Definitivamente, usted es un duro, patrón —dice Gato con admiración—. Con el FBI y la DEA encima, y usted haciendo fiestas en el yate solo para torearlos.
Siento un escalofrío recorrerme la espalda. ¿FBI? ¿DEA? Me quedo inmóvil, asimilando lo que acabo de escuchar.
Mi padre, el fantasma de Julio Cárdenas, ese hombre que siempre se ha jactado de ser intocable, ahora está en los archivos de los federales.
Aprieto los puños. Maldita sea.
Miami no es Medellín, donde tenía a toda la tomba comprada. Aquí, si lo descubren, lo encierran y botan la llave. Y lo peor es que él lo toma como un juego.
La voz de mi padre suena despreocupada al otro lado del teléfono.
—Pero que no le vaya a decir a Marina —dice con calma—. Primero, porque no es un asunto que le importe, y segundo, porque es muy dramática.
Mi mandíbula se tensa. ¿Que no es un asunto que me importe?
¿Que soy dramática?
¡Pues claro que soy dramática! ¿Cómo no estarlo si es mi vida la que también está en juego? Si a él lo agarran, a mí me deportan de vuelta a Colombia sin derecho a nada.
Me quedo en mi sitio, todavía sin bajar, sintiendo el coraje ardiéndome en la sangré.
Gato cuelga la llamada y, sin darle tiempo a reaccionar, bajo las escaleras con pasos firmes.
—¿Te divierte, Gato? —le suelto en seco, cruzándome de brazos.
Gato me mira, parpadeando como si no entendiera de qué hablo.
—Señorita Marina…
—Si a mi papá lo agarran, todos quedamos en la mira de los americanos —lo interrumpo, sin rodeos—. ¿Eso te parece un chiste?
Él abre la boca para responder, pero no le doy la oportunidad.
—¿Sabe qué? No me importa lo que hagan. Para ustedes esto es un juego. Siguen pensando que están en Colombia, donde tienen la justicia comprada, donde la corrupción abunda y donde hay escondederos por todos lados.
Gato me observa en silencio, serio, sin quitarme la vista de encima.
—Pero, ¿sabe qué es lo peor? —continúo—. Que parece que soy la única a la que le preocupa la situación. La única que tiene los pies sobre la tierra y sabe en qué territorio estamos.
No espero respuesta. Simplemente lo dejo ahí y camino directo al comedor.
Justo cuando entro, una de las cocineras está poniendo mi plato en la mesa.
—Señorita Marina, aquí está su desayuno —dice con una sonrisa amable.
—Gracias —le respondo, sin mucho ánimo.
Me siento y miro el plato frente a mí. No tengo mucha hambre, pero igual empiezo a desayunar.
Termino de desayunar, tomo la servilleta y me limpio la boca antes de dejarla sobre la mesa. Luego le pregunto a la cocinera cuántas son.
—Somos nueve, señorita Marina —responde—. En cada turno hay tres cocineras distintas: tres en la mañana, tres en la tarde y tres en la noche.
—Y de esas nueve, ¿cuántas son novatas, cuántas han aprendido algo y cuántas son expertas?
—Las más expertas somos tres: yo, una del turno de la tarde y otra del turno de la noche.
—Perfecto. Las necesito a las tres para esta noche. Habrá una fiesta en el yate de mi papá y necesito experiencia en la cocina.
La cocinera me agradece y retira mi plato para llevarlo a la cocina. Me levanto de la mesa y, cuando camino hacia la sala, me vuelvo a topar con Gato.
—Tu papá ya tiene todo resuelto —me dice.
—¿Resuelto qué? ¿ A esas perras les llaman ser cocineras? —le suelto con rabia—. Mi papá solo escoge el personal femenino que tenga mejor cuerpo. No puede ver una zorra con uniforme porque pierde la cabeza. ¿De qué sirve la belleza y el buen cuerpo si no saben usar la cabeza?
No espero su respuesta. Subo las escaleras sin mirarlo, dejándolo solo en la sala.
Camino hacia el baño de mi habitación, agarro el cepillo de dientes y me lavo bien la boca. Me enjuago, dejo el cepillo en su sitio y salgo. Tomo mi bolso, reviso que tenga lo necesario y me cuelgo la correa en el hombro antes de bajar las escaleras.
Apenas llego a la sala, Gato me mira y sonríe.
—¿Te acompaño?
—No —respondo sin pensarlo—. Ni se te ocurra. Tu presencia solo ahuyentaría a la gente del lugar.
Gato me mira como si fuera a responder algo, pero no le doy oportunidad. Salgo del apartamento con paso firme y aún molesta. No quiero ni pensar en lo que pueda estar haciendo mi papá ahora.
El aire de la mañana me golpea el rostro cuando salgo del apartamento. Respiro profundo, tratando de calmarme, pero no puedo evitar que la molestia siga ahí, latente. Me ajusto la correa del bolso y empiezo a caminar, con la mente dando vueltas entre lo que acabo de escuchar y lo que ya sé desde hace tiempo.
Mi papá sigue jugando con fuego, creyéndose intocable, y Gato simplemente se ríe como si todo fuera una broma. Yo soy la única que parece ver las cosas como realmente son, la única que entiende que aquí las reglas son distintas, que un error puede costarnos caro.
Aun así, sé que no sirve de nada hablar con ellos. Mi padre nunca ha escuchado razones, y Gato… Gato no tiene razones que escuchar. Para él, todo es lealtad y obediencia ciega.
Aprieto los labios y sigo adelante. No puedo hacer nada por ellos, pero sí puedo asegurarme de que, cuando el momento llegue, yo estaré preparada.