Download Chereads APP
Chereads App StoreGoogle Play
Chereads

Behind the Veil (RSM World - Español)

Nonomori
7
chs / week
The average realized release rate over the past 30 days is 7 chs / week.
--
NOT RATINGS
181
Views
Synopsis
Un alma vieja en su desesperación por vivir comete un gran pecado. Escapando del ciclo de la vida, se ve obligado a reencarnar en un mundo similar pero extraño a lo que conoce. Una mascarada existente entre gobernantes. Peligros sobrenaturales se esconden en cada rincón y el mundo resulta ser mucho más vasto y complejo de lo que jamás pensó. Debiendo cargar con la marca del más grande de los pecados, se verá obligado a hacer lo único que sabe: luchar por sobrevivir. -- Resumen: Un alma vieja de nuestro mundo termina en una realidad alterna, donde las mujeres actúan como hombres y los hombres como mujeres. La mayoría de las mitologías son reales y también sus respectivos seres sobrenaturales. El protagonista lucha por equilibrar recuerdos que jamás pidió heredar de una vida pasada. Al mismo tiempo que intenta resistirse a que estos influyan en quien es. -- Notas: Esta es una historia que hice luego de leer algunas historias de reverse sexual morality. Quería hacer algo más centrado en la historia y no en lo sexual. Probablemente tenga algunos errores ya que escribo desde móvil y me apoyo en correctores para la gramatica. -- Advertencias: No self-insert, slow-pace, el protagonista es un niño genuino que se ve influido por memorias pasadas. Por lo que puede parecer mucho más maduro y también inteligente, pero sigue siendo un niño que puede tomar decisiones impulsivas (o, por lo menos, hasta que crezca más). También alguna que otra crisis de identidad, porque dudo de que la reencarnación sea tan fácil como acostumbrarse luego de uno o dos capítulos. Por lo mismo, no esperar romance temprano por parte del MC (al menos hasta que el protagonista cresca y se acostumbre). Mundo sobrenatural, mundo paralelo, sociedad matriaral (RSM) y otras añadidos.

Table of contents

VIEW MORE

Chapter 1 - Prólogo

Orvieto, Italia – 1990 (otoño)

El viento otoñal soplaba con suavidad a través de las calles empedradas de Orvieto, llevando consigo el aroma a tierra húmeda y hojas secas. El cielo estaba cubierto de nubes grises, presagiando una llovizna que nunca terminaba de llegar.

Desde la ventana del orfanato, podía ver cómo los árboles de la plaza soltaban lentamente su follaje dorado, que caía en remolinos antes de posarse sobre el suelo. La brisa movía los carteles pegados en los postes de luz, algunos anunciando eventos locales, otros con rostros desdibujados por el tiempo de personas desaparecidas.

La ciudad, con sus calles angostas y sus edificios de piedra desgastada, parecía atrapada en el pasado. Sus muros gruesos y fachadas decoradas con detalles góticos contaban historias de siglos, de guerras y reinos olvidados. Había algo en Orvieto que se sentía casi detenido en el tiempo.

La primera, su imponente catedral. Se erguía en la distancia como un gigante dormido, su fachada adornada con mosaicos dorados que reflejaban la luz del sol en un brillo casi sobrenatural.

La había visto tantas veces que se había vuelto un fondo constante en mi memoria. Sus altas torres parecían alcanzar el cielo, y sus puertas de madera, talladas con figuras religiosas, imponían respeto incluso a aquellos que no eran especialmente devotos.

Aun asi, me resultaba extraño tener tal monstruosa arquitectura en una ciudad tan pequeña.

En esta ciudad, la religión no era solo una creencia, sino la base de todo.

Desde la educación hasta las costumbres diarias, la Iglesia estaba presente en cada aspecto de la vida. Nuestro orfanato mismo era financiado por la Iglesia.

Nos enseñaban a respetar las escrituras, a orar en las mañanas y las noches, a obedecer sin cuestionar. Los cuidadores nos llevaban a la catedral en ocasiones especiales, y aunque no era un lugar desagradable, había algo en su frialdad de piedra que hacía que nunca me sintiera del todo cómodo.

La autoridad mayor y principal de la catedral era una mujer mayor, de unos setenta años. Era el sacerdote de mayor rango y edad en toda la ciudad.

A pesar de ello, aparentaba mucho menos.

Se movía con una firmeza que no coincidía con la fragilidad que uno podría esperar. Tenía el cabello gris recogido en un moño, y su rostro solo tenía leves signos de su vejez. En general, parecía décadas menos de lo que era.

Siempre se mostró bastante amable y justa, por lo que era sumamente querida y respetada en la ciudad.

Las pocas veces que pudimos conocerla en persona, siempre nos trató de una manera gentil y amable. Con una sonrisa siempre presente en su rostro.

La mayoría del personal del orfanato y de la iglesia estaba compuesto por mujeres. Eran ellas quienes nos enseñaban, nos corregían y se encargaban de que cumpliéramos nuestras tareas.

Los hombres, en cambio, eran una rareza.

Cuando aparecían, iban envueltos en gruesas túnicas, sus rostros medio ocultos por capuchas, y hablaban en un tono suave, casi espectral. No se podía distinguirlos del todo entre sus gruesas túnicas. Tampoco nos dirigían la palabra a menos que fuera necesario.

Pero la catedral no era lo único por lo que Orvieto era conocido.

Bajo la ciudad existía una red de túneles y pasadizos subterráneos, vestigios de un pasado tan antiguo que pocos podían decir con certeza cuándo fueron construidos. Se extendían como un laberinto, interconectados de formas que ni siquiera los mapas más detallados lograban plasmar del todo. Siempre se descubren pasillos y estructuras nuevas cada cierto tiempo.

Algunos servían como bodegas de vino, otros como refugios, y había aquellos que nadie se atrevía a explorar.

Se les llamaba así, pero en realidad eran más que eso. Eran una parte vital de la ciudad.

¿Por qué esto era lo más importante?

Debido a la guerra.

El mundo en este momento estaba sumido en conflictos, al menos según lo que pude aprender por los pocos medios de los que disponía.

La influencia de estos conflictos no habían dejado en paz nuestra región. A pesar de no estar directamente involucrados, el peso de ello se podía sentir de otras formas.

Se nos enseñaba que estos túneles eran un refugio en caso de que la guerra nos alcanzara. No importaba que fuéramos niños, todos sabíamos dónde deberíamos ir si las sirenas sonaban.

Aunque nunca los había visto con mis propios ojos, sabía que estaban allí, ocultos bajo nuestros pies, esperando ser utilizados nuevamente.

Debido a esto, todos en la ciudad conocían los túneles, eran búnkeres de emergencia. Desde los niños hasta los ancianos, todos fueron enseñados de su importancia.

No es como si pudiera haberlos visitado.

Contrario a lo anterior, estos túneles estaban sellados en su mayoria para evitar dañarlos y que colapsen. La iglesia y otras autoridades locales eran las únicas que conocían los accesos y vigilaban de cerca a aquellos a los que otorgaban permiso.

No sabía por qué, pero la idea de esos pasadizos me ponía nervioso. Había algo en la forma en que los adultos hablaban de ellos, en los silencios prolongados cuando alguien mencionaba los niveles más profundos. No parecía solo una preocupación por la estabilidad del terreno o el peligro de derrumbes. Era algo más.

El mundo estaba sumido en una tensión de la que nadie se salvaba.

'Y aquí estoy yo, preocupándome por cosas sin sentido' pensé con irritación

Yo no tenía miedo, o al menos intentaba convencerme de ello. Después de todo, no era más que un niño en un orfanato, invisible para el mundo exterior. Pero, en lo más profundo de mi ser, una sensación extraña crecía. El ambiente tampoco ayudaba con eso.

Mi día comenzaba igual que el anterior y, con suerte, terminaría igual de tranquilo.

Carente de comodidades o cualquier lujo, lo único que los niños del orfanato podían hacer en su tiempo libre era distraerse con tareas o entretenerse con cualquier cosa que encontraran. Algunos usaban ramas para fingir ser caballeros de antaño, mientras que otros recreaban persecuciones entre policías y ladrones con su imaginación.

Para ellos, eso era suficiente. Para mí, no.

No encontraba ninguna gratificación en esos juegos. Esto, inevitablemente, causó cierta separación y aislamiento con respecto a los demás niños.

Siempre disfruté más mi tiempo con los pocos libros dispersos que aún teníamos o con cualquier diario que lograra conseguir de los transeúntes en la calle. Sentía mucha más curiosidad por el mundo exterior que por lo que pasaba en mi ciudad.

De vez en cuando, leía y escuchaba noticias del exterior. Aunque la mayoría hablaba de tensiones y conflictos que se cernían sobre el mundo, era lo único que podía usar para aprender.

Al hacerlo, a veces experimentaba una extraña sensación de familiaridad con ciertos temas. En otras ocasiones, lo contrario. Algunas cosas se sentían como piezas faltantes en mi mente, interrogantes sin respuesta, mientras que otras simplemente parecían erróneas o falsas.

Me frustraba cada vez que esta sensación aparecía de forma esporádica en mi cabeza, como si una parte de mí juzgara lo que aprendía, señalando qué era verdad y qué no, sin darme explicaciones. Numerosas veces pregunté a otras personas sobre esto, ya fueran ayudantes del orfanato o niños. Pero siempre me miraban como si estuviera loco.

¿Los colores de cabello de las personas no parecen extraños?

¿No hay algo raro en la forma en que se comportan?

¿Por qué los hombres actúan como mujeres y las mujeres como hombres?

¿No son extrañas las noticias sobre desapariciones?

Siempre era la misma respuesta:

"Siempre ha sido así."

"Así son las cosas."

"Es sentido común."

Creía que mi mente me jugaba una broma con estos pensamientos, pero aun así, persistí en mi búsqueda de información. No saber me hacía sentir ciego e impotente.

Pero era en vano.

Con el tiempo, aprendí a tolerar aquella anomalía en mi mente, a vivir con esa parte de mí que solo podía criticar la realidad sin ofrecer respuestas.

El ambiente de tensión, sin embargo, me hacía querer alejarme de este lugar.

Me preguntaba si alguna vez podría escapar del orfanato, pero la idea se desvanecía rápido cada vez que lo racionalizaba. El dinero y las oportunidades no se presentarían solo porque yo quisiera, tuviera la mente que tuviera.

La tasa de adopción tampoco era prometedora para un huérfano en estos tiempos, y menos en una ciudad tan apartada como la mía.

El orfanato no era un lugar horrible, pero tampoco acogedor. No teníamos nombres ni recuerdos de nuestros padres, ni nada con qué asociarlos. La Iglesia apoyaba al orfanato, pero "apoyo" significaba solo lo suficiente y estrictamente necesario.

Los cuidadores eran voluntarios de la Iglesia, bastante competentes, pero estrictos. Estructuraron una rutina para todos nosotros.

Algunas cosas eran normales, como la enseñanza, el estudio y aprender ciertas manualidades. Pero otras eran extrañas.

Nos hacían ejercitarnos, pero no a un nivel normal. No, era increíblemente riguroso y extremo para niños.

Nos forzaban a llegar hasta nuestros límites, o bueno, hasta lo máximo que un niño podía soportar.

Atletismo, estrategia y defensa personal.

Eran algunas de las cosas más inusuales que enseñaban.

¿Era debido a las guerras recientes y el miedo a otras futuras? Tal vez, pero aquel eco en mi mente me gritaba que no.

Orvieto era extraño, y no en el buen sentido. Y lo peor de todo… yo tampoco me sentía del todo normal.

¿Cómo podía, cuando había una voz en mi cabeza susurrándome cosas extrañas?

'No pueden existir colores de cabello así en las personas'

Falso. Bastaba con salir a la calle para ver lo contrario.

'Las mujeres son más débiles que los hombres.'

Falso. Lo había visto en cada entrenamiento.

'No confíes en la Iglesia.'

Pero… ¿por qué, si ellos nos cuidaban?

No tenía sentido. Tampoco podía pensar en nada que lo tuviera.

¿Cómo podía hacerlo cuando apenas tenía recuerdos?

Algunos niños se llamaban a sí mismos huérfanos por diferentes razones, algunas más tristes que otras. Pero yo no sabía nada de mi pasado.

Mi mente, curiosamente vacía cuando se trataba de esos primeros años, solo me dejaba una incómoda sensación en el fondo.

Pero eso era todo. El resto… nada. Solo un lugar frío, de paredes gruesas, que no era ni hogar ni prisión, pero que parecía no tener otro propósito más que hacernos pasar los días.

De todas las personas que vivían aquí, solo la Madre Bianca parecía ser quien realmente importaba.

Con alto rango en el orfanato, era la encargada de dar órdenes y asegurarse de que los huérfanos estuvieran alineados con lo que se esperaba de ellos. Siempre con una sonrisa en el rostro, pero una sonrisa que nunca llegaba a sus ojos. Detrás de esa fachada, su mirada se volvía vacía cuando creía que nadie la observaba.

No era mayor, quizás rondaba los treinta años, aunque su expresión impasible la hacía parecer aún más distante. Su rostro, de rasgos refinados, poseía una belleza fría, una que no transmitía calidez ni afecto. El cabello, siempre bien recogido, reforzaba su imagen estricta y disciplinada.

Tenía poder, no solo dentro del orfanato, sino también en la ciudad. Era la protegida del sacerdote principal de la catedral, aunque era bastante diferente a esta última.

Donde quiera que iba, imponía respeto. Siempre era el centro de atención y nadie se atrevía a hacer nada cuando estaba presente.

Poseía un aire refinado y carismático. Era estricta, sí, pero de una forma que hacía creer que lo hacía por nuestro bien.

Para muchos niños, era lo más cercano a una madre que tendrían. Siempre mostrando disciplina, pero acompañada de una calidez y un cariño reservado solo para los huérfanos.

Pero había algo en ella que siempre me pareció extraño, aunque no podía decir exactamente qué.

Tal vez era su voz. Su tono siempre era sereno y medido, pero había algo en la forma en que resonaba, una sensación difícil de describir. Como si la calidez que fingía al hablar nunca llegara a asentarse del todo en sus palabras.

No me hablaba mucho. No me necesitaba para nada en particular. Cuando intentaba dirigirme a ella, me despedía de forma cortante, nunca dándome más de unas pocas palabras. Otras veces, simplemente me ignoraba.

'¿Por qué me trata así?'

Pensé que, debido a mi forma de pensar y lo diferente que me sentía, ella me veía como algo ajeno a un niño… quizás más cercano a un impostor que finge ser uno.

Dolía, pero no podía culparla por algo que tampoco yo podía explicar.

Con el tiempo, simplemente dejé de intentarlo.

Los demás niños tampoco parecían importarme más allá de aquellos con quienes compartía habitación.

Intenté acercarme a ellos, pero rápidamente terminaba siendo excluido, ya fuera por mi propia iniciativa o porque ellos se alejaban.

No podía evitarlo. Todo lo que hacían era tan… extraño. Parecía que solo les importaba el momento y no podían pensar más allá de estas paredes. El mundo era un caos, pero ellos solo hablaban de cosas tan… mundanas.

No me sentía incómodo con esto, pero una parte de mí se preguntaba por qué no podía sentirme a gusto entre mis compañeros.

El viento otoñal sopló nuevamente, levantando las hojas caídas en un torbellino dorado.

Suspiré y me aparté de la ventana.

No ganaría nada preocupándome por cosas que no podía cambiar.

No sabía lo equivocado que estaba.

--

Era una tarde común en el orfanato. Se acercaba la hora de cenar y, con ello, el comedor comenzaba a llenarse rápidamente.

Teníamos algunas horas libres por la tarde, por lo que muchos niños salían a esas horas.

No era raro que varios se aventuraran hasta el centro de la ciudad, específicamente a la plaza y el parque principal.

Generalmente se movían en grupos y no regresaban hasta que la cena estaba cerca.

Observando con atención, incluso podía ver a algunos ayudantes escoltando de regreso y regañando a los niños que habían tardado demasiado. No me sorprendería ver a más llegando en los próximos minutos.

Era común que los niños perdieran la noción del tiempo mientras jugaban y terminaran olvidando volver a la hora señalada. Por eso, muchas veces los ayudantes debían salir a buscarlos. Prometían no volver a hacerlo, pero todos sabíamos que volvería a ocurrir.

Los ayudantes ciertamente eran profesionales en este aspecto. Podía notar la irritación en sus rostros cada vez que esto pasaba, pero jamás se desquitaron con nosotros más allá de castigos simples.

Al menos, eso me parecía. No podía estar del todo seguro, ya que en su mayoría no me prestaban demasiada atención.

Una vez le pregunté a un ayudante sobre esto. Su respuesta fue:

"Eres más maduro que ellos."

O a veces:

"No causas los mismos problemas, por lo que confiamos más en ti."

No sabía cómo sentirme al respecto.

Una parte de mí apreciaba esa distinción, quería creer que era especial entre el resto. Otra parte lo detestaba, porque era una de las razones por las que nunca podía hablar con nadie. Un recordatorio constante de algo que me faltaba y deseaba.

Pero una gran parte de mí creía que me estaban mintiendo.

¿Cómo no hacerlo, cuando cada vez que me hablaban buscaban con la mirada a su alrededor?

Me preguntaba qué les pasaba, por qué no podían interactuar conmigo de manera normal.

¿Qué los hacía evitarme?

Obtuve mi respuesta un día, cuando un ayudante abruptamente cambió su expresión en medio de una conversación conmigo.

Hasta ese momento, se había comportado con bastante naturalidad, y comenzaba a tener la esperanza de que sería diferente.

Pero, de un momento a otro, todo cambió.

Su cuerpo se puso rígido, su mirada quedó fija en un punto. No… más bien en una persona.

Bianca.

No dijo nada, pero su postura lo dijo todo.

Poco después, se excusó apresuradamente, me dijo las mismas frases de siempre, me alentó… y se fue.

Pero ya era tarde.

Sabía quién era la responsable de mi trato.

Desde entonces, el pensamiento de que Bianca tenía algo en mi contra se instaló en mi mente. No podía llegar a la razón, solo hacer suposiciones. Cada una más descabellada que la anterior.

¿Me odiaba? ¿Me consideraba extraño? ¿O simplemente le caía mal?

Nunca volví a intentar comunicarme con los demás. Ya sabía que no tenía aliados en el orfanato. No podía acercarme a los otros niños; no me sentía cómodo con ellos, ni ellos conmigo. Tampoco podía recurrir a los ayudantes; ya sabía que Bianca no lo permitiría.

Con ese pensamiento en mente, me encontraba sentado solo en un rincón del comedor, observando distraídamente mi reflejo en la sopa frente a mí.

'¿Tal vez sea por esto?' pensé, tocando un mechón de mi cabello blanco como la nieve. No conocía a nadie más con ese color, por lo que a veces creía que era algo anormal. Aunque, en la ciudad, había colores de cabello mucho más extravagantes.

"¿O quizás sean mis ojos?" Continué, sin apartar la vista de los iris plateados que me devolvían la mirada. Junto con mi cabello, me hacían parecer un fantasma o alguien envejecido antes de tiempo.

Hice una mueca. Cuanto más observaba mi reflejo, más extrañamente familiar y ajeno me resultaba.

El eco en mi mente se intensificaba cada vez que contemplaba mi rostro, susurrándome las mismas palabras una y otra vez:

Falso.

Imposible.

Mentira.

Impostor.

'Por eso no me gusta verme… detesto este dolor de cabeza.' pensé con irritación, apartando la mirada y descartando aquella parte de mi mente que, en este punto, no me hacía ningún bien.

'Otro día, la misma comida.' Reflexioné, moviendo la cuchara perezosamente por el cuenco de madera, simplemente jugando con su contenido ya familiar.

Era un caldo simple, hecho con los restos de hueso y verduras sobrantes del almuerzo.

No sabía mal, pero comer lo mismo todas las noches volvería monótona cualquier comida.

Tampoco era exactamente saciante, pero claro, la cena tampoco se suponía que lo fuera.

Por lo general, el almuerzo era la comida más abundante del día, por lo que esto era más una manera de no irse a la cama con el estómago vacío.

'Debería ser al revés.' El eco en mi mente volvió, susurrando información contradictoria e inútil.

El comedor era ruidoso, como siempre. Voces mezcladas con el sonido de cubiertos golpeando platos de metal llenaban el ambiente con una monotonía insoportable.

Los niños se agrupaban en sus respectivos círculos, charlando y riendo sin reservas.

Los ayudantes intentaban mantener el orden, pero solo podían suprimir momentáneamente el caos característico de los niños con demasiada energía.

Seguí con mi comida, solo, pero agradecido de al menos poder comer en paz. Si había algo bueno en el ruido del comedor, era que ayudaba a acallar la voz en mi cabeza.

Con más calma, levanté un diario gastado que llevaba conmigo para estos momentos.

Estaba un poco manchado en los bordes, con algunas gotas de café y comida. Había páginas faltantes, pero en general, aún podía leerse bastante bien.

Lo había encontrado en una de mis constantes caminatas por la ciudad, abandonado recientemente en un banco del centro.

Tenía la costumbre de aprender sobre el mundo, buscando cualquier fuente de información sobre el exterior. Cuando lograba encontrar algo, lo tomaba y lo guardaba rápidamente junto a otros en un escondite bajo mi colchón. Libros, diarios y revistas eran solo algunas de las cosas que había coleccionado con el tiempo.

Si no fuera por estos medios, creo, sin exagerar, que habría sucumbido a la locura hace mucho tiempo.

Leer sobre el mundo lograba, sorprendente y extrañamente, acallar el eco en mi mente. Me daba una sensación de triunfo y satisfacción sin igual.

Cada vez que lograba silenciar aquella voz, me regodeaba en ello, aliviado.

Todo esto, junto al ruido del comedor, era la combinación perfecta para un momento de tranquilidad.

Además, nadie solía sentarse cerca de mí.

Las mesas estaban dispersas alrededor de un comedor lo suficientemente grande como para acomodarnos a todos. Eran mesas largas, amplias y robustas, diseñadas para soportar el castigo diario que recibían.

Por eso, había mucho espacio entre las personas, con los niños generalmente reuniéndose en grupos.

Gracias a esto, había un amplio vacío entre aquellos niños y otros solitarios como yo.

Se perfilaba como otra cena monótona.

O lo fue… hasta que alguien irrumpió en mi espacio.

"¿Por qué siempre estás solo?" preguntó una voz femenina.

No respondí de inmediato, levemente sorprendido y confundido.

Por un momento, pensé que le hablaba a alguien más, así que me quedé en silencio.

"¡Oye, no me ignores!" insistió la voz, esta vez sonando obviamente irritada.

Al no ver a nadie más a mi alrededor, alcé la vista para mirar a quien me hablaba.

Era pequeña como el resto, aunque ligeramente más alta que yo. Ojos color avellana y cabello corto, rojo intenso y algo desaliñado. Su rostro reflejaba una sonrisa traviesa, aunque teñida con un atisbo de irritación.

Era Anna, de pie frente a mí, con una expresión que mezclaba curiosidad y algo más difícil de definir.

No era difícil reconocerla entre el resto de los niños. Tendía a sobresalir incluso entre todos nosotros, generalmente por ser la más ruidosa y llena de energía.

Me quedé callado, quieto, sin saber realmente qué responder. Esperaba que se fuera si simplemente la ignoraba y mantenía la mirada en silencio.

Pero no lo hizo.

Continuamos con este incómodo duelo de miradas hasta que, cansado, decidí romper el silencio.

"No veo por qué te importa." Respondí al final, sin interés. Tal vez más brusco de lo que pretendía. No había hablado con nadie en un tiempo, y se notaba.

"Es raro…" insistió, tomando asiento sin pedir permiso, para mi confusión e irritación. "…¡No juegas con los demás ni hablas con nadie!"

Me encogí de hombros, ignorando las miradas pasajeras de algunos niños que, curiosos, observaban nuestra interacción.

Anna no era precisamente discreta ni sutil, y yo era conocido por ser un solitario que pasaba desapercibido en su mayoría. La escena debía verse extraña para los demás.

"Siempre estás leyendo esos periódicos viejos." Comentó de repente, haciendo una mueca mientras miraba el que tenía en mis manos. "¿Por qué?"

Volví a centrarme en mi plato, respondiendo con desgana y a la defensiva por la manera en que hablaba de mi pasatiempo.

"Porque me gusta." Dije finalmente, intentando ser breve y cortante, esperando que perdiera el interés en mí.

Anna apoyó los codos en la mesa, inclinándose ligeramente hacia adelante. Su mirada escéptica dejaba claro que no me creía, y podía imaginar que, para un niño normal, mi respuesta no tendría mucho sentido.

Pero no podía darle otra respuesta.

Era la verdad.

El silencio se instaló entre nosotros. Ninguno sabía cómo continuar.

'Dios mío, debemos de parecer bastante tontos.' Pensé, bajando el rostro para ocultar la mueca reprimida que amenazaba con formarse en mis labios.

"¿Y qué lees?" preguntó finalmente, con cierta torpeza.

Se notaba que se esforzaba por continuar la conversación, a juzgar por cómo jugaba con sus pulgares.

No respondí. No porque fuera un secreto, sino porque no veía el punto en explicárselo. Ya lo había intentado antes.

El resultado siempre era el mismo: se burlaban, me enojaba, nos ignorábamos y luego volvíamos a evitarnos.

Prefería simplemente acabar con esto rápido y seguir con mi día.

El silencio se alargó lo suficiente como para que pensara que finalmente se rendiría.

Pero no.

"Debe ser aburrido no tener amigos."

Parpadeé, sorprendido, alzando la mirada por primera vez para observarla…

…No con enojo, pero sí con un poco de molestia.

"No me interesa tenerlos." Respondí entre dientes, cansado de la incómoda charla. Solo quería volver a lo mío. Ya había pasado por esto antes y sabía cómo terminaría.

Anna no pareció ofenderse. Si acaso, sonrió con un deje de diversión.

"¡Jeje! ¡Eres un amargado!"

Me encogí de hombros nuevamente. Era lo único que podía hacer.

Pero entonces ocurrió algo inesperado.

Ella me miró, buscando una reacción. Al no obtener ninguna, hizo un breve puchero antes de volver a su comida…

…No se fue, como todos los demás. Simplemente se contentó con mirarme de vez en cuando mientras comía.

"Mmm… ¡Ya sé!" exclamó de repente, golpeando la mesa con las manos de manera ruidosa y abrupta.

"¡Tú no tienes amigos… y yo tampoco!" Anunció con entusiasmo, aunque con un ligero nerviosismo, señalándome primero a mí y luego a ella.

Parecía ganar confianza a medida que hablaba, sus gestos perdiendo torpeza mientras una idea tomaba forma en su mente.

"…La madre Bianca siempre decía que era porque soy especial, pero… ¡tú también debes serlo!"

Una sonrisa se formó en su rostro, como si acabara de llegar a una revelación trascendental.

'Por favor, detente…' pensé con vergüenza, ocultando mi rostro al notar que varias mesas cercanas nos estaban mirando.

"Por lo tanto…"

"¡Debemos convertirnos en amigos!... ¡No, mejores amigos!... ¡No!… ¡Súper amigos!"

Asintió con satisfacción, volviendo a su comida con aún más felicidad.

Yo, por mi parte, dejé de escuchar a la mitad de su discurso, pues Anna había llamado la atención de todo el comedor.

Sin querer, cometí un grave error.

Ocupado escondiendo mi rostro entre mis manos por la vergüenza de ver a varios niños y ayudantes mirándonos debido a los gritos de Anna, no tuve el pensamiento inmediato de negarme…

…Algo que me perseguiría al día siguiente y muchos días más.

La comida continuó normalmente después de eso, salvo por los insistentes tarareos de Anna mientras comía…

…Y yo, tratando de no mirar a ningún lado, ignorando las miradas y ocultando mi rostro con una mano.