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Chapter 8 - El huérfano sigue perdido

Un teléfono comenzó a sonar repetidamente, rompiendo el silencio de la habitación con su insistente timbre. Alguien levantó el auricular y contestó:

—Hola, Marie, ¿cómo estás? ¿Cómo va todo? —dijo una voz familiar y amistosa desde la otra línea.

—Señor B, ¿qué tal? Necesitamos su apoyo para resolver un caso —respondió Marie, con un tono de urgencia apenas disimulada.

—¡Ah! Ya veo. Aunque estaba de descanso, haré una excepción por ti y por mi ex pupilo, el agente B doce. Así que te enteraste de lo sucedido —replicó él, manteniendo un tono calmado pero curioso.

—Sí —respondió el agente B, con voz firme y decidida.

—Bien, te apoyaré. ¿Dónde te encuentras? —preguntó él, listo para actuar.

—En Estiria, Austria —respondió Marie sin vacilar.

—¡Ah! Perfecto, yo estoy cerca, en Viena —manifestó él con entusiasmo—. Me pondré el uniforme e iré para allá. En una hora estaré ahí. Pásame la ubicación exacta. Nos vemos pronto.

El agente B colgó el teléfono. En ese momento, se podía ver la silueta de un hombre de unos sesenta años levantándose de su cama con determinación. Vestía un traje negro impecable, acompañado de una corbata y camisa que combinaban perfectamente. Salió de su apartamento, saludando a todos con una sonrisa cortés pero distante, y bajó las escaleras hasta el estacionamiento. Allí, había una funda en forma de auto. La levantó y reveló un vehículo similar al del agente B doce, aunque este era de un verde oscuro elegante. Se subió al automóvil, encendió el motor, ingresó las coordenadas en el sistema de navegación y partió, decidido a resolver el caso.

De regreso en el orfanato, comenzaron a llegar los futuros prospectos de padres. Algunos niños fueron llevados con sus nuevas familias, mientras que otros aún tenían que esperar, entre ellos Billy y María. La madre superiora sentía que algo no cuadraba, aunque no sabía exactamente qué era. Por ello, decidió revisar todos los cuartos junto con su ayudante Elsa, una joven novicia de piel oscura, ojos marrones brillantes y cabello afro, aunque, como a las demás hermanas, no se le veía porque llevaba su velo.

—Elsa, puedes ir y revisar todos los dormitorios de las niñas. Yo me encargaré de los de los niños —indicó la madre superiora con serenidad.

Elsa se dirigió a los dormitorios de las niñas, pintados de un rosa suave, mientras que la madre superiora fue a los de los niños, decorados en un celeste claro. Elsa terminó rápidamente su búsqueda y se reunió con Ana en el tercer piso de los dormitorios de los niños.

María, al percatarse de que ambas estaban revisando los dormitorios, le dijo a Billy con preocupación:

—¿Y ahora qué vas a hacer si se enteran de que Aiden no está? Un momento, ¿sacaste las almohadas de la cama de Aiden? —preguntó asustada.

A lo que Billy respondió con un ¡ups! nervioso.

—Debes ir rápido, a mí no se me permite entrar a ese lugar —le advirtió María.

Billy corrió con todas sus fuerzas, aunque no era muy atlético. Subió los pisos tan rápido como pudo, tratando de evitar ser visto. Llegó al cuarto piso justo cuando la madre superiora y Elsa comenzaban a subir hacia el quinto. Pasó de puntillas frente a ellas, escondiendo su respiración agitada, y continuó hacia el quinto piso. Una vez allí, sacó las almohadas que había escondido y las devolvió al armario. Sin embargo, antes de poder salir del cuarto, escuchó pasos acercándose. Sin tiempo para escapar, se escondió dentro del armario con las almohadas, cerrando la puerta tras de sí.

La madre superiora y Elsa entraron al cuarto, inspeccionando cada rincón. Todo parecía normal hasta que, por mala suerte, Elsa notó que la cama estaba mal tendida y unas cuantas plumas de las almohadas sobresalían del armario. Abrieron la puerta y vieron una mano asomándose. Sorprendida, Elsa jaló la mano, y Billy salió tambaleándose, completamente avergonzado.

—Billy, ¿qué haces aquí? —preguntó la madre superiora con severidad—. Deberías estar abajo con los demás —lo reprendió.

—Pues… verá, tenía miedo de irme de este sitio y me quise esconder en los dormitorios —respondió Billy, tartamudeando nerviosamente.

La madre superiora, que conocía a Billy desde niño, sabía perfectamente cuándo este mentía. Su mirada penetrante se posó sobre él, cargada de una mezcla de severidad y preocupación.

—Billy, estás sudando y tembloroso. ¿Por qué no me dices qué pasó? Quiero la verdad —dijo con un tono firme pero calmado, como si intentara darle una última oportunidad para confesar.

Al sentirse presionado y acorralado por la mirada de ambas mujeres, pero especialmente por la de la madre superiora, Billy no tuvo más opción que rendirse y decir la verdad: Aiden había escapado la noche anterior. La madre pegó un grito ahogado de molestia y desaprobación, llevándose una mano al pecho mientras su rostro reflejaba frustración. Sin perder tiempo, le indicó a Elsa:

—Elsa, llama a la policía. Esto es serio.

Elsa salió corriendo hacia el despacho de la madre superiora, donde se encontraba el único teléfono del lugar. En esta institución, los teléfonos móviles estaban estrictamente prohibidos; solo se permitía el uso de computadoras en el centro de cómputo del ala escolar. Sin embargo, Aiden, Billy y otros chicos habían aprendido a usar celulares modernos viendo videos a escondidas en internet, aprovechando los momentos en que todos se retiraban a dormir.

Mientras tanto, la madre superiora volvió su atención hacia Billy, cuya expresión de arrepentimiento era evidente.

—Billy, estás en serios problemas, jovencito. Si no te adoptan hoy, vas a tener que limpiar los baños y el comedor por un mes —dijo con voz severa, aunque sus ojos mostraban más preocupación que enfado.

Aunque Billy intentó disculparse, asegurando que nunca solía mentir y que lo sentía mucho, ya era demasiado tarde; el castigo estaba dado. La madre superiora, con un tono más suave pero igualmente firme, añadió:

—Reza para que a tu amigo no le haya pasado nada malo. No sabes todos los peligros que hay en las calles y lo que les hacen a los niños.

Billy, profundamente arrepentido, bajó la cabeza y regresó al patio con el corazón pesado y los hombros caídos. Mientras tanto, Elsa marcó el número de la policía. Al otro lado de la línea, una voz grave respondió:

—Jefe de policía Jeff al habla.

—Sí, sheriff, buenas tardes. Le habla Elsa del orfanato. Tenemos un niño perdido, no sabemos su paradero. Por favor, necesitamos su ayuda para encontrarlo —dijo Elsa con urgencia.

Jeff exhaló lentamente antes de responder:

—Es una pena escuchar eso. Pero en este momento estamos con poco personal. Un gran avión se ha estrellado en el bosque, causando un incendio masivo, y hemos movilizado nuestra unidad de búsqueda y rescate.

—¡Oh! Esto también es una catástrofe. Es urgente, sheriff. Hágalo por la madre Ana, por favor —suplicó Elsa, dejando entrever su preocupación.

Jeff, quien siempre había sentido admiración por la madre superiora, no pudo negarse.

—Bien —respondió con determinación—. Iré yo personalmente.

—Gracias —dijo Elsa, visiblemente aliviada.

Ambos colgaron el teléfono.

Veinte minutos después, llegó la patrulla. Jeff, un hombre de sesenta años con un bigote gris bien cuidado y una cabellera plateada que le daba un aire distinguido, bajó del vehículo. Siempre llevaba gafas de sol que nunca se quitaba, ocultando sus ojos negros y misteriosos. Aunque era un tanto bajo para el promedio, su presencia imponía respeto. Vestía su uniforme de policía impecable, con la insignia de sheriff bien visible en el pecho, reflejando su autoridad y experiencia.

Se acercó a la madre superiora, lamiéndose los labios nerviosamente, y comenzó a hablar con una voz grave y segura:

—Hola, madre Ana, ¿qué tal? Vengo personalmente en su ayuda.

La madre Ana, una mujer de porte sereno y mirada firme, lo recibió con un gesto de agradecimiento, aunque su expresión permanecía seria y preocupada por la situación.

—Hola, sheriff —respondió ella secamente—. Lo llamamos porque uno de nuestros muchachos se ha fugado, y no sabemos dónde pueda estar ni con qué peligros se pueda encontrar.

El sheriff Jeff asintió lentamente, procesando la información.

—¿Chicos problemáticos, ¿no? ¿Tendrá alguna foto del mocoso, digo, del niño? —preguntó, tratando de sonar casual pero profesional.

La madre Ana suspiró, visiblemente frustrada.

—La verdad, todas las fotos son tomadas en cada evento de adopción, pero son en grupo. Tengo esta, pero no se nota bien. Usted sabe, no tenemos muchos recursos, y la cámara de aquí es muy antigua.

Jeff hizo una señal hacia el auto y gritó:

—¡Tecro, ven para acá!

Jeff se dirigió al otro hombre que permanecía dentro del vehículo:

—Tecro es mi artista forense y, además, no tenía mucho que hacer hoy, así que me ha acompañado. Es muy bueno —dijo Jeff con orgullo mientras presentaba a su compañero.

Se acercó Tecro, un joven en sus veinte, con la piel bronceada por pasar horas practicando deportes en la playa, ojos rasgados que reflejaban una aguda inteligencia y cabello corto que le daba un aire juvenil y dinámico. Sin perder tiempo, solicitó la descripción del chico con profesionalismo.

La madre superiora comenzó a detallar los rasgos de Aiden:

—Aiden tiene ojos verdes, cabello plateado, doce años, es flaco, de piel muy clara —y continuó describiéndolo con precisión, mencionando incluso pequeños detalles como una cicatriz casi imperceptible en su ceja derecha.

Mientras escuchaba atentamente, Tecro tomaba notas rápidas y precisas en su tablet. Frunció el ceño ligeramente al notar lo inusuales que eran esos rasgos para una persona común, pero no hizo comentarios al respecto. Una vez terminado el retrato, lo mostró a la madre superiora, quien se quedó boquiabierta al verlo.

—Sí, así es él, así es Aiden —respondió ella, asombrada por la exactitud del dibujo.

Una vez completado el retrato en su tablet, Tecro envió el reporte al departamento central y a las demás oficinas, asegurándose de que todos los detalles fueran claros y precisos. Aunque no creían que el muchacho hubiera huido demasiado lejos, querían estar preparados para cualquier eventualidad.

—Por favor, encuéntralo, Jeff —la madre superiora tocó suavemente el brazo del sheriff, quien se ruborizó visiblemente ante el contacto.

—Haré todo lo que esté a mi alcance —respondió él con entusiasmo, tratando de disimular su nerviosismo.

Ambos hombres se retiraron, aunque antes de subir al coche, Jeff no pudo evitar mirar una vez más hacia la ventana, donde Ana seguía observándolo desde la distancia. Fue entonces cuando Tecro chasqueó los dedos frente a él, sacándolo de su ensimismamiento.

—Bueno, nos vamos —dijo Tecro con una sonrisa burlona, y la patrulla comenzó a avanzar lentamente.

Al mismo tiempo que esto sucedía, un carro negro y elegante llegó al callejón. De él bajó una figura imponente: un hombre alto y distinguido, que se quitó los lentes de sol mientras caminaba hacia donde se encontraba Marie. Vestía un traje negro impecable, una corbata perfectamente anudada y zapatos negros relucientes. Su bigote, oscuro y con forma de águila, enmarcaba una expresión seria, mientras sus ojos rojos brillaban con intensidad bajo su cabello mitad negro y mitad canoso.

—Hola, Marie —saludó el hombre con voz profunda, sosteniendo sus lentes en una mano.

—¡Ah! Hola, eres tú, agente B —respondió ella con un tono neutro, aunque sus mejillas se tiñeron ligeramente de carmín.

—Me siento mal por lo que le pasó a uno de mis pupilos. Sé que lo apreciabas mucho… y que te gustaba —añadió él con un deje de picardía en su voz.

Marie trató de mantenerse seria, pero por dentro estaba más roja que una fresa. Carraspeó ligeramente antes de responder:

—Él aún no está muerto, solo se encuentra en coma gracias a la tecnología con la que contamos. Espero que se recupere —dijo ella, un tanto molesta por la insinuación.

—Como siempre, eres reservada y no caes en mis provocaciones, je, je —comentó el agente B con una sonrisa traviesa—. En fin, a lo que vine. Este es el artefacto que encontramos, pero no hay más pistas, ni siquiera una huella.

El agente B comenzó a inspeccionar la zona con sus ojos, moviéndose lentamente y observando cada detalle con una concentración casi hipnótica. Los trabajadores que estaban en el lugar intercambiaron miradas intrigadas, murmurando entre ellos.

—Pero, ¿qué hace? Solo lo vemos parado ahí, mirando fijamente la zona. ¿No es algo que ya hemos hecho nosotros? —preguntó uno de los trabajadores, frunciendo el ceño con escepticismo.

—Silencio, por favor… déjenlo trabajar —dijo Marie con autoridad, silenciando a los curiosos con una mirada firme pero calmada—. ¡Ah! Los ojos rojos de la percepción pueden ver lo que pasó como si fuera un escáner. La única diferencia es que puede ver lo que ocurrió como una película vivida. Es una habilidad propia del agente B —explicó ella, con un tono que mezclaba admiración y respeto, como si estuviera revelando un secreto fascinante.

Todos se quedaron asombrados ante la explicación de Marie, observando al agente B con renovada curiosidad y respeto. En los ojos de B, ahora brillantes como brasas encendidas, se reflejaban imágenes del pasado, como si estuviera viendo una película proyectada directamente en su mente. Podía visualizar el momento exacto de lo que había pasado: cada movimiento, cada detalle, cada sombra. Sin embargo, algo lo intrigaba profundamente. No podía percibir la magia que emanaba del artefacto, un misterio que solo aumentaba su determinación por resolver el caso.

—Así que aquí había otro ser vivo a tu lado, Nick —murmuró para sí mismo, sonriendo con satisfacción al descubrir una nueva pista. Su mente trabajaba a toda velocidad, conectando los fragmentos del rompecabezas que comenzaba a tomar forma—. Bingo, ya sé a dónde debemos ir. Vamos a la perrera.

Con una determinación renovada, el agente B se giró hacia el equipo, sus ojos rojos aún brillando con intensidad. Su postura era imponente, irradiando confianza y liderazgo mientras se preparaba para compartir su descubrimiento y dirigirlos hacia la siguiente etapa de su investigación.