—¡HAZ PRESIÓN SOBRE LA HERIDA!Era lo único que Santiago lograba escuchar mientras era arrastrado por el pavimento. Estaba desorientado, sentía cómo era jalado de su chaleco por los hombros. La vista se le nublaba, todo era un torbellino de luces y sombras, con destellos de fuego escapando por las ventanas de los edificios.El suelo vibraba con una cadencia amenazante. A lo lejos, los gritos y el retumbar de las estructuras se volvían ecos distantes. Intentó levantar las manos para cubrirse el rostro, pero sólo entonces notó la ausencia de su brazo derecho. Del codo para abajo, no quedaba más que un hueso protuberante del que manaba sangre a borbotones. El horror de la imagen lo sostuvo consciente por un instante más.—¿Q-qué carajos...?—¡MANTENTE CONMIGO, SANTIAGO!
Forzó la vista y pudo distinguir a César, su compañero, quien lo arrastraba hacia un callejón. Su uniforme estaba rasgado y cubierto de una sustancia negruzca y sangre.
—A-amigo... ¿qué sucede?
César lo apoyó contra una pared y, sin perder tiempo, arrancó un pedazo de su uniforme para improvisar un torniquete.
—¡NO HABLES, AGUANTA! ¡LANA VIENE JUSTO DETRÁS!
El dolor le atravesó el cuerpo como una descarga eléctrica. Miles de agujas ardientes se hundieron en su carne y subieron hasta su cráneo. Sintiendo que iba a desmayarse, se obligó a respirar hondo.Poco después, Lana llegó corriendo junto con Raz, Hugo y el sargento Gil, quien cargaba a un niño inconsciente sobre sus hombros.
—¡Santiago! ¿Cómo está? —inquirió el sargento mientras depositaba al niño en el suelo.
Lana se acercó y revisó la herida con una linterna.
—Parece una herida limpia, podrá llegar al comando.
Abrió una pequeña bolsa negra y le sostuvo el rostro con firmeza.
—¡Santiago, mírame! Vas a odiarme por esto, pero tengo que hacerlo.—¿¡QUÉ!?
No le dio tiempo de prepararse. La bolsa se adhirió a la herida y, al instante, una espuma negra comenzó a expandirse por la carne abierta, cerrando la zona con una presión brutal. Santiago se arqueó de dolor y soltó un alarido.
—Si sigue gritando así, esas cosas nos encontrarán —murmuró el sargento, sin apartar la vista de su localizador portátil—. Raz, vigila la retaguardia. Hugo, busca un camino despejado que nos saque de aquí.
Los dos soldados salieron corriendo.
—Él estará bien —aseguró Lana. —¿Quiere que le eche un vistazo al niño, señor?—Negativo. Estamos retrasados —respondió Gil, lanzando una mirada rápida al chico inconsciente. —César, reporte
César consultó el dispositivo d.p.a.m en su muñeca.
—Estamos solo a unas calles del comando. Seguimos dentro de la zona de bombardeo, tenemos tres minutos, señor.—Podemos lograrlo. César, encárguese de Santiago. Lana, conmigo.
César intentó cargarlo, pero Santiago se soltó.
—Puedo caminar —gruñó, tambaleante.
El equipo salió del callejón y entró a la avenida. La ciudad ardía. Fuego y sombras danzaban sobre las fachadas, los parques y las casas reducidas a escombros. Morteros caían a lo lejos, sacudiendo el suelo con estruendos que perforaban los oídos. Santiago miró todo con un nudo en el pecho. Alguna vez, Estermil fue llamada "la ciudad más bella". Ahora sólo quedaban cenizas.
—¡Dos calles más! —gritó César sobre el ruido de los disparos y las explosiones.
Pero al avanzar, un grupo de soldados emergió de una calle lateral, disparando sus rifles automáticos con desesperación. Algo los perseguía.
—¿Podemos rodearlos? —preguntó Gil.
César revisó su d.p.a.m.
—Negativo, señor. Debemos cruzar.
El sargento asomó la cabeza en el momento justo en que una de "esas cosas" alcanzaba a un soldado y lo arrastraba al interior de la calle. Los demás lanzaron granadas incendiarias para contenerla.
—Mierda.—Dos minutos, sargento —el d.p.a.m. de César parpadeaba en rojo.
El sargento miró a su equipo a la espera. Indeciso, entregó al niño a Santiago.
—¿Puedes con esto?
Santiago sostuvo al niño con su brazo sano y asintió.
—Hugo, Raz y yo nos quedaremos a frenar a esas cosas. —anunció el sargento— Los demás, avancen rápido.
El escuadrón asintió y se separó.
—¡Ahora! ¡Ahora! —ordenaba el sargento mientras se unía al grupo de soldados para contener el avance enemigo.
Cuando Santiago cruzó la intersección, pudo verlos. Aquellos horrores amorfos de carne viscosa, con protuberancias que parecían patas o brazos retorcidos, usándolos para reptar y trepar por las paredes.Había sido una de esas cosas la que le arrancó el brazo.Mientras corría, se obligó a no mirar atrás. Pero lo hizo.Vio a Raz y a Hugo ser despedazados, mientras el sargento lanzaba sus últimas granadas incendiarias contra de las bestias.Siguió corriendo, sintiendo el peso del niño en su brazo. César y Lana lo alcanzaron y lo ayudaron a avanzar.
—¡Ahí está el perímetro! —gritó César, señalando un conjunto de barricadas iluminadas por reflectores.
El silbido de un proyectil los hizo tirarse al suelo. Una explosión sacudió la calle, levantando una nube de polvo y fuego. Santiago sintió un zumbido en los oídos mientras se incorporaba a duras penas. Las sombras de las criaturas se movían entre las llamas.
—¡Levántense! ¡Nos están viendo! —bramó Lana, ayudando a Santiago a ponerse de pie.
César los empujó hacia adelante mientras disparaba su rifle.Las barricadas estaban a solo unos metros.