El viento aullaba entre los árboles mientras Arthur avanzaba por la oscura carretera de regreso a casa. La noche se cernía sobre San Salvador con una inquietante calma, rota únicamente por el lejano sonido de los grillos y el rugido ocasional de una motocicleta perdida en la distancia.
Era un día como cualquier otro. Las clases habían terminado tarde y, aunque normalmente tomaba el bus, esta vez decidió caminar. No estaba de humor para soportar el bullicio de la gente.
Su mochila pesaba sobre su espalda y sus pensamientos estaban enredados en preocupaciones cotidianas: la presión de los exámenes, las constantes discusiones con su madre sobre su futuro y, sobre todo, la sensación de que su vida era monótona. Pero, en el fondo, algo lo inquietaba. No podía explicarlo, pero había sentido esa extraña incomodidad desde que salió del instituto.
Caminaba por una calle secundaria, una de esas donde las casas estaban separadas por terrenos baldíos llenos de maleza y basura acumulada. La luz de los postes eléctricos parpadeaba intermitentemente, proyectando sombras extrañas en el pavimento.
Entonces, lo sintió.
Esa sensación de que alguien lo observaba.
Se detuvo en seco. Su corazón latía con fuerza.
Giró la cabeza lentamente. Nada. Solo la calle vacía y las siluetas de las casas dormidas.
Respiró hondo y siguió caminando, tratando de convencerse de que era su imaginación. Pero el sonido de sus propios pasos parecía tener eco.
Aceleró el paso.
El eco también.
Se detuvo de golpe.
El eco continuó.
Un escalofrío recorrió su espalda. No estaba solo.
Su garganta se secó mientras su mirada escaneaba el entorno. Se obligó a respirar con calma, aunque su cuerpo entero le gritaba que corriera.
—¿Hola? —Su propia voz sonó temblorosa.
El silencio fue la única respuesta.
Hasta que lo vio.
A unos metros, en la intersección más adelante, una silueta alta y delgada estaba de pie en medio del camino.
No tenía rostro.
No tenía rasgos.
Era solo una sombra con forma humana, completamente negra, como si absorbiera la luz a su alrededor.
Arthur sintió que sus piernas temblaban. Su respiración se volvió errática.
Parpadeó.
La figura había desaparecido.
El joven sintió su pecho oprimido por el pánico. Un instinto primitivo le gritó que corriera.
Y corrió.
No miró atrás. No pensó en nada más. Solo quería llegar a casa.
Cuando finalmente alcanzó la puerta de su casa, sus manos temblaban tanto que tardó varios intentos en meter la llave en la cerradura.
Abrió de golpe y se metió adentro, cerrando con doble seguro.
Se quedó allí, apoyado contra la puerta, respirando con dificultad.
—¿Arthur? —La voz de su madre llegó desde la cocina.
—Sí… ya llegué.
No tenía fuerzas para decir nada más. Subió a su habitación con pasos pesados, cerró la puerta y se dejó caer en la cama sin siquiera quitarse la mochila.
Pero la sensación de que algo estaba mal no desapareció.
Cerró los ojos, esperando que el sueño lo alejara de aquella angustia.
Soñó.
Y el sueño era más real de lo que debería ser.
El aire estaba impregnado de humedad y un aroma a tierra mojada. Se encontraba en un lugar que no reconocía, un vasto espacio cubierto por una densa neblina. El suelo era de piedra fría y su respiración se hacía visible en el ambiente.
Un sonido de pasos.
Arthur giró la cabeza.
A pocos metros, una figura alta y encorvada emergió de la neblina. Era un anciano de piel curtida y cabello largo y canoso. Sus ojos eran negros, profundos, como si ocultaran siglos de conocimiento y secretos oscuros.
El joven intentó moverse, pero su cuerpo no respondía.
—Arthur… —La voz del anciano resonó con un eco profundo, como si hablara desde lo más hondo del tiempo mismo.
Arthur sintió un escalofrío.
—¿Quién eres? —logró preguntar con dificultad.
La figura avanzó otro paso. Sus ropajes eran oscuros, pesados, decorados con símbolos que Arthur no reconocía, pero que despertaban algo en su interior, como si los hubiera visto antes en algún rincón olvidado de su memoria.
—Soy tu mentor —respondió el anciano—. Y tu destino acaba de comenzar.
Arthur sintió que el mundo a su alrededor se estremecía. Su visión se nubló y, de repente, todo se desmoronó a su alrededor.
Despertó de golpe.
Su corazón latía con fuerza.
Intentó regular su respiración, diciéndose que solo había sido un sueño… pero entonces, lo vio.
En su muñeca derecha, una marca oscura había aparecido. Era un símbolo extraño, grabado en su piel como si hubiera sido quemado allí.
Su cuerpo se congeló.
Porque, en el fondo, sabía que esto no era un simple sueño.
Era el comienzo de algo mucho más grande.
Y su vida jamás volvería a ser normal.