A Neil no le gustaba nuestra casa. Decía que era demasiado pequeña, demasiado fría, demasiado ruidosa. Se quejaba de Artie, que lo abrazaba mientras él intentaba dormir. Se quejaba de Malcolm, que le hacía comerse sus sobras, porque su apetito era como el de una paloma. Se quejaba de mí, porque jamás quise enseñarle nada.
Día tras día, queja tras queja.
De los cuatro, Neil era el menor. Tenía siete años y una cabeza mayor a la de cualquiera. Se inventó un aparato, para colar el agua de la lluvia negra y dejarla casi gris, con puros trastos. Le hizo a Artie suelas para los pies con una llanta. A Malcolm le armó un bastón para ayudarlo con su cojera. A mí me inventó un martillo con una cuña detrás de la cabeza.
Neil sabía leer, escribir y contar las estrellas que había por noche. Era pequeño, moreno, de ojos oscuros y llenos de deseos. Fue él quien nos dio un nombre, una edad y un sentido. Malcolm siempre tuvo la sospecha de su origen: resultaba demasiado noble, demasiado puro. Pero Neil siempre respondía que él era nadie, y el silencio que seguía enterraba el deseo de seguir excavando. Llámenlo culpa, lo que sea.
Le gustaba comer paloma hervida, le daba asco las patas de rata y tenía estómago débil.
Si comía poco, se enfermaba.
Si Artie no le abrazaba, el frío no le dejaba dormir.
Si yo le enseñaba cómo mantenerse vivo, la inocencia en sus ojos vacilaba.
Neil no creía en Altar, Onei o Ethar. Despotricaba cuando escuchaba las campanas de los templos a las afueras del Distrito 5 del Cuarto Muro. Daría pisotones, escupiría al suelo y alzaría el puño a los cielos maldiciendo a cualquiera de los tres grandes cada cuatro ciclos. De no haber sido por esa boca suya, cualquiera lo habría confundido fácilmente como alguien del Tercer Muro. Neil tenía siete años y ya era todo un pagano.
Quizá, por eso se lo llevaron.
Quizá fueron las prostitutas del Distrito 17, o quizá fue la vieja loca de la Calle 38.
Quizá se le cayó el trapo sucio que Artie le amarraba en la cabeza para pasar desapercibido.
Quizá el viejo Jeff quiso vendernos de nuevo.
Quizá Malcolm robó la cartera a algún guardia en la vía principal.
Las posibilidades se acumulaban una tras otra. El Quinto Muro era tierra de maldad: todo lo que aquí florecía, aquí se marchitaba. Como lo hizo Artie, a sus diez años, con la cabeza ahora empalada en el bastón de Malcolm y el cuerpo violentado, de las maneras más viles existentes y por existir. O como lo hizo el mismo Malcolm, a sus trece, crucificado con las vísceras brotando como las aurelias radianas ofrendadas al monumento del Káika, en el Distrito 0, sobre la vía principal, cada que se celebraba el Día de la Instauración.
Como lo haré yo algún día.
La conclusión seguía siendo la misma: se llevaron a mi hermano.
Y yo iba a recuperarlo.