La oscuridad lo envolvía todo. Un silencio sepulcral cubría la tierra, interrumpido solo por los ecos de una guerra olvidada.
En medio de las ruinas de lo que una vez fue un mundo glorioso, algo comenzó a moverse.
Los escombros se agrietaron y la tierra tembló cuando un cuerpo emergió de las profundidades. Sus cabellos dorados resplandecían como el sol, su piel emitía un leve fulgor divino, y sus ojos azules se abrieron con la intensidad de un relámpago.
—¿Dónde… estoy? —susurró el hombre, su voz profunda pero suave.
Miró a su alrededor y lo único que vio fue desolación. Edificios derruidos, cadáveres olvidados y un cielo cubierto de nubes negras. El aroma de la muerte impregnaba el aire.
—¿Qué ha ocurrido aquí?
Entonces, los recuerdos golpearon su mente como un vendaval. Recordó el Edén, el mundo vibrante de vida… y la guerra. Recordó las criaturas oscuras que surgieron desde el abismo para corromper la creación. Recordó la batalla en la que Dios le otorgó el poder de la vida misma para combatirlas… y su largo sueño.
Pero si él había despertado, significaba solo una cosa.
—Los demonios han regresado.
La humanidad estaba en peligro.
El sonido de pasos apresurados llamó su atención. Entre las ruinas, un grupo de personas huía, perseguidas por bestias de ojos carmesí.
—¡No nos alcanzarán, sigan corriendo! —gritó una mujer con armadura rasgada.
Adán observó la escena con calma. Las criaturas, con piel negra como el carbón y colmillos afilados, eran demonios menores, pero su número los hacía peligrosos.
Sin dudarlo, avanzó.
Las criaturas saltaron sobre él con furia, pero en un movimiento fluido, Adán alzó la mano y el aire mismo pareció estremecerse.
—Regresen al polvo del que nacieron.
Un resplandor dorado emergió de su palma y, en un instante, los demonios se desintegraron en cenizas.
El grupo de sobrevivientes lo miró con asombro.
—¿Quién… eres tú? —preguntó un joven con ojos llenos de miedo y esperanza.
Adán los miró con solemnidad.
—Soy Adán. El primero de los hombres.
Los sobrevivientes lo llevaron a su refugio. Una ciudad subterránea construida con los restos de la civilización. Allí, le contaron lo ocurrido.
Los demonios habían emergido hace décadas, destruyendo reinos y naciones. Sin medios para combatirlos, la humanidad se vio reducida a pequeños grupos de resistencia.
—No tenemos manera de luchar contra ellos —dijo la mujer que parecía ser la líder del grupo—. Solo podemos correr y escondernos.
Adán cerró los ojos.
—Eso cambiará.
Los miró con determinación.
—Ustedes son mis hijos, y yo les enseñaré a luchar.
Adán les explicó la verdad: la humanidad no estaba indefensa. Dentro de cada uno existía la misma chispa de poder que él poseía. Solo necesitaban despertarla.
El entrenamiento comenzó.
—Cierren los ojos. Sientan el flujo de energía dentro de ustedes —les ordenó.
Pero no era fácil. Solo un joven llamado Samuel logró manifestar una débil luz en su palma. Los demás fallaron.
Adán sonrió.
—Es solo el comienzo.
Los primeros en destacar fueron cuatro.
—Me llamo Caleb —dijo un joven de mirada decidida—. No quiero volver a huir.
—Soy Helena —dijo la líder del grupo—. Antes fui capitana de las fuerzas de defensa.
—Mi nombre es Samuel —intervino el intelectual—. Conozco las antiguas escrituras.
—Soy Elise —susurró una joven de cabellos plateados—. Perdí todo. No tengo nada que perder.
Adán asintió.
—Ustedes serán mis discípulos.
Y la humanidad renacería con ellos.
Los días pasaron. Los entrenamientos fueron brutales.
—No necesitan armas. Su cuerpo es su arma.
Con el tiempo, comenzaron a ver resultados. Samuel creó una esfera de luz, Helena fortaleció su cuerpo a niveles sobrehumanos, y Elise generó una barrera de energía.
Pero Caleb seguía sin lograrlo.
—La rabia te impide avanzar —dijo Adán—. Pero no te rindas.
Caleb, con los puños apretados, se prometió que lo lograría.
En el Trono de Obsidiana, Lucifer observaba la situación con una sonrisa.
—Adán… has regresado.
Un demonio alado se inclinó ante él.
—Mi señor, ¿deberíamos intervenir?
Lucifer apoyó la cabeza en su mano, divertido.
—No todavía. Dejemos que se fortalezcan.
Sus ojos brillaron con malicia.
—Porque cuando lo hagan… yo mismo los aplastaré.