Epílogo: Acto 1

La sala era un imponente anfiteatro que podía albergar a más de mil personas, y esa noche estaba completamente lleno. Las luces principales se apagaron gradualmente, dejando solo un foco brillante que iluminaba el centro del escenario. La figura del Doctor Ronney Momongi, un hombre mayor de semblante sereno, surgió bajo aquella luz con la confianza de alguien que conocía cada rincón del conocimiento humano.

El doctor, de cabello blanco cuidadosamente peinado hacia atrás, llevaba una bata de laboratorio inmaculadamente blanca que resaltaba contra el fondo negro del escenario. Sus ojos verdes, profundos y brillantes, escudriñaban a su audiencia con una mezcla de amabilidad y desafío, como si estuviera a punto de compartir un secreto que cambiaría el curso de sus vidas.

—¿Evolución? ¿Supervivencia? ¿Negro o blanco? ¿Nuestro futuro? —preguntó, su voz resonando con claridad a través del auditorio.

Un silencio absoluto invadió el espacio. Incluso los murmullos más leves cesaron ante la intrigante apertura del doctor. Tras una pausa calculada, continuó con una cadencia que atrapaba tanto a expertos como a neófitos:

—Todos hemos oído hablar de la genética. Es una de las ramas de la ciencia más prometedoras, pero, al mismo tiempo, más incompletas. Aunque hemos logrado avances increíbles, todavía estamos rascando la superficie de su vasto potencial.

Un proyector se encendió detrás de él, mostrando la imagen ampliada de una compleja secuencia genética. La combinación de letras y colores que representaban un código de ADN parecía latir con vida propia en la pantalla, un recordatorio visual del misterio que intentaban descifrar.

—Hoy, después de décadas de investigación, hemos dado un paso monumental. Hemos identificado, con claridad, tres tipos distintos de genes mutantes. Y esto, mis queridos oyentes, significa que ahora sabemos exactamente qué es lo que enfrentamos… y hacia dónde podríamos dirigirnos.

La intensidad de sus palabras llenó el auditorio de expectación. Con un gesto fluido, el doctor Momongi utilizó un pequeño control remoto para cambiar la diapositiva. Aparecieron dos imágenes contrastantes: una mostraba a una familia sonriente, aparentemente común, disfrutando de un día al aire libre. La otra, en marcado contraste, mostraba a un hombre en una celda de observación. Su piel presentaba deformidades que lo hacían parecer más un leproso que un humano.

El doctor señaló la primera imagen.

—Lo que ven aquí es una familia de mutantes. De la clase C a la clase A, estos individuos lucen como nosotros, viven como nosotros, y pueden integrarse en nuestra sociedad sin ningún problema.

Después, señaló la segunda imagen.

—Pero aquí… —hizo una pausa, dejando que la atención se concentrara en la figura del prisionero— tenemos un ejemplo de lo que ocurre cuando no ayudamos a los mutantes a controlar sus dones. Este hombre también pertenece a la clase A, pero algo en él salió terriblemente mal.

Sus ojos recorrieron a la audiencia con un destello inquisitivo.

—¿Alguien puede decirme qué es lo que lo diferencia de la familia en la imagen anterior?

La pregunta quedó suspendida en el aire. Al cabo de unos segundos, desde uno de los asientos más alejados, una mano se alzó. Una luz automática iluminó al estudiante, cuya silueta proyectaba una sombra alargada sobre los muros del auditorio.

—Tiene dos genes mutantes, en lugar de uno solo, —respondió el joven, con voz firme y segura.

El doctor asintió lentamente, su sonrisa reflejando orgullo y aprobación.

—Exacto. Cuando un ser humano posee más de un gen mutante, los efectos suelen manifestarse físicamente, aunque no siempre. Esto nos permite medir su nivel de peligro potencial. Sin embargo… —añadió, alzando un dedo como advertencia— esto no significa que sean malos o estén condenados.

El auditorio comenzó a llenarse de murmullos, pequeñas conversaciones que nacían entre los asistentes como si intentaran asimilar la información. Momongi aprovechó ese momento para cambiar de diapositiva nuevamente. La pantalla mostró ahora la imagen desgastada de una estatua de bronce en ruinas. Representaba a cuatro figuras, tres de ellas con características inusuales: una mujer con alas, otra con un sombrero que le cubría el rostro, y un hombre con una gran mochila. Todos parecían seguir al cuarto individuo, un hombre que estaba en el centro, con una postura erguida y un semblante sereno.

La sala entera quedó en silencio, embelesada por la visión de la estatua.

—A lo largo de la historia —dijo Momongi, su voz bajando un poco, como si estuviera compartiendo un secreto— han existido indicios de mutantes capaces de unificar a las razas. Este, mis amigos, es uno de esos casos.

Cambió la diapositiva nuevamente, mostrando antiguos grabados en libros y retratos de figuras similares, héroes olvidados que alguna vez marcaron su tiempo.

—Estos registros nos hablan de un tercer tipo de mutante. Un tipo que no solo busca sobrevivir, sino que parece destinado a liderar. Su capacidad para conectar, para armonizar fuerzas opuestas, es la clave para avanzar hacia un futuro donde la guerra y la discriminación sean cosas del pasado.

El auditorio estaba inmóvil. Nadie quería perderse una sola palabra. La pasión del doctor Momongi llenaba el aire, pero también lo hacía una pregunta implícita, un desafío silencioso: ¿era posible alcanzar esa visión de armonía o era simplemente una fantasía?

Mientras el doctor se apartaba del proyector y permitía que la estatua volviera a ocupar el centro de la pantalla, concluyó con una nota que resonó profundamente en todos los presentes:

—Esta… —dijo, señalando la imagen— no es solo una reliquia del pasado. Es nuestra prueba de que, incluso en los momentos más oscuros, hay esperanza. La genética nos ha mostrado el problema. Ahora depende de nosotros encontrar la solución.

El público se quedó en silencio durante unos segundos antes de estallar en aplausos. Sin embargo, entre el estruendo, una figura que permanecía en las sombras del auditorio no reaccionó. En sus ojos dorados, un destello de interés brilló mientras tomaba notas apresuradamente en un pequeño cuaderno negro.