Narrador: Luna Rossi
El estruendo rasgó la noche como un trueno en el infierno.
Lo primero fue la explosión, seguida de un destello cegador.
Lo segundo fue la sensación de ingravidez, como si el suelo hubiese desaparecido bajo mis pies.
Lo tercero fue el dolor, el crujido del vidrio quebrándose contra mi piel mientras volaba en el aire.
Y lo último, fue la oscuridad.
Dolor.
Caos.
Voces distantes.
Mis ojos parpadearon con esfuerzo, borrosos y pesados. Un brillo anaranjado iluminaba la ciudad en la distancia. Mi mente tardó en recordar dónde estaba. La ZP. La graduación. Marriot.
Mi cuerpo se sacudió violentamente. Alguien me cargaba.
—Ey, me alegra que estés consciente. —La voz de Marriot sonaba lejana, como si hablara desde otro mundo.
Quise responder, pero mi pierna ardió como el fuego mismo. Bajé la mirada y el horror me golpeó: una varilla de metal atravesaba mi muslo izquierdo. El uniforme negro ceremonial estaba teñido de rojo.
—No te muevas. —Marriot apretó un torniquete con su camisa ensangrentada. Se veía peor que yo. Su rostro tenía raspones, el pecho manchado de carmesí. Sus manos temblaban. Pero su mirada estaba firme.
Mi mente aún no comprendía qué pasaba cuando el estruendo de disparos me obligó a mirar.
La ciudad estaba ardiendo.
Las casas que antes eran un reflejo de tranquilidad ahora eran cenizas y escombros humeantes. Las calles estaban teñidas de sangre y cuerpos, algunos aún retorciéndose en sus últimos estertores. La Torre Orión titilaba en la distancia, su alarma blanca y ensordecedora perforaba el cielo.
La ZP estaba bajo ataque.
Marriot me arrastró a un callejón, jadeando, escondiéndonos detrás de un montón de escombros. Intentó cubrirme con una pila de objetos rotos.
—Luna, escúchame. No salgas. Yo me encargo.
Yo apenas entendía lo que decía. Mi cerebro aún estaba en estado de shock. Entonces apareció el primer invasor.
Un soldado de la Alianza.
Negro y plata. Su uniforme era blindado, llevaba el símbolo de la serpiente en el costado y un fusil de asalto que brillaba con un tono rojizo.
—¡Cuidado! —grité con el último aire en mis pulmones.
Marriot se movió como un demonio.
Su brazo se cubrió de piedra, transformándolo en un martillo improvisado que impactó contra el pecho del soldado. Un crack seco resonó en la calle.
El enemigo cayó.
Pero no estaba solo.
Cinco más aparecieron.
Los siguientes segundos fueron un infierno.
Balas elementales volaron como enjambres de muerte, rompiendo el escudo de piedras de Marriot como si fuera papel mojado. Dos soldados disparaban desde la distancia con llamaradas y rayos, otros dos cargaron cuerpo a cuerpo con puños envueltos en metal. El quinto, un aquakinetic, curaba sus heridas y aumentaba su energía.
Eran demasiado rápidos.
Demasiado coordinados.
Marriot peleó con fiereza, pero estaba agotado. Lo vi tropezar, recibir un impacto de fuego en el costado, caer de rodillas. No iba a aguantar.
Intenté levantarme. Mi pierna no respondió.
—¡No, no, no! —grité con desesperación.
Los soldados de la Alianza se reían mientras lo golpeaban.
Gritaba. Pedía ayuda. Nadie venía.
Y entonces...
El Dragón descendió.
Un helicóptero negro cruzó el cielo como un depredador en la noche.
Desde su interior, una voz amplificada por megáfonos retumbó en toda la ciudad.
—A los invasores que han mancillado mi ciudad… —la voz era grave, controlada, pero ardía con furia contenida.
Sabía quién era.
—Les aseguro que no saldrán con vida.
Los soldados se quedaron petrificados.
—A mi gente, tomen las armas. A los cadetes, defiendan su hogar. Confíen en mí.
Los soldados de la ZP, aquellos que aún resistían, comenzaron a rugir en respuesta.
—Soy su líder, Lord Bragmus, y me encargaré personalmente de aniquilar a cada uno de estos traidores.
Y entonces…
Saltó.
Desde el helicóptero, una figura envuelta en llamas descendió como un meteoro.
Impactó contra el suelo, y en un segundo, una onda de calor carbonizó el pavimento.
Él apareció entre el fuego.
Era alto. Imponente.
Su armadura negra relucía con el fuego reflejándose en ella. Las gafas rojas brillaban como dos brasas encendidas, y la máscara metálica que cubría su boca y nariz lo hacía parecer un ángel de la muerte.
De su espalda, las sombras de unas alas de fuego se expandieron antes de desvanecerse.
Era Bragmus.
El Dragón de la ZP.
Los soldados de la Alianza dudaron por primera vez.
Dos de ellos cargaron. Maldita sea, error.
Bragmus chasqueó los dedos.
Sus cráneos explotaron.
Los atacantes restantes intentaron lanzar una bola de fuego potenciada.
Bragmus extendió la mano.
El fuego se detuvo en el aire.
Y luego, volvió a él, cubriéndolo como un abrigo de destrucción.
—Miserables. —murmuró.
El último soldado tembló.
Bragmus lo tomó del cuello y lo levantó.
—Piedad, por favor... —suplicó el enemigo.
Bragmus chasqueó los dedos.
Un rayo cayó del cielo.
El cadáver humeante se desplomó.
Bragmus se giró hacia Marriot, lo levantó como si fuera nada y lo trajo hacia mí.
Yo apenas respiraba.
Su mirada fría y dominante se posó en mí.
—Tu única labor era cuidar de la niña, y casi fallas.
Se agachó, inspeccionó mi pierna. No dijo nada.
Entonces arrancó la varilla de metal.
Yo grité.
Bragmus quemó la herida con sus propios dedos.
—Ahora no perderás la pierna.
Mi respiración era errática. No sabía si agradecerle o temerle.
Lo último que escuché antes de perder la conciencia fue su orden a algunos soldados que bajaron después de él:
—Llévenlos a la Torre Orión. Y diganle a Cassandra que su hijo está fuera de control.
Desperté en una cama blanca.
La luz de la sala de emergencias me cegó.
Parpadeé, el dolor aún presente en mi cuerpo.
Y entonces, con la voz apenas firme, pregunté:
—¿Dónde está Logan?
Marriott estaba en su silla de ruedas a mi lado, sus ojos cansados, su mirada triste. Posó sus manos sobre las mias.
Y su expresión me lo dijo todo.