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Sinfonía de los condenados

Ale_Espinoza_6636
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Synopsis
Dicen que existe una melodía que nunca debió ser tocada. Una partitura olvidada que, al sonar, consume todo a su paso: cuerpos, mentes… y almas. Nadie sabe de dónde vino ni quién la compuso, solo que aquellos que la han escuchado desaparecen, dejando tras de sí un vacío imposible de llenar. Pero a veces, en la oscuridad, cuando el viento sopla con un eco inquietante, la melodía regresa. Sus notas flotan en el aire, esperando a su próxima víctima. ¿Te atreverías a escucharla?
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Chapter 1 - La melodía de los condenados

Se dice que existe una melodía, más hermosa que cualquier otra jamás creada, pero que al mismo tiempo carga con una maldición tan antigua como la desesperación humana. Una música que deslumbra con su perfección, pero que consume a quien la ejecuta, devorando su alma hasta dejarlo vacío, reducido a un eco de su antigua existencia.

Hace décadas, un hombre la encontró. Se dice que la pieza susurró promesas en su oído, hablándole de riquezas, de poder, de la materialización de sus más oscuros deseos. Y las promesas se cumplieron, una tras otra, como si el universo conspirara a su favor.

Pero un día, simplemente desapareció. No hubo testigos, no hubo rastros, solo una casa vacía y una última visión grabada en la memoria de quienes lo vieron por última vez: sus ojos, desbordantes de un miedo puro y abrumador.

Lo único que quedó en su hogar fue una hoja suelta y ajada, una página arrancada de un libro olvidado, la partitura maldita que lo había condenado.

Pasó a manos de un virtuoso músico de renombre, y la historia se repitió. Una desaparición más, otro enigma sin respuesta. Y luego, la partitura se desvaneció en la bruma del tiempo. O tal vez no. Quizás solo esté aguardando, latente en alguna sombra polvorienta, esperando elegir a su próxima víctima.

El murmullo se esparcía por el salón de ensayo como una corriente invisible, un susurro tembloroso que recorría la piel de las jóvenes bailarinas como un gélido soplo de aire. La tenue luz de las lámparas proyectaba sombras fantasmales sobre los espejos, reflejando la incertidumbre que flotaba en el ambiente.

—Dicen que cualquiera que toque esa pieza queda marcado… —musitó una de ellas, su voz apenas un hilo quebradizo, mientras sus dedos se aferraban a los pliegues de su falda.

—Cállate… no es divertido —se quejó otra, con un escalofrío recorriéndole la espalda.

—No seas ridícula, eso es solo una historia para asustar niños.

El chasquido de una puerta al abrirse interrumpió el cuchicheo. Un suave garraspeo se elevó en el aire como el aviso de un juez antes de dictar sentencia. Todas se quedaron congeladas en el sitio, con los corazones latiendo desbocados en sus pechos. Sabían que habían sido descubiertas.

Dos figuras se recortaban en la entrada, portando una autoridad inquebrantable.

Viktor Draeven, el prodigio del piano, un hombre cuya presencia misma era un himno de gracia y distinción. A pesar de la dulzura en su sonrisa, de la perfección de sus rasgos y de la amabilidad que emanaba de su porte impecable, había algo inalcanzable en él. Un sueño cristalino y hermoso, pero frágil como el hielo que estalla al mínimo roce.

A su lado, como una sombra imponente, se erguía Bastian Kael. Si Viktor era la encarnación del carisma refinado, Bastian era la personificación del juicio inapelable. Su cabello caía en mechones rebeldes que enmarcaban un rostro de belleza casi cruel. Había una gravedad aterradora en su postura, una dureza que exigía perfección absoluta. No se molestaba en otorgar miradas a quienes consideraba indignos de su atención.

Ambos dirigían la Academia Eterna, el santuario de la danza y la música donde solo los mejores podían entrar y sobrevivir.

Bastian recorrió con la mirada afilada a las bailarinas, que se apresuraban en adoptar posturas de ensayo.

—No entiendo por qué la gente insiste en inventar supersticiones absurdas sobre la música —gruñó, con una voz tan grave que parecía hacer temblar los espejos de la sala.

—Quizás no sea más que una fábula, pero el concepto es… interesante —respondía Viktor con suavidad, su tono impregnado de esa calma insondable que contenía misterios imposibles de descifrar.

Bastian rodó los ojos. Su amigo y colega siempre encontraba algo poético en las cosas más triviales.

—Tonterías —espetó.

—¿Y si solo se trata de una simple melodía olvidada? —Viktor ladeó la cabeza, su sonrisa jugueteando en el filo de lo enigmático. —Si existe, podría utilizarse en el próximo recital. Podría ser… un espectáculo inolvidable.

Bastian frunció el ceño con escepticismo, pero tras un momento, soltó un suspiro.

—Haz lo que quieras.

Y así, el destino comenzó a sellarse.

Horas de búsqueda los condujeron a la biblioteca más antigua de la academia, un lugar donde el polvo se acumulaba sobre estanterías colmadas de volúmenes olvidados. El aire estaba viciado de un aroma a papel envejecido, a historias condenadas al olvido. Y allí, entre montones de partituras inservibles y papeles arrugados, encontraron el pergamino maldito. La Melodía de los Condenados.

Viktor la desenrolló con una reverencia casi inconsciente. La tinta desvanecida parecía pulsar bajo la tenue luz de las lámparas.

Con la partitura en sus manos, se sentó frente al piano de cola y, con una respiración profunda, dejó caer sus dedos sobre las teclas.

El sonido emergió como un aliento de otro mundo. Era hipnótica, como una caricia helada recorriendo la piel, bella y atroz a partes iguales. A medida que la melodía progresaba, las notas adquirían un peso inquietante, arrastrándolos a un abismo de armonías imposibles, de acordes que parecían desafiar la misma naturaleza del sonido.

El aire en la sala pareció espesarse. Bastian, sin ser un hombre dado a los miedos irracionales, sintió un nódulo frío instalarse en su pecho.

Las últimas notas vibraron en el aire, flotando en un silencio espectral.

Viktor alzó la vista, sus manos suspendidas sobre las teclas.

Nada ocurrió.

Y entonces, Bastian rió. Una carcajada grave, confiada.

—Tonterías.

Viktor sonrió con calma.

—Parece que el "diablo" no vendrá por nosotros esta noche.

Dejaron las instalaciones, apagando las luces tras de sí. Sin embargo, ninguno de los dos notó cómo, en la penumbra de la sala vacía, las últimas vibraciones del piano parecían extenderse más de lo debido.

En una esquina del salón, donde la luz no alcanzaba, una sombra se movió sutilmente, apenas perceptible.

Y en el aire, como un susurro, alguien, o algo, pareció reír.

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