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Chapter 2 - Capítulo 1: Los Orígenes en la Niebla

Capítulo 1: Los Orígenes en la Niebla

Roman Ivanov no siempre fue el hombre poderoso y enigmático que el mundo conocería. Su historia comenzó en un pequeño pueblo perdido en Siberia, un lugar donde el invierno parecía eterno, los días eran grises y las noches más largas que las esperanzas de quienes vivían allí. En una humilde casa de madera, Roman creció junto a su madre, Ekaterina, una mujer trabajadora y valiente que hacía todo lo posible por mantener a su hijo, a pesar de las circunstancias.

El pueblo estaba rodeado de bosques espesos y montañas cubiertas de nieve. La vida ahí no ofrecía muchas oportunidades, pero Roman siempre veía el mundo de una manera diferente. Mientras otros niños jugaban en la nieve o ayudaban a sus familias en los campos, él pasaba horas desmontando radios viejas o intentando construir pequeños dispositivos con piezas que encontraba en el vertedero local. Su madre, aunque preocupada por su aislamiento, no podía evitar sentirse orgullosa de su hijo.

—Un día, Roman —le decía mientras él trabajaba concentrado en sus inventos—, vas a hacer cosas grandes, cosas que ni siquiera yo

La vida en Siberia era dura, implacable y fría. Roman y su madre apenas tenían lo suficiente para sobrevivir. Ekaterina trabajaba limpiando casas y tejiendo ropa para los vecinos más ricos del pueblo, mientras Roman buscaba maneras de ayudarla. A los 8 años, ya había aprendido a arreglar electrodomésticos para los vecinos, cobrando lo que podían pagar: un poco de pan, leña o leche.

Pero la vida en Siberia no era solo pobreza. También estaba marcada por una soledad profunda. Roman no tenía amigos cercanos, y aunque sus compañeros de escuela lo respetaban por su inteligencia, también lo evitaban. Su forma de pensar era diferente, y eso lo aislaba. En su tiempo libre, devoraba los pocos libros que su madre podía conseguirle, especialmente los que hablaban de ciencia y tecnología. Los libros se convirtieron en su escape, su ventana a un mundo que parecía más grande y prometedor que el frío pueblo que lo rodeaba.

Lo que más marcó la infancia de Roman fue la ausencia de su padre. Nunca lo conoció, y su madre rara vez hablaba de él. En las pocas ocasiones en que se atrevió a preguntar, Ekaterina simplemente respondía:

—Es mejor que te concentres en lo que está por venir, no en lo que quedó atrás.

Roman interpretó esas palabras como una lección importante: no podía confiar en nadie más que en sí mismo. Aunque Ekaterina siempre estuvo a su lado, Roman comenzó a desarrollar una independencia casi obsesiva. Quería controlar su propio destino, asegurarse de que nunca dependería de nadie para sobrevivir.

Cuando Roman tenía 12 años, su vida dio un giro inesperado. Fue una noche helada de enero cuando su madre le dijo que iría al pueblo vecino a buscar medicinas.

—Regreso antes del amanecer, Roman. Quédate en casa y mantén el fuego encendido, ¿de acuerdo?

Él asintió, pero nunca volvió a verla. Una tormenta de nieve golpeó la región esa noche, y Ekaterina quedó atrapada en el camino de regreso. Días después, los vecinos encontraron su cuerpo, congelado en medio de la nada.

La muerte de su madre dejó a Roman completamente solo. Los vecinos intentaron ayudarlo al principio, pero nadie estaba dispuesto a hacerse cargo de un niño huérfano en un lugar donde apenas podían mantener a sus propias familias. Roman aprendió rápidamente que debía valerse por sí mismo si quería sobrevivir.

En los meses que siguieron a la muerte de su madre, Roman vivió de su ingenio. Reparaba herramientas, construía calentadores improvisados y ayudaba a los aldeanos con sus problemas mecánicos. Poco a poco, se ganó la reputación de ser "el chico que podía arreglarlo todo". Sin embargo, a pesar de su habilidad, Roman sabía que no podía quedarse en ese lugar para siempre.

Con el tiempo, su pequeño taller improvisado se convirtió en un refugio para él. Allí, rodeado de piezas de metal y herramientas, Roman soñaba con un mundo diferente, un mundo donde la tecnología pudiera resolver los problemas que veía a su alrededor. Aunque apenas era un adolescente, ya estaba desarrollando las ideas que más tarde lo llevarían a crear Pandora.

A los 16 años, Roman recibió la primera oportunidad que cambiaría su vida. Un profesor itinerante, Mikhail Sokolov, llegó al pueblo para enseñar en la escuela local durante unos meses. Mikhail, un hombre mayor y experimentado, quedó impresionado por la inteligencia de Roman y su capacidad para resolver problemas complejos.

—Tienes un talento excepcional, Roman. Este lugar no es para ti. Deberías estar en Moscú, trabajando con los mejores del mundo.

Roman, acostumbrado a lidiar solo con sus problemas, se mostró escéptico al principio. Pero Mikhail no se dio por vencido. Lo ayudó a preparar una solicitud para una beca en una de las universidades más prestigiosas de Rusia. Contra todo pronóstico, Roman fue aceptado.

Dejar Siberia no fue fácil. Roman tenía miedo, pero también una determinación que lo impulsaba a seguir adelante. Antes de partir, visitó por última vez la tumba de su madre. Se arrodilló frente a la cruz de madera que marcaba su lugar de descanso y prometió:

—Voy a salir de aquí. Voy a construir algo tan grande que el mundo nunca más me ignorará.

Con una pequeña maleta y el cuaderno donde anotaba todas sus ideas, Roman se subió al tren que lo llevaría a Moscú. Mientras miraba por la ventana cómo desaparecían las montañas y la nieve de su infancia, se prometió que nunca volvería. El pasado quedaba atrás, y el futuro lo esperaba.

Roman Ivanov no siempre fue el hombre poderoso y enigmático que el mundo llegaría a temer y admirar. Antes de convertirse en el creador de un imperio tecnológico, antes de diseñar la inteligencia artificial que prometía cambiar el destino de la humanidad, Roman fue un niño enfrentando un mundo frío, injusto y cruel. Su historia comenzó en un pequeño y olvidado pueblo de Siberia, donde la nieve caía interminablemente, las noches eran más largas que los días, y los sueños parecían no tener cabida.

El pueblo donde Roman nació era más un asentamiento que un verdadero hogar. Las casas eran simples estructuras de madera, azotadas por el viento helado que parecía nunca detenerse. El horizonte era siempre blanco, inmenso, y los pocos habitantes que quedaban vivían resignados, sabiendo que su destino estaba atado al clima implacable y la pobreza. Roman creció en una de esas casas junto a su madre, Ekaterina, una mujer fuerte pero cansada, cuya mayor esperanza en la vida era darle a su hijo una oportunidad de escapar de aquel lugar.

Ekaterina trabajaba día y noche, limpiando casas o tejiendo ropa para las familias más acomodadas del pueblo, todo mientras intentaba mantener a Roman alimentado y educado. A pesar de sus dificultades, siempre encontraba tiempo para leerle historias por las noches. Le hablaba de ciudades lejanas, de inventores que cambiaron el mundo y de un futuro donde él podría ser alguien importante.

—Eres más inteligente de lo que crees, Roman. Algún día, harás cosas que ni yo puedo imaginar.

Desde muy pequeño, Roman demostró que era diferente. Mientras otros niños jugaban en la nieve o ayudaban a sus familias, él pasaba horas desarmando y reparando cosas. Radios viejas, relojes rotos, cualquier objeto que los vecinos descartaran era un tesoro para Roman. Su curiosidad parecía no tener límites. Con piezas sueltas y herramientas rudimentarias, logró construir una pequeña lámpara improvisada que iluminó su casa en una noche oscura. Ekaterina, al verlo, no pudo evitar llorar.

—¿Cómo lo hiciste? —preguntó ella, incrédula.

—Pensé en cómo funcionaba la radio y la modifiqué —respondió Roman con una naturalidad desarmante.

Aquella noche, algo cambió. Roman no solo era un niño brillante, sino un visionario en potencia. Sin embargo, su talento también lo aislaba. Los niños del pueblo lo veían como alguien extraño, un "chico raro" que prefería hablar con máquinas antes que con personas.

Roman no conoció a su padre. Ekaterina siempre evitaba hablar de él, pero en los días más duros, cuando el dinero y la comida escaseaban, Roman no podía evitar preguntarse por qué los había abandonado. Un día, cuando tenía 10 años, le preguntó directamente:

—¿Por qué nunca hablas de él? ¿Dónde está?

Ekaterina se quedó en silencio por un largo rato. Finalmente, respondió con voz firme:

—Él no importa, Roman. Lo único que importa es lo que tú vas a hacer con tu vida.

Aquellas palabras se quedaron grabadas en su mente. No necesitaba a nadie, no dependía de nadie. Roman aprendió a confiar únicamente en sí mismo y a depender de su ingenio para superar los obstáculos.

Cuando Roman tenía 12 años, su vida dio un giro devastador. Era enero, uno de los inviernos más duros que el pueblo había enfrentado en años. Ekaterina salió de casa una noche para buscar medicinas en el pueblo vecino, prometiéndole que regresaría antes del amanecer.

—Mantén el fuego encendido, Roman. No dejes que la casa se enfríe.

Roman esperó toda la noche, pero su madre nunca regresó. Días después, los vecinos encontraron su cuerpo, atrapado bajo una avalancha de nieve. La noticia sacudió al joven Roman, dejándolo completamente solo en un mundo ya de por sí inhóspito.

Los días siguientes fueron los más oscuros de su vida. Sin familia cercana ni amigos que lo ayudaran, Roman tuvo que aprender a sobrevivir por su cuenta. Reparaba herramientas, vendía sus pequeñas invenciones y aceptaba cualquier trabajo que pudiera mantenerlo con vida. Pero en su interior, algo había cambiado. La pérdida de su madre lo endureció, dándole una determinación feroz de no volver a depender de nadie nunca más.

A los 16 años, Roman recibió una oportunidad inesperada. Un profesor itinerante, Mikhail Sokolov, llegó al pueblo para enseñar en la escuela local durante unos meses. Mikhail era un hombre mayor, con un profundo amor por las ciencias, y quedó impresionado por la mente brillante de Roman.

—Eres un diamante en bruto, Roman. Este lugar no está hecho para alguien como tú —le dijo después de revisar uno de sus proyectos escolares.

Mikhail se convirtió en el primer mentor de Roman, enseñándole no solo matemáticas avanzadas y física, sino también la importancia de la curiosidad y la ambición. Fue él quien ayudó a Roman a postularse para una beca en una universidad de Moscú. Aunque las posibilidades eran escasas, Roman fue aceptado gracias a su innegable talento y las recomendaciones de Mikhail.

Dejar el pueblo no fue fácil. Roman, con una pequeña maleta y el cuaderno donde anotaba todas sus ideas, se despidió de lo poco que quedaba de su vida allí. Antes de partir, visitó la tumba de su madre por última vez.

—Voy a salir de aquí, mamá. Te prometo que nunca más tendré que vivir como lo hicimos.

Mientras se subía al tren que lo llevaría a Moscú, Roman no miró hacia atrás. Sabía que su futuro estaba lejos de ese pueblo, en un lugar donde su mente sería su mejor arma.

El capítulo concluye con Roman llegando a Moscú, una ciudad vibrante y llena de posibilidades. En ese momento, todavía no sabía cómo lo lograría, pero una cosa era segura: cambiaría el mundo. Para bien o para mal, Roman Ivanov estaba destinado a dejar su huella en la historia, y todo comenzó con un sueño nacido en un rincón olvidado de Siberia.

Este capítulo desarrolla a fondo la infancia de Roman, mostrando los desafíos que enfrentó, las tragedias que lo marcaron y las decisiones que lo llevaron a convertirse en un hombre obsesionado con controlar su propio destino. Es el comienzo de su ascenso hacia la grandeza, pero también de los sacrificios que lo acompañarán en el camino.