—Te odio… nunca debiste nacer —escupió el hombre frente a mí.
El olor a metal quemado me arañaba la garganta. El auto, volcado sobre la banqueta, parecía una lata destrozada. Del motor roto brotaba humo denso, caliente, como el último aliento de algo que no quería morir.
Su torso sobresalía entre los fierros. Lo demás… una masa de carne abierta, huesos rotos y sangre espesa deslizándose por los metales torcidos.
—Por tu culpa lo perdí todo… ¡Todo! —murmuró con voz rota, sin apartar la mirada. —Si no hubieras nacido, mi vida sería buena… ¡Buena!
Sus palabras quedaron flotando entre el humo, apagándose igual que él.
Solo lo miré.
El pecho ardía. La garganta cerrada. Los puños rígidos.
No era rabia. Era lástima.
Algo dentro de mí se quebró. Algo importante.
No por sus palabras…
Sino porque se las dijo a mi hermanita.
Ella no lloraba. No sé si no entendía… O si su alma ya se había callado.
Le tomé la mano. Seguía cálida.
Y, en un acto que se sintió inmoral, dimos un paso atrás. Juntos, dándole la espalda aquel hombre que alguna vez llamé padre.
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Y seis años después, seguíamos huyendo. Pero esta vez, yo era el único que corría.
En una ciudad llamada Timoría, donde los edificios acariciaban el cielo con gracia vertical y la modernidad susurraba en cada esquina con voz de vidrio y brisa.
Yo yacía dormido en un pequeño departamento, en lo más alto de un edificio, ajeno al mundo y al día que me esperaba.
En una habitación congelada en el susurro del silencio, donde el único latido era el vaivén roto de mi respiración, el mundo fingía detenerse…
Mi cabello, de color rosa, reposaba sobre la almohada como el rastro tibio de un sueño sin espinas. La calma me abrazaba con manos finas, casi inexistentes, como esas mañanas que uno quisiera encerrar en un suspiro para no dejarlas ir.
Hasta que un puño rasgó el silencio como una nota disonante que rompió la calma.
Golpes rápidos sacudieron la puerta, urgentes, como si quisieran arrancarme de una paz que no me pertenecía.
—¡Marl! ¡Marl, despierta rápido! ¡Hoy vienen mamá y papá! —chilló la voz aguda de mi hermana menor, desbordando un entusiasmo tan luminoso que, a ratos, dolía más que el silencio.
El chirrido de las bisagras anunció su entrada y con ella, la luz reclamó su derecho a entrar en mi cuarto. Los rayos de la mañana se colaron por la puerta abierta, rozando mi rostro con una calidez ajena que irritó mi mirada aún adormecida.
Me incorporé con la pesadez de un cuerpo que no quiere abandonar su refugio, atado a la cama por la gravedad invisible del cansancio.
Me pasé la mano por el rostro, frotando los párpados, y sin aviso dejé escapar un bostezo que se deshizo en el aire, sin lograr despegarme del sueño.
Frente a mí, Rinn estaba de pie, su cabello rosa ondeando con la brisa tímida que se colaba por la puerta abierta, y su sonrisa —brillante, impaciente— parecía empujar al sol, intentando robarle horas al amanecer.
—Oh… sí, hoy cumples siete años —musité, estirándome con lentitud, intentando despertar los músculos que protestaban por la interrupción—. ¿Lo has estado esperando?
—¡Sí, quiero conocer a mis padres, por fin!
Sus palabras no solo llenaron el aire…
Ella, sin querer, lanzó una piedra contra el hielo; rompiendo la capa fría que me envolvía.
Algo nuevo me tensó el rostro.
No era ira, ni tristeza.
Solo ese gesto contenido… como si las palabras quisieran salir, pero sabían que harían daño.
La mirada se me fue al suelo.
—¿Hermano...?
Sin pensarlo, dejé escapar una sonrisa temblorosa, como un susurro que dudaba si debía existir.
Deslicé los dedos por su cabello sedoso. Fino, cálido…
Tan pequeña aún… y, sin embargo, en sus ojos, el brillo que solía bailar sin miedo empezaba a desvanecerse, como una vela que pierde oxígeno.
—Tranquila… sé que no se lo perderían… no hoy —murmuré, intentando darle algo de calma, aunque mi voz tembló más de lo que esperaba.
El silencio que siguió no fue consuelo, sino una pausa espesa, suspendida en el aire.
Dejé atrás la calidez de su cabello y, con un suspiro leve, me incorporé, deslizándome fuera de la cama.
—Voy a bañarme. Vuelvo pronto.
—Está bien… pero no te tardes —murmuró, justo antes de que la puerta se cerrara entre nosotros.
En el baño, giré la llave del agua caliente. El chorro cayó tembloroso sobre la cerámica, como si el grifo dudara en despertar al día.
Me quedé quieto. Sin aviso, las piernas me traicionaron. No era cansancio; era ese peso invisible que se instala dentro, sin hacer ruido ni pedir permiso.
Caí al suelo frío, y el mundo siguió sin mí.
Me cubrí el rostro con una mano. El peso de mis decisiones aplastaba mi pecho, un muro agrietado por dentro, un eco que ya no encuentra respuesta.
—Este año… ¿Cómo le mentiré? —susurré, y el agua, constante en su caída, no supo consolar la grieta que se abrió en mi voz.
Mis piernas se entumecieron al tocar el suelo, adaptándose a la caída como si, en el fondo, ese lugar me ofreciera más consuelo que estar de pie.
Por un instante, rendirse parecía más fácil. Pero... hoy no.
Con los puños, golpeé mis piernas con tanta fuerza que las logre sentí. Y con eso obligue a mi cuerpo a pararme.
Cada músculo protestaba, como si el cuerpo, cómplice del alma, suplicara quedarse quieto… rehén de la comodidad y el vacío.
Me sostuve frente al viejo espejo. La superficie opaca devolvía una silueta que apenas reconocía. Me imitaba, sí… pero esa mirada no era mía.
Había juicio. Había rechazo.
¿Era yo?
No. La imagen reflejada era solo una versión ajena a mí. Pero… ¿por qué me mira así?
Mis ojos se tensaron antes de apretar los puños. Algo subió por mi garganta, a punto de salir… por reflejo, no por decisión.
Forcé una sonrisa, esa misma que usaba para fingir que todo estaba bien.
—Solo es... un día más. —me dije, pero el vapor del agua caliente empañó el espejo, ocultando mi rostro… y con él, mi intento fallido.
Un suspiro escapó de mis labios, más susurro roto que alivio.
Me quedé frente al cristal nublado, buscando consuelo en esa imagen distorsionada. Intenté, otra vez, esa sonrisa automática. Pero mi rostro no tenía fuerzas. Ni forma.
"Primero cree en tus palabras"
—Están muy ocupados… Ya sabes cosas de adultos — "Eso suena muy mal."
—El avión se descompuso… otra vez — "Mierda, Ya usé esa."
Me rendí sobre el lavamanos, como si cada intento robara el aire.
Inhalé hondo, aferrándome al borde del lavamanos como si, de verdad, pudiera sostenerme solo con eso. Cada músculo del cuello se tensó, como si así pudiera retener la mentira… o al menos, la forma.
Alcé la mirada. Y mientras el último aliento se escapaba de mi pulmón.
—Rinn... ellos no están aquí, pero yo sí.
La sonrisa dolía. Hueca, como una herida mal cerrada.
—Soy un imbécil… ¿por qué le diría eso?
La duda me devoraba. El reflejo distorsionado por el vapor ya no era un rostro: era una máscara. Una que debía sostenerse, aunque crujiera por dentro.
Porque no podía fallarle. No a ella. No otra vez.
—¿Qué mierda invento ahora…?
"Tal vez… si le llevo un pastel."
Exhalé un último arrepentimiento. Y entré a la ducha sin decir ni una maldita palabra más.
Cerré los ojos. El vapor llenó el espacio, diluyendo el reflejo que me negaba a ver.
Salí del baño aún empapado… al llegar a mi habitación, una sorpresa me detuvo. Rinn estaba en mi cama, leyendo esa misma historia: La Leyenda del Campeón de Dios.
—Marl —dijo sin levantar la vista—. ¿Sabías que en las profecías hablan de alguien como nosotros?
Me detuve en seco.
—¿Qué?
—Aquí dice… —pasó el dedo por las líneas descoloridas—: “Aquel campeón de cabello rosa…”
Un escalofrío me recorrió la columna. Por un instante, las palabras parecieron brillar en la página, como si cobraran vida.
—Es solo un cuento, Rinn, hay muchas personas con cabello rosa.
—Tal vez —dijo, cerrando el libro con suavidad—. Pero sería genial, ¿no? Ser elegido para algo importante...