El sonido de las campanas de la iglesia se filtraba por las calles de Londres mientras caminaba hacia casa. Cada repique parecía taladrarme la mente, recordándome que había cruzado un umbral del que no podía volver.
Mis pasos eran lentos, pesados, como si cada movimiento me acercara más a un abismo invisible. Las imágenes de la pistola, el maletín lleno de dinero y la foto de mi familia me perseguían, superponiéndose en mi mente como un torbellino implacable.
Cuando llegué a casa, abrí la puerta con cuidado, como si temiera que el sonido pudiera derrumbar el frágil equilibrio que me mantenía de pie. Mi madre estaba en la cocina, tarareando una melodía suave mientras preparaba la cena. Mi padre leía el periódico en su silla habitual, y mi hermano Thomas estaba en el suelo, jugando con un tren de madera.
Era una escena cotidiana, una imagen de paz que ahora parecía tan ajena, tan lejana de mi realidad.
"Badoman, cariño, llegas tarde," dijo mi madre sin mirar hacia mí. "¿Todo está bien?"
"Sí," mentí, con la voz quebrada.
"Pareces cansado," comentó mi padre, levantando la vista del periódico. "Supongo que todo esto de la guerra está afectándonos a todos."
Asentí, incapaz de encontrar palabras. Subí las escaleras rápidamente, sintiendo que si me quedaba un segundo más, algo dentro de mí se rompería.
Cerré la puerta de mi habitación y me dejé caer al suelo. Mi respiración era irregular, y sentía un nudo en la garganta que amenazaba con ahogarme.
"¿Qué he hecho?" susurré, con la voz temblando.
Las palabras del hombre resonaban en mi mente: "No tienes otra opción."
Quería gritar, quería golpear algo, pero estaba atrapado en un silencio asfixiante. Miré mis manos temblorosas y me pregunté si realmente sería capaz de sostener un arma, de quitarle la vida a alguien.
"Por ellos," me dije a mí mismo, pensando en mi familia. "Lo hago por ellos."
Pero incluso esa justificación se sentía vacía. ¿Qué clase de hijo era yo, poniendo sus vidas en peligro al aceptar un trato con un hombre que claramente no tenía escrúpulos?
Esa noche, no pude dormir. Me quedé sentado junto a la ventana, mirando las luces de la calle y escuchando el murmullo distante de la ciudad.
"¿Qué haría un hombre valiente?" me pregunté.
Recordé a mi padre, siempre hablando de honor y deber. Pero ¿era esto honor? ¿Era esto deber?
De repente, escuché un golpe suave en la puerta. "¿Badoman? ¿Estás despierto?"
Era la voz de mi hermano Thomas. Me limpié las lágrimas rápidamente. "Sí, entra."
La puerta se abrió lentamente, y Thomas entró con su tren de madera en las manos. Se veía pequeño, vulnerable, con su pijama arrugado y su cabello despeinado.
"¿Estás triste?" preguntó, mirándome con esos ojos grandes y curiosos que siempre parecían ver más de lo que deberían.
"No, solo estoy… pensando," respondí, tratando de sonar convincente.
Thomas se sentó en el suelo frente a mí y comenzó a mover su tren de madera en círculos. "Papá dice que va a haber guerra. ¿Tú también vas a pelear?"
Su pregunta me golpeó como un puñetazo en el estómago. No quería mentirle, pero tampoco podía decirle la verdad.
"No lo sé, Thomas," dije finalmente. "Espero que no."
"¿Tienes miedo?"
Asentí, sin poder evitarlo. "Sí. Mucho."
Thomas dejó su tren y se acercó a mí, abrazándome con sus brazos pequeños. "No tienes que tener miedo, Badoman. Siempre has sido el más fuerte de todos nosotros."
Sus palabras me hicieron sentir aún más débil. ¿Cómo podía ser fuerte cuando estaba tan roto por dentro?
"Gracias, Thomas," dije, acariciando su cabello.
Después de que Thomas se fue a dormir, me quedé despierto, reflexionando sobre sus palabras. "Siempre has sido el más fuerte."
Pero no me sentía fuerte. Me sentía atrapado, como si una pared invisible me empujara hacia un destino que no había elegido.
Miré por la ventana y susurré al vacío: "Si hay alguien allá afuera que pueda escucharme… dame una señal. Muéstrame qué debo hacer."
El cielo permaneció en silencio, indiferente a mi súplica.
Y entonces, comprendí algo que me heló hasta los huesos. No había señales. No habría respuestas mágicas. La decisión era mía, y el peso de esa elección me aplastaba como una montaña.
Cerré los ojos, tratando de encontrar algún consuelo, pero solo había oscuridad. Y en esa oscuridad, sentí el verdadero comienzo de mi guerra. Una guerra que, hasta ahora, estaba librando solo contra mí mismo.