Camila fue la mujer más hermosa del imperio, admirada por todos, pero en su corazón guardaba una soledad profunda. Un día, fue invitada a una fiesta donde vio al emperador. Era la oportunidad que tanto había esperado, y su corazón latía rápido mientras se acercaba a él. Con timidez, le dijo:
Camila: ¿Te gustaría bailar?
Emperador: Por supuesto, señorita.
El emperador, sin embargo, ya estaba aburrido, distante. No sentía lo mismo por ella, pero aceptó el baile por cortesía. Camila, llena de esperanza y emoción, se enamoró de él en ese momento, sin saber que el emperador nunca llegaría a sentir lo mismo.
Pasaron dos años. El emperador, quizá por obligación o por una especie de compromiso político, le propuso matrimonio. Camila aceptó con la ilusión de que su amor crecería con el tiempo, pero el emperador solo sentía vacío. Su corazón no estaba con ella, pero Camila nunca dejó de amarlo.
En marzo, Camila comenzó a sentirse mal. El médico le dio la noticia: iba a ser madre. Para ella, el bebé significaba esperanza, algo puro en medio de su tristeza. Estaba feliz, pero el emperador ni siquiera parecía emocionado. Él no compartía su alegría.
Los meses pasaron, y Camila soportó el dolor de un embarazo solitario, sin la compañía de su esposo. Finalmente, llegó el día de dar a luz. El emperador no estaba allí. Camila, agotada y asustada, apuraba el nacimiento de su hijo, pero las horas pasaban lentamente. Al fin, nació Leo, un bebé hermoso, con el mismo cabello celeste y ojos azules del emperador. Camila lo miró con amor y ternura, pero también con tristeza, pues en ese momento sentía una profunda soledad.
El emperador nunca llegó. En su lugar, los sirvientes susurraban entre ellos, sabiendo que el emperador había traído a otra mujer, una mujer rubia. Camila no sabía nada, solo que su esposo estaba distante.
Un día, Camila decidió confrontarlo. Fue a su encuentro, con la esperanza de que su amor aún fuera suficiente para él. Pero al entrar en la habitación, lo vio. El emperador estaba besando a su amante, sin importarle que ella estuviera allí. Camila, con el corazón roto, apenas podía contener las lágrimas.
Camila: ¿Por qué me haces esto? ¿Por qué?
Sus palabras fueron un susurro quebrado, mientras su rostro se llenaba de tristeza y enojo. No podía entender cómo el hombre que amaba la traicionaba de esa manera. Lloraba en silencio, con el dolor de una herida que nunca sanaría.
Emperador: Ya no te amo.
Emperador: Amo a ella.
Camila, con la voz temblorosa, le respondió:
Camila: Eres una escoria.
El emperador, sin una pizca de remordimiento, ordenó que sus sirvientes recogieran las pertenencias de Camila. No le importaba su sufrimiento. Le pidió que se fuera y la mandó al castillo de la emperatriz viuda, como si fuera una simple carga.
Camila se fue, sola y derrotada. Antes de partir, fue a ver a su hijo recién nacido, el único ser que le quedaba, el único que le recordaba que, a pesar de todo el dolor, aún podía sentir amor.