Con el alba apenas despuntando en tonos de gris y naranja, Dante se adentró en un bosque cercano para asegurarse alguna comida. Había pasado la noche en un refugio improvisado entre rocas, y ahora, con el estómago vacío, sentía la necesidad urgente de cazar. Aquello, no obstante, no le resultaba sencillo: en el mundo real, no bastaba con blandir sus garras para hallar un animal indefenso; muchas veces, la presa escapaba antes de que él pudiera siquiera reaccionar.
Mientras se internaba en los primeros árboles, activó levemente su Soberanía Subterránea, aunque sabía que en la superficie su alcance era limitado. Aun así, percibía ligeras vibraciones del terreno que le permitían saber si había pasos pesados cerca. Al cabo de unos minutos, detectó algo inusual más allá del follaje: un grupo de criaturas grandes se movía con brusquedad, como si librara una pelea.
Dante se aproximó con cautela, agachándose para ocultar su presencia. Desde un claro del bosque, observó una escena brutal: una manada de lobos de rayo —con sus pelajes grises y líneas azuladas que chisporroteaban débilmente— luchaba contra un puñado de osos de tierra, bestias enormes de piel marrón endurecida, con protuberancias pétreas en las patas delanteras. A juzgar por los gruñidos y mordiscos, todo indicaba que eran enemigos naturales: los lobos trataban de flanquear a los osos, mientras estos se defendían con zarpazos poderosos y la descomunal fuerza de su constitución pétrea.
Los lobos eran veloces; sus ojos eléctricos denotaban la esencia elemental que corría por sus cuerpos. Cuando uno se lanzaba a morder, se sentía un chispazo que iluminaba el aire. Sin embargo, los osos contaban con un aguante casi irreal. Cada vez que un lobo acertaba con un rayo o un colmillo, el contrataque de un garrazo desgarraba la piel del lobo. Poco a poco, la pelea se inclinó a favor de los osos, que parecían inmunes a la mayoría de las descargas.
Dante se mantuvo agazapado, evaluando sus posibilidades. No pensaba arriesgarse a enfrentar a ninguno de los bandos en su punto álgido. Su plan era simple: esperar a que la lucha terminara y atacar a los supervivientes, si es que quedaba alguno. Necesitaba carne, piel o algo que pudiera intercambiar luego por comida, y tal vez un orbe de esencia si se presentaba la oportunidad.
Tras varios minutos de choques, mordiscos y gruñidos desgarradores, los lobos de rayo sufrieron una desventaja fatal. Solo un par de ellos quedó en pie, heridos y jadeantes, mientras los osos lanzaban sus rugidos vencedores. Con un último zarpazo, el más grande de los osos envió a volar al penúltimo lobo, estrellándolo contra un tronco. El lobo se desplomó con un quejido lastimero. El otro corrió para escapar, arrastrando una pata ensangrentada.
—Perfecto —murmuró Dante, conteniendo la adrenalina—. Es cuestión de tiempo que lo persiga o que muera por sus heridas.
Los osos, satisfechos con el botín de la batalla, no se molestaron en perseguir al lobo que huía; se reagruparon para lamerse las heridas y deambular en busca de presas más fáciles. Dante, entretanto, se escabulló con cuidado por la maleza, siguiendo el rastro del lobo rezagado. De vez en cuando, encontraba gotas de sangre azulada y marcas en la hierba, indicios de la energía elemental que corría por las venas del animal.
Se internó cada vez más en el bosque, hasta que divisó al lobo de rayo recostado junto a un arbusto, respirando de forma entrecortada. Estaba claramente malherido; un costado presentaba una herida profunda y sus chispas crepitaban de modo irregular. Aun así, levantó la cabeza y gruñó al presentir a Dante, mostrando los colmillos con un brillo eléctrico debilitado.
Dante no dudó. Sabía que un mínimo descuido podría costarle caro. Activó sus Garras Translúcidas, endureciendo las uñas hasta convertirlas en cuchillas cristalinas. Saltó desde la maleza, aprovechando la sorpresa, y asestó un golpe certero al costado del lobo. El animal lanzó un aullido cortante, con chispas disparándose en todas direcciones, y se desplomó al instante.
—Lo siento, pero necesito sobrevivir —murmuró Dante, sintiendo una mezcla de alivio y cierta compasión.
Del cadáver brotó un tenue fulgor azulado: el Orbe de Esencia característico de los lobos de rayo. Dante se acercó para absorberlo y ver qué rasgos podía obtener. Sin embargo, antes de tocarlo, un suave gemido lo sobresaltó.
Giró la vista y distinguió, entre los arbustos, unos ojos redondos que lo miraban con terror. Era una cría de lobo, demasiado pequeña para haber participado en la batalla, y cuyo pelaje todavía se veía con manchas azuladas incipientes, señal de que era de la misma especie. No había duda: era el cachorro de la loba que acababa de matar.
La cría soltó un chillido lastimero y retrocedió, moviendo la cola con un temblor de miedo. Claramente, no sabía si atacar, huir o simplemente rogar por la vida de su madre, que yacía muerta. Dante se quedó quieto, con el orbe flotando en el aire, y el corazón atrapado en un conflicto.
—¿Realmente es su madre? —susurró, observando el lomo de la loba, donde la sangre se mezclaba con el brillo parpadeante de su energía elemental. La cría gimió de nuevo, como si llamara a su progenitora.
El momento se congeló. Dante, que había matado sin titubear escarabajos, bestias y hasta un humano para sobrevivir, se encontraba por primera vez ante la mirada desesperada de una cría indefensa. Su experiencia le dictaba que ese pequeño lobo no sería un peligro inmediato. Y, sin embargo, la compasión que nacía en su interior chocaba con la realidad de su situación.
—Tengo que alimentarme —musitó con un nudo en la garganta—, pero… ¿qué hago con la cría?
El cachorro se acercó al cadáver de la loba, husmeándolo con llantos suaves. Dante chasqueó la lengua: cada segundo que perdía ahí, más posibilidades de que otros depredadores, o incluso los osos de tierra, volvieran. No podía arriesgarse.
Por instinto, pasó la mano por encima del Orbe de Esencia y cerró los ojos. Había evolucionado tanto en las minas que absorber un nuevo rasgo le resultaba casi natural. Sintió un cosquilleo eléctrico en la espalda, y el Sistema Kronos emergió en su visión:
Has derrotado a "Loba de Rayo (Alfa)".
Orbe de Esencia: Lobo de Rayo (Rango Superior).
Selección de rasgos disponible:
Descarga Eléctrica (Nivel 1) – Permite imbuir ataques con electricidad débil.
Aullido Parpadeante – Un grito sonoro que aturde a los enemigos cercanos.
Huella del Relámpago – Aumenta la velocidad de movimiento en breves intervalos.
Dante observó las opciones con un ardor en el pecho. La primera prometía dotar sus garras o puños de electricidad, algo muy útil en combate. La segunda podía ser valiosa para escapar de emboscadas, y la tercera, genial para alcanzar o evadir a objetivos. Tras pensarlo unos instantes, optó por la velocidad:
—Elijo "Huella del Relámpago" —anunció para sí, convencido de que moverse rápido en terrenos desconocidos podría salvarle la vida más adelante.
Un pulso azulado le recorrió las piernas, dejándole un temblor agradable. Sintió que podía canalizar la energía para un sprint breve, algo que, combinado con sus otras habilidades, lo convertía en un objetivo mucho más escurridizo.
Mientras el orbe se desvanecía, el cachorro alzó la cabeza, soltando un gemido más lastimero al ver el cuerpo de la loba desvanecerse en un leve destello. Se acurrucó contra el vientre inerte, temblando de miedo. Dante sintió un pellizco en el corazón. Había asesinado a la madre; el cachorro no tendría una sola oportunidad de sobrevivir por sí mismo en un bosque repleto de osos, otros lobos y bestias salvajes.
—No puedo llevarte conmigo —susurró, sintiendo la garganta seca.
Extendió una mano hacia la cría, intentando palpar la misma afinidad que le conectaba con los escarabajos o con los cristales. No percibió nada especial, salvo la tibieza de un ser vivo asustado. Siendo realistas, un lobo de rayo crecería para convertirse en un depredador formidable. Un futuro peligro si lo liberaba. Y, por otro lado, cuidarlo implicaría cargas extra que, en su situación, no podía permitirse. Necesitaba todo su tiempo y energía para sobrevivir y, tal vez, rescatar algún día a los esclavos de la mina.
El cachorro retrocedió, gimiendo, con su pelaje erizado y los ojitos llorosos. Dante apretó los dientes; la compasión lo devoraba. "Ya he matado a su madre…", pensó con desolación, "si lo abandono, morirá tarde o temprano".
Durante unos segundos, el silencio del bosque se hizo abrumador. El canto de los pájaros y el crujir de hojas parecían quedar en un segundo plano frente al dilema que tenía delante.
Al final, Dante inspiró hondo, apretando los puños. No sería justo sacrificar a la cría en aras de su propio porvenir, pero tampoco podía cuidarla. Tomó la decisión que consideró más piadosa:
—Tú decides —susurró, intentando acercarse a la cría lentamente.
El cachorro se encogió, gruñendo de forma débil, más por miedo que por agresividad. Dante, muy despacio, lanzó un pequeño trozo de carne del lobo que había matado, dejándolo frente al hocico del pequeño. El animal le lanzó una mirada confusa y lo olfateó con cuidado. Parecía muerto de hambre, y en un par de bocados cortó la carne con sus dientes de leche.
Con el corazón encogido, Dante fue retrocediendo, dándole espacio. El cachorro apenas se atrevió a alzar los ojos. Cuando el niño esclavo se giró para marcharse, el lobo aulló con un timbre agudo. Dante se detuvo, volviéndose una última vez.
—Si en algún momento quieres seguirme, hazlo —dijo con la voz ronca por la emoción reprimida—. No voy a obligarte ni a matarte.
Hecho esto, dio media vuelta y echó a andar de nuevo, llevándose el cuerpo de la loba para aprovechar su carne y su piel. La cría se quedó allí, acurrucada junto al arbusto, indecisa entre su miedo y la vulnerabilidad de saberse sola.
Pocos metros después, Dante lanzó una mirada rápida hacia atrás. El cachorro se había levantado, tembloroso, y daba pasos cortos en su dirección, sin atreverse a acercarse por completo. Dante sonrió con amargura:
—Ni nosotros ni las bestias elegimos dónde nacemos.
Sin añadir nada más, se internó de nuevo en la espesura, buscando un lugar donde pudiera procesar la carne y la piel de la loba sin atraer depredadores. Había cazado con éxito, pero la escena que quedó atrás no le abandonaría tan rápido. Mientras la tensión de la cacería se disipaba, su mente volvía a la ironía de todo aquello: él mismo fue presa y esclavo durante años, y ahora se hallaba en el lugar del cazador, determinando la vida y la muerte de otros.
Entretanto, la cría seguía a lo lejos, titubeando.
Nadie sabía cuál sería el desenlace de ese extraño encuentro. Dante, con su nuevo rasgo de velocidad y el peso de la conciencia sobre los hombros, continuaba su viaje sin rumbo fijo por un mundo que se mostraba tan cruel como lo había sido la mina. Solo que, esta vez, las cadenas las llevaba en el corazón.