El mercado de Santiago de Cuba era un hervidero de actividad, un crisol de colores, olores y sonidos que reflejaban la vibrante vida de la ciudad. Los mercaderes llenaban las calles con puestos abarrotados de frutas frescas, viandas, carnes y objetos de todo tipo. Los gritos de los vendedores se mezclaban con el canto de los esclavos en sus dialectos nativos, creando una sinfonía caótica que resonaba por toda la bahía santiaguera.
A lo lejos, se podían ver los barcos entrando en la bahía, cargados con mercancías de tierras lejanas. Entre los puestos de venta, se destacaban aquellos dedicados a la compraventa de esclavos. Los esclavos, encadenados y arrastrando grilletes, mostraban una variedad de emociones: algunos lloraban, otros rezaban a sus dioses, y algunos cantaban melancólicas melodías que contaban historias de su tierra natal.
Entre estos puestos, una figura destacaba por su belleza y dignidad. Sarabi, una joven esclava de 28 años, resplandecía con una gracia que la separaba de las demás mujeres. Su rostro era una mezcla de fortaleza y serenidad, sus ojos llenos de una determinación que desafiaba su situación. A su lado, su padre Kwame, un hombre robusto de 47 años, permanecía constantemente a su lado, protegiéndola de cualquier amenaza.
Kwame había sido traído desde África, donde era el líder de su tribu y vivía en armonía con su querida esposa, Inami, quien estaba embarazada. Sus vidas eran un remanso de paz, teñido por la calidez de sus sueños compartidos. Pero esa paz fue brutalmente interrumpida por la llegada de los esclavistas españoles. Violentamente arrancados de su hogar, Kwame e Inami fueron llevados a Cuba como mera mercancía humana. Los maltratos fueron crueles e implacables, sin importar el estado avanzado del embarazo de Inami. Bajo el implacable sol cubano, fueron forzados a trabajar, adaptándose a una vida de esclavitud y dolor que parecía interminable. Fue en estas adversas condiciones que Inami dio a luz a Sarabi, un rayo de esperanza en su oscura existencia. Con el tiempo, la familia creció con el nacimiento de dos hijos varones más.
El destino, sin embargo, no mostró piedad. La hacienda donde vivían cayó en quiebra, y el dueño, en su desesperación, decidió venderlo todo. Este acto desalmado separó a Sarabi y a su padre del resto de la familia, rompiendo los lazos que los mantenían unidos en medio de tanto sufrimiento. La separación fue un golpe devastador, un dolor que resonaba en sus corazones y los llenaba de una tristeza indescriptible.
Juntos, pero con el corazón roto, Sarabi y Kwame se enfrentaron a un futuro incierto, mientras el mercado de Santiago de Cuba seguía su agitada rutina.
Muchos hacendados se habían acercado a ellos, atraídos por la presencia imponente de Kwame y la belleza de Sarabi. Sin embargo, ninguno había hecho una oferta que satisficiera a los vendedores, hasta que apareció el señor Thomas. Thomas, uno de los hacendados más ricos de Santiago de Cuba, de descendencia inglesa, tenía una presencia que no podía ser ignorada. Alto, elegante y con una mirada calculadora, se abrió paso entre la multitud y se dirigió directamente al puesto de venta de esclavos.
—¿Cuánto por esos dos? —preguntó Thomas, señalando a Sarabi y Kwame con un gesto despectivo.
El vendedor, un hombre pequeño y astuto, sonrió al ver a Thomas. Sabía que estaba frente a un hombre dispuesto a pagar un alto precio por una buena inversión.
—Estos dos son especiales —dijo el vendedor, tratando de elevar el valor—. La joven es fuerte y saludable, y el hombre es un líder nato. No puedo dejarlos ir por menos de...
—Te ofrezco el doble del precio que estás pensando —interrumpió Thomas con una mirada imponente—. Los quiero a ambos.
El vendedor, sorprendido por la generosidad de la oferta, asintió rápidamente. Thomas se acercó a Sarabi y Kwame, examinándolos con cuidado. Miró sus dientes para evaluar su estado de salud y, satisfecho con lo que vio, pagó el precio acordado.
—Son míos —declaró Thomas, tomando posesión de ellos como si fueran meras mercancías.
Sarabi y Kwame fueron conducidos a la hacienda de Thomas, caminando bajo el sol abrasador por más de dos horas. El camino era duro y pedregoso, pero Sarabi mantenía su fortaleza, a pesar del cansancio. Al llegar a la hacienda, pudieron ver un vasto cañaveral y a lo lejos, un ingenio de azúcar. Otros esclavos trabajaban cortando caña, cargando pesados fardos y algunos, exhaustos, yacían desmayados en el camino.
A la entrada de la hacienda, los esperaba James, el capataz, un hombre de confianza del señor Thomas. James era conocido por su dureza y su actitud despiadada hacia los esclavos.
—Bienvenidos a su nuevo hogar —dijo James con una sonrisa sarcástica—. Aquí aprenderán rápidamente cuál es su lugar. Y tú, negra, asegúrate de no darle problemas a nadie.
—James, estos dos son una inversión valiosa —dijo Thomas, entregándole los papeles de compra—. Quiero que los pongas a trabajar de inmediato. Éste negro puede ayudar a supervisar a los otros esclavos. Ésta otra, en la casa principal para las labores o como desees.
—Entendido, señor —respondió James, tomando los papeles—. No se preocupe, me aseguraré de que trabajen como es debido.
Justo en ese momento, un carruaje se detuvo cerca de la entrada. De él descendió un joven alto y rubio, vestido con ropas elegantes y un aire de distinción. Era William, el hijo del señor Thomas, quien acababa de regresar de un viaje de negocios en Inglaterra. Al ver a su padre, William sonrió y se acercó para saludarlo.
—Padre, es bueno verte —dijo William, extendiendo la mano—. ¿Cómo ha estado todo en mi ausencia?
—William, bienvenido de vuelta —respondió Thomas, estrechando la mano de su hijo—. Todo ha estado en orden. Vengo de comprar a estos dos —añadió con un tono despectivo, señalando a Sarabi y Kwame.
William miró a Sarabi y sus ojos se encontraron con los de ella. Lo primero que notó fueron sus ojos, que reflejaban una profunda tristeza, cargada de historias no contadas. Esa mirada, llena de dolor y determinación, capturó su atención como un imán. Luego, su mirada bajó hacia su humilde vestidura, gastada y descolorida, que apenas cubría su cuerpo agotado. Sus pies descalzos, marcados y heridos por los kilómetros recorridos a pie, destacaban la crudeza de su viaje, a pesar de que su padre tenía carruaje y caballos.
La decadente figura de Sarabi, una mezcla de belleza y sufrimiento, conmovió a William de una manera que no había experimentado antes. Su actitud y fortaleza, a pesar de las adversidades, despertaron en él una admiración y un respeto inesperados. En ese instante, sintió una conexión profunda con ella, un vínculo que desafiaba todas las barreras sociales y raciales.
—Es un placer conocerlos —dijo William, inclinándose ligeramente en señal de respeto.
Sarabi, sorprendida por la amabilidad de William, asintió con la cabeza.
—Es un honor, señor —respondió Sarabi en voz baja, sus ojos reflejando una mezcla de gratitud y temor.
Thomas notó la interacción y frunció el ceño. No le gustaba ver a su hijo mostrando interés por los esclavos.
—William, es mejor que vayas a desempacar y saludes a tu madre —dijo Thomas, tratando de desviar la atención de su hijo—. Tenemos mucho que discutir.
—Por supuesto, padre —respondió William, lanzando una última mirada a Sarabi antes de dirigirse hacia la casa principal—. Hasta luego.
Sarabi asintió de nuevo, sintiendo que algo profundo y significativo había comenzado en ese momento.
Mientras William se alejaba, Thomas se volvió hacia James.
—Mantén un ojo en ellos —dijo Thomas en voz baja—. No quiero problemas.
—Sí, señor —respondió James, con una sonrisa que no prometía nada bueno.
Sarabi observó cómo William se alejaba, sintiendo una extraña mezcla de esperanza y temor en su corazón. Sin embargo, su atención pronto fue capturada por James, quien la miraba con una intensidad inquietante. Sus ojos recorrían su figura de una manera que la hizo sentir incómoda, mostrándole un interés que no prometía nada bueno.
—Parece que tenemos una nueva belleza entre nosotros —murmuró James, acercándose un paso más—. Espero que sepas comportarte, negra. Aquí, las cosas pueden ser muy... interesantes.
Sarabi sintió un escalofrío recorrer su espalda, pero mantuvo la cabeza en alto, decidida a no mostrar miedo.
James llevó a Sarabi y a su padre a la barraca. La barraca era un establecimiento grande y amplio que, por su aspecto, parecía una cárcel. Las pocas ventanas que había estaban muy altas, imposibilitando la vista de los esclavos hacia afuera. El lugar era frío y oscuro, resaltando la falta de higiene al no haber ningún local para que estos esclavos hicieran sus necesidades fisiológicas. Los niños causaban dolor de solo mirarlos, muchos con desnutrición y en estado decadente, durmiendo en el suelo frío protegidos por sus padres. El aire estaba cargado de una tristeza palpable, una melancolía que se filtraba en cada rincón de aquel lúgubre lugar.
—Ocupen su rincón, negros —dijo James, empujándolos como si fueran cualquier basura.
Así comenzó una nueva vida para Sarabi y Kwame en la hacienda del señor Thomas, una vida llena de desafíos, pero también de esperanzas y sueños. La conexión entre Sarabi y William prometía cambiar el curso de sus vidas, desafiando todas las normas y expectativas de su tiempo.