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Chapter 3 - Capítulo III: Exorcista I

Sus botas se habían llenado de un viscoso y oscuro barro, al igual que su mente. Benjamín caminaba, aún frustrado, hacia lo que parecía ser la salida de aquel frondoso y escalofriante bosque. Poco a poco, los enormes árboles fueron desapareciendo, y poco a poco, sólo podían observarse pequeños matorrales y hierbas altas.

Las finas y enfadadas ramas crujían bajo sus pies. El agua helada y triste se deslizaba por su frágil y estrecho cuello, colándose bajo su blanca y suave camisa y enviándole un siniestro escalofrío. Aunque no era nada comparado con el que sentía en su pequeño corazón."

A pesar de que el oscuro bosque se iba desvaneciendo conforme Benjamín se alejaba de este, la gris tormenta parecía haberse enfurecido incluso más, al igual que la tempestad presente en el cálido interior de aquel niño humano.

Una tempestad llena de emociones, emociones que no podía, sabía o quería controlar. Tristeza por la enfermedad incurable de su madre. Culpa por no saber cómo ayudarla. Decepción por sentirse traicionado por su amiga elfa. Rabia por creer, que todos esos años de amistad habían sido en vano.

Benjamín no podía comprender, cómo Andrómeda había sido incapaz de empatizar con él, y eso lo enrabietaba aún más. Él siempre había estado ahí para ella. Él la salvó, cuando la encontró indefensa e inconsciente en mitad de aquel desolador bosque.

Él robó comida de su propia familia, su sangre, para Andrómeda, para su amistad, para aquel vínculo, que Benjamín supo que debía forjar aquel mismo instante en el que la vio.

Él vendó sus heridas. Le dió cobijo en su escondite favorito. Le dió abrigo en las noches de frío. Estuvo dispuesto, a aguantar todas aquellas burlas e insultos (a veces incluso agresiones) por su parte.

Incluso estuvo dispuesto a soportar aquellas historias, que para él no tenían ningún tipo de sentido. Aquellas historias imposibles e infantiles, que ella predicaba como ciertas.

Tuvo que soportar su ego, su arrogancia, su frialdad, su apatía, su amargura, su egoísmo... Tuvo que soportar a un ser vil. Un ser que nunca se preocupó por él lo más mínimo.

Un ser sumamente hipócrita, que decía conocer la pura y noble luz cuando parecía emanar una profunda y repelente oscuridad.

Dominado por sus emociones, Benjamín paró en seco debido a una pregunta que nació en su cabeza, regada por la turbia lluvia. "¿Por qué me he esforzado tanto en entablar una amistad con alguien a quien ni siquiera le importo?"

Esta pregunta, que heló incluso más el pequeño cuerpo del humano, fue la indeseada madre de otra dolorosa cuestión más. "¿Acaso ella me considera si quiera un amigo?"

Con su delicado y noble corazón, siendo torturado por un indeseable puño de dolor, Benjamín no tuvo tiempo de seguir reflexionando sobre su peculiar relación, ya que, metros más adelante, se encontraría el oscuro motivo, por el cual la hasta ahora trivial vida de Benjamín cambiaría para siempre.

El niño paró en seco, pisando una pequeña y blanca flor. Mientras aquella moribunda planta exhalaba su último aliento, la respiración de Benjamín se agitó más aún.

El humano, sintió cómo su corazón daba un vuelco al distinguir la figura que emergía entre la lluvia. Envuelta en una capa negra que parecía fundirse con la oscura tormenta, aquella silueta lo observaba con unos sombríos ojos que jugaría conocer demasiado bien, y que sin embargo, ahora los encontraba irreconocibles.

-¿Madre?- el humano calló brevemente, tratando de recuperar la compostura frente a su progenitora - ¿Qué estás haciendo aquí? ¡Deberías estar descansando en cama, tal como dijo nuestro médico!

Lo único capaz de atravesar aquella impenetrable barrera de nubarrones grises y deprimentes, era un fino haz de luz. Tan fino, como un dorado cabello, que reposaba sobre la también impenetrable capa negra de la madre del humano.

-Estaba preocupada por ti, hijo mío- la mirada de Benjamín se ensombreció rápidamente. La voz de su madre, que normalmente era clara y cristalina, como un arroyo de peces dorados en primavera, ahora era ronca y apagada, como el último suspiro de aquella blanca flor que Benjamín había pisado momentos antes.

La mujer que siempre había sido para él un faro de calidez y fortaleza, ahora parecía un eco lejano de sí misma, envuelta en sombras y secándose lentamente.

Benjamín se sintió culpable. Muy culpable. Su enferma madre, había salido a buscarlo cuando debería estar guardando reposo en la cama.

¿Y dónde estaba él, en vez de acompañarla en sus últimos momentos? No era capaz ni siquiera, de dejar de preocupar a su madre en sus últimos días. No era capaz de ofrecerla ni un sólo momento de tranquilidad, como los que ella tantas veces le había dado.

Movido por este profundo sentimiento de culpa, Benjamín caminó, cabizbajo, hacia su fantasmagórica madre. Pareciera aquel niño, un triste soldado derrotado, que se había cansado de luchar, y que había decidido rendirse al enemigo.

Pareciera aquel niño, un ciervo caminando hacia el cazador, agotado, después de haber corrido durante semanas de sus armas.

Aquel fino y dorado cabello, finalmente desapareció. La siniestra mujer, descubrió su cabeza, dejando caer la gruesa capucha de su capa sobre sus rígidos hombros.

El corazón de Benjamín se detuvo (aunque no su andar) al ver los restos en vida, de lo que alguna vez fue su madre.

Sus ojos, que alguna vez parecieron dos brillantes girasoles, ahora parecían estar marchitos. Su piel, que seguía tersa a pesar de haber llorado sola tantas noches, ahora se descamaba, dejando lugar a numerosas heridas llenas de ponzoña.

De sus labios, que alguna vez tuvieron el color de un dulce y jugoso melocotón, ahora emanaba una sustancia negruzca y viscosa, como si su alma agónica y ya muerta estuviera tratando de escapar.

-No te preocupes hijo mío, que todo pronto acabará - dijo aquel siniestro ser, mientras extendía sus brazos - ven, y abraza a tu moribunda madre.

En el interior del alma de Benjamín, una pequeña luz sabía que algo no estaba bien. Sin embargo, el pobre niño estaba agotado, cansado de luchar, cansado de tener esperanza.

Su única ilusión, era volver a casa, con los pantalones rotos y la camisa deshilachada, para que su madre lo recibiera con un tirón de orejas, y con una tarta de manzana casera como ella solía hacer.

Quería volver a escucharla reír, llorar. Quería escuchar su sermón sobre cómo comer correctamente el pescado, y sobre cómo limpiar los zapatos.