Haruto empujó la pesada puerta del gremio, que chirrió mientras se abría. Al entrar, sus pasos resonaron en el amplio salón de madera. Era un lugar bullicioso, lleno de aventureros que discutían misiones, reían en grupos o afilaban sus armas. Haruto, con un toque de timidez, dejó que su mirada recorriera el lugar, como si buscara algo que confirmara que estaba en el lugar correcto.
Respiró profundo, tomando valor, y caminó hacia el mostrador. Allí, una joven recepcionista descansaba sobre su codo, su rostro reflejando un aburrimiento absoluto. Sus ojos, vacíos, parecían no notar el bullicio a su alrededor.
Haruto, un poco más bajo que la media, se levantó de puntillas para intentar llamar su atención. —¡Oye, oye! —dijo, con un tono que intentaba sonar confiado, pero que acabó siendo un susurro apurado.
La recepcionista ni se inmutó. Haruto frunció los labios, balanceándose un poco antes de intentarlo de nuevo, esta vez con más fuerza: —¡Oye, oye!
Finalmente, la chica parpadeó, levantando la mirada como si despertara de un sueño. Al verlo, su expresión cambió, a una pereza evidente. —¿Qué hace un niño aquí? —preguntó, estirándose de manera lenta y casi desganada, mientras lo miraba con poca curiosidad, como si el pequeño no fuera más que una distracción.
Haruto infló las mejillas, cruzando los brazos con decisión. —¡No soy un niño! —protestó—. ¡Soy un aprendiz de aventurero!
La recepcionista, con una mueca de desdén, se dejó caer hacia atrás en su silla, sin hacer el menor intento por disimular su molestia. —¿Un aprendiz de aventurero? —dijo en tono amargado—. Vete, no tengo tiempo para niños. Aquí no buscamos más 'aprendices'.