Capítulo 1: Llegada a Seom
Parte 1
El agua fría quemaba.
Por más que braceaba, mis piernas parecían de plomo, agotadas, heladas, a punto de rendirse. Todo se desmoronó tan rápido: el barco sacudiéndose como si algo invisible lo hubiera golpeado desde abajo, los gritos de terror y el crujir metálico cuando el casco se partió en dos. Al principio, pensé que era solo el viento rugiendo, pero luego vi las llamas y sentí el agua gélida. Y ahora, aquí estaba, en mitad de la nada, luchando por no hundirme.
El oleaje arrojó mi cuerpo contra algo áspero, cortándome la piel del hombro. Grité, pero el sabor a sal se tragó mi voz. Intenté agarrarme a lo que fuera que me había golpeado: una roca. No sé cómo, pero escalé lo suficiente para quedar fuera del alcance de las olas. Me desplomé sobre la superficie resbalosa, temblando, tosiendo agua salada, con los pulmones en llamas.
No estaba solo. A lo lejos, veía siluetas arrastrándose hasta la costa. Algunos gritaban nombres; otros simplemente gemían. Nadie podía permitirse llorar. El agotamiento se lo tragaba todo.
Fue entonces cuando escuché una voz conocida.
—¡Laura! —Era Diego, con su cabello oscuro pegado al rostro por el agua salada, jadeando al trepar junto a mí. Su mirada estaba desorbitada, llena de miedo, pero al menos seguía vivo. Él había estado a mi lado en el barco cuando todo comenzó.
—¿Dónde están los demás? —pregunté, aunque no sabía si quería escuchar la respuesta.
Diego negó con la cabeza.
—No lo sé... Vi a Andrés hundirse. Julia... creo que llegó a la costa.
Intenté incorporarme, mis piernas temblando mientras veía la oscura silueta de la isla. No era un paraíso. Las sombras de árboles densos y una costa rocosa nos rodeaban, y el lugar parecía muerto, inhóspito. Pero al menos no era agua.
parte 2
Conforme el amanecer se abría paso en el horizonte, los sobrevivientes comenzaron a agruparse. Había once de nosotros. No éramos amigos, apenas conocidos. El único vínculo que compartíamos era la desgracia.
Entre ellos estaba Julia, una mujer de unos treinta años, ingeniera en sistemas, que apretaba contra su pecho un viejo teléfono satelital empapado y probablemente inservible. Diego, mi compañero de viaje y amigo de años, se encargaba de reunir a todos los que podía encontrar vivos. Luego estaba César, un exmilitar de expresión severa, que había logrado traer consigo un cuchillo de caza que mantenía firmemente en la mano.
Aparte de ellos, estaba un adolescente llamado Gabriel, que no dejaba de buscar entre las olas a alguien que probablemente no iba a regresar. También identificamos a Sonia, una enfermera de unos cuarenta años, que, aunque exhausta, trataba de revisar a los heridos. Y luego estaba alguien más: un hombre mayor, de unos cincuenta años, con un andar torpe y una expresión que no inspiraba confianza. No dijo su nombre al principio, y no insistimos.
César se paró al frente del grupo, mirando la isla con atención.
—No podemos quedarnos aquí en la costa —dijo con voz ronca—. Si el agua sube o si algo nos encuentra, estamos muertos.
—¿Algo como qué? —preguntó Julia, su voz temblando.
César no respondió. Pero todos sabíamos lo que quería decir: zombis. Habían sido el principio del fin. Sabíamos que el virus no se limitaba a la tierra firme.
parte 3
Mientras caminábamos hacia el interior, la isla parecía estar vigilándonos. Los árboles se inclinaban como si escucharan nuestros murmullos, y el aire denso olía a humedad y descomposición. A cada paso, el silencio se hacía más pesado.
Diego caminaba cerca de mí.
—¿Crees que habrá alguien aquí? —preguntó.
Negué con la cabeza.
—No lo sé, pero no tiene pinta de que esté habitada.
Gabriel, el adolescente, murmuró desde atrás.
—Mejor. Así no tendremos que preocuparnos de que nos echen o... algo peor.
No todos compartían su optimismo. César lideraba el camino con su cuchillo en la mano. Cada crujido bajo nuestros pies parecía tensarlo más. Julia, que caminaba detrás de él, no dejaba de mirar el cielo, como si esperara ver algún avión de rescate.
Pasaron horas antes de que encontráramos algo: una pequeña cabaña de madera, medio oculta por la vegetación. Estaba destartalada, con las ventanas rotas y el techo hundido por un lado. Pero era mejor que nada.
—Parece segura... por ahora —dijo César, inspeccionando el lugar.
Sin embargo, cuando Sonia entró, encontró algo que nos heló la sangre. En una esquina, había marcas en el suelo: arrastre de pies, y algo oscuro y seco incrustado en la madera. Parecía sangre.
—No estamos solos aquí —dijo, con un tono que hizo que todos se miraran en silencio.
parte 4
El primer día en la isla fue una lucha constante por organizarnos. Julia intentó desesperadamente encender el teléfono satelital, pero solo logró emitir una chispa antes de que se apagara por completo. César, mientras tanto, insistía en buscar agua y comida, pero el terreno hostil y nuestra falta de herramientas lo complicaban.
Diego y yo nos encargamos de recolectar madera para hacer fuego, aunque en el fondo sabía que no sabía lo que estaba haciendo. Cada ruido entre los árboles me hacía girar la cabeza, esperando lo peor.
El hombre mayor, a quien finalmente llamamos "Ramiro" después de que él mismo lo soltó con desgana, apenas participaba. Pasaba la mayor parte del tiempo sentado cerca de la cabaña, observándonos con una mirada inescrutable. Había algo en él que no me inspiraba confianza.
Al final de la noche, estábamos agotados. Nos turnamos para hacer guardias, aunque ninguno de nosotros había tenido experiencia con algo parecido.
—Esto es un infierno —susurró Diego mientras compartíamos nuestro turno.
Miré hacia la oscuridad.
—Ni siquiera ha comenzado.
parte 5
Al segundo día, mientras explorábamos más al interior, Diego y yo encontramos algo que no esperábamos: un campamento abandonado. Había tiendas destrozadas, latas vacías y ropa desechada por el suelo. Pero lo más inquietante fueron los restos de lo que parecía ser una hoguera, rodeada de huesos humanos calcinados.
—¿Qué es esto? —preguntó Diego, su voz temblorosa.
No respondí. Mi estómago se revolvía. Habíamos venido a esta isla buscando esperanza, pero todo lo que encontrábamos eran signos de que tal vez habíamos escapado de un infierno para entrar en otro.
César inspeccionó los huesos cuando regresamos a la cabaña. Su rostro, siempre imperturbable, esta vez mostraba algo más: preocupación.
—No estamos solos —dijo finalmente. Su mirada se dirigió a Ramiro, que estaba a pocos metros. El hombre mayor sonrió apenas, como si supiera algo que nosotros no.
Fue entonces cuando entendí que esta isla guardaba secretos. Y no todos iban a salvarnos.
Continuará...