Verano de 1999.
Todavía puedo sentir aquel recuerdo ardiente en mi memoria. Era aproximadamente de la misma edad que ellos cuando sucedió. Ocurrió durante uno de esos veranos abrasadores, en los que el aire vibraba con el calor y las carcajadas de los niños resonaban en los parques al caminar cerca.
Era impensable que un asesino merodeara por aquel vecindario considerado seguro, custodiado por gente influyente.
Parecía una locura que alguien de su calaña pudiera siquiera intentar algo en un lugar así.
Sin embargo, el asesino, movido por un odio profundo, encontró su oportunidad.
Aquella mañana, el autobús escolar partió lleno de niños alegres, pero al final del día, dos asientos quedaron vacíos. Dos niños no regresaron a casa. El miedo se extendió como un manto oscuro; la policía encontró a un culpable gracias a una carta amenazante que anunciaba más desapariciones. En los días que siguieron, más niños desaparecieron sin explicación, y el horror se intensificó con cada nuevo secuestro.
La situación se volvió aún más desesperante cuando los cuerpos empezaron a aparecer, dejando a la comunidad y a las autoridades en un estado de caos absoluto. A pesar de la creciente vigilancia y las medidas de protección, el asesino continuó su cacería, llevando a los niños uno tras otro. Al final, solo quedaban tres chicos. Su hogar, que aparentaba ser el más seguro, resultó ser una trampa mortal.
Los últimos en llegar a las garras de ese hombre. Y fue hasta entonces cuando conocieron lo que les pasó a sus amigos. Y cada una de las cosas a las que serían expuestos ellos también.
Cada niño estaba aterrorizado, atrapado en su propia prisión, mientras presenciaban la desaparición de sus compañeros. El asesino intentó quebrar su espíritu con mentiras crueles, afirmando que nadie los buscaba y que nunca escaparían.
Pero esos tres chicos sabían que no era verdad. Todos estaban buscándolos.
Armándose de valor, se revelaron al asesino y gritaron a todos los demás niños que no era cierto, que no se habían rendido y no se olvidaron de ellos. Gritaron la fecha en la que llegaron, como un punto de partida hasta el día que los estaban buscando y que seguirían buscándolos… El asesino los calló de un grito, golpeando los barrotes de sus jaulas. Nada contento les dijo que mentían, que los tres chicos eran unos mentirosos y que no podían saberlo.
Hubo un gran silencio donde se escucharon llantos reprimidos. El asesino pensó que se derrumbaron, pero después de segundos, como un mantra, los tres chicos recitaron los nombres de todos los padres de cada niño que estaban buscando, incluso de los que ya no estaban. Ellos conocían esa información por las noticias, los grupos de búsqueda y los obituarios, porque eran sus amigos.
Lograron subir la moral y la fe de que todos podrían salir de ahí. Eso fue lo que molestó al asesino y los tres chicos se ganaron un rencor especial y así mismo su atención.
En particular, uno de los tres, por nunca doblegarse ante el asesino, por seguir haciendo lo correcto aun cuando estaba en el infierno. Era a él al que castigaba por cualquier error que cometiera otro de los niños. Sin embargo, nunca se quejó o les tuvo rencor.
Los días se convirtieron en meses en esa insufrible rutina. El dolor, las palabras de ese hombre metiéndose en la mente de esos niños al ver cómo las jaulas alrededor se quedaban vacías para nunca más saber de quiénes las ocupaban… Trataron de llevar la cuenta de cuánto tiempo paso, pero la oscuridad les fue quitando esa habilidad.
Estaban débiles, cansados y adoloridos en un lugar que parecía alejado del mundo.
Solos, sin saber cómo salir y con el miedo de la voluntad del asesino. Entonces, comenzaron a perder la esperanza de encontrar una salida y regresar a casa.