Tras la brutal batalla que había presenciado, Sigryn soltó un profundo y pesado suspiro. Sus hermanas y compañeras valquirias yacían sin vida, víctimas de la oscuridad que Hastur había traído consigo. Los Jinetes del Apocalipsis, apenas en pie, estaban fragmentados y contaminados por la oscuridad, pero Sigryn no se permitió preocuparse por ellos. Su deber y su alma estaban enfocados en otro lugar. Con un batir furioso de sus alas, voló a los cielos.La guerra en los cielos era una visión aterradora. Desde lo alto, el caos se extendía como un manto oscuro. Un campo de batalla colosal, donde las fuerzas celestiales luchaban sin cesar contra los Primigenios. Sigryn voló lo más rápido que pudo, impulsada por la desesperación, pero a medida que se acercaba, su esperanza se desmoronaba.Lo primero que vio fue a Atlok, el gran general celestial, luchando con todas sus fuerzas. Sin embargo, incluso él, el ser divino que había representado la fuerza y la resistencia de los cielos, estaba siendo derrotado. Uno de los Primigenios, una criatura de poder insondable, susurraba algo en su oído mientras lo envolvía en cadenas oscuras, confinándolo en una prisión de la que parecía imposible escapar.Sigryn sintió su corazón romperse en mil pedazos al presenciar la caída de Atlok, pero no tuvo tiempo de procesar lo que veía. Volteó su mirada hacia el campo de batalla, y lo que encontró fue aún peor. Sus hermanas valquirias, guerreras inmortales de luz y honor, eran masacradas sin piedad. Los Primigenios no mostraban escrúpulos, ni piedad, ni compasión. Las valquirias caían una tras otra, y el ejército celestial, que había sido un baluarte de esperanza, estaba siendo desmantelado con brutalidad.Con su lanza en mano y el poco aliento que le quedaba, Sigryn se lanzó al campo de batalla, su corazón lleno de furia, dolor y desesperación. Derribó a varios enemigos con la ferocidad de una bestia acorralada, pero no era suficiente. La marea de oscuridad era imparable.Mientras luchaba, una voz resonó en su mente, una voz cálida y poderosa que ella reconoció al instante: Dios mismo le hablaba.—Sigryn... detente. —la voz era suave, pero firme, llenando su corazón con una mezcla de tristeza y comprensión—. No es tu destino perecer aquí. Las valquirias deben vivir nuevamente. Tú debes ser su esperanza, su nueva líder. Huiste ahora, pero no por cobardía, sino porque tienes un propósito. No puedes caer con las demás, Sigryn.Sigryn apretó los dientes, las lágrimas corriendo por su rostro. No quería huir. No quería abandonar a sus hermanas, a Atlok, ni a todo lo que había conocido y amado. Pero sabía, en lo más profundo de su ser, que Dios tenía razón. El ejército celestial estaba perdiendo. No había forma de ganar esta batalla.—Corre, Sigryn. Vuela. Tu destino es repoblar lo que una vez fue tu hogar. Las valquirias renacerán a través de ti.Las palabras de Dios eran innegables. Sigryn, aunque rota en su interior, obedeció. Con un último vistazo hacia Atlok, ya encerrado en su prisión oscura, y hacia el campo de batalla donde sus hermanas eran exterminadas, batió sus alas con fuerza, impulsándose hacia el cielo.Sus alas golpeaban los vientos violentos de la batalla mientras se elevaba más allá del caos. Atravesó el campo de guerra, volando entre los gritos de dolor, los rugidos de los Primigenios y el sonido de las espadas divinas que chocaban contra la oscuridad. Cada golpe de sus alas era un latido de desesperación, pero también de determinación.Mientras ascendía, sus lágrimas caían, pero no tocaban el suelo. Flotaban en los vastos cosmos, como estrellas perdidas en la inmensidad del vacío. Su hogar, su ejército, su mundo, todo se estaba desmoronando detrás de ella, pero debía mirar hacia adelante. No tenía otra opción.El futuro de las valquirias dependía de ella. Mientras se acercaba a un planeta... La Tierra.