El día se deslizaba lentamente, como si cada hora se burlara de la calma aparente que reinaba en el castillo. Beatriz, sentada junto a la ventana de su habitación, observaba cómo el sol teñía de oro las colinas que rodeaban su hogar. A lo lejos, los sirvientes iban y venían, supervisando los preparativos de la boda. Todo estaba en marcha: las invitaciones habían sido enviadas, las flores seleccionadas, y el vestido de novia, un intrincado diseño de encaje y pedrería, aguardaba en su perchero como una sentencia.
Beatriz no recordaba la última vez que había tenido un momento de verdadera paz. Desde que se anunció su compromiso, su madre no había dejado de insistir en la importancia del matrimonio. "No es solo tu deber", decía con voz firme, "es el futuro de nuestra familia". Pero, ¿quién se preocupaba por el futuro de Beatriz?
El sonido de pasos apresurados interrumpió sus pensamientos. La puerta de su habitación se abrió y apareció su hermana menor, Margot. Con apenas doce años, Margot era la única persona en la familia que parecía preocuparse genuinamente por Beatriz.
—He escuchado algo, Bea —dijo Margot, cerrando la puerta tras de sí con rapidez.
Beatriz se giró para mirarla, notando la preocupación en sus ojos.
—¿Qué ocurre? —preguntó en voz baja.
Margot se acercó y susurró:
—Dicen que el Duque Winston llegará al castillo en tres días. Vendrá con su comitiva para conocerte antes de la boda.
El corazón de Beatriz se detuvo por un momento. Hasta ahora, todo sobre el Duque había sido un concepto abstracto, una sombra que la acechaba desde la distancia. Saber que pronto lo tendría frente a ella hizo que el nudo en su estómago se apretara aún más.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó Beatriz, intentando mantener la calma.
—Lo escuché en la cocina. Los sirvientes están aterrados. Dicen que donde él va, siempre hay tensión, como si la muerte lo siguiera.
Beatriz apartó la mirada hacia la ventana. La imagen de un hombre cruel y despiadado, de ojos negros y presencia imponente, se formó en su mente. No podía evitar imaginar cómo sería enfrentarse a alguien así, alguien que todos temían, incluso el rey.
—No sé qué voy a hacer, Margot —susurró finalmente.
Su hermana tomó sus manos entre las suyas.
—No tienes que enfrentarlo sola.
Pero Beatriz sabía que eso no era verdad. Por mucho que Margot quisiera protegerla, nadie podía salvarla de lo que venía.
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Los días pasaron con rapidez, y la llegada del Duque se convirtió en el único tema de conversación en el castillo. Los sirvientes trabajaban sin descanso, asegurándose de que todo estuviera perfecto. Las flores fueron reemplazadas, los suelos pulidos hasta brillar, y las mesas cubiertas con los manteles más finos.
El día de su llegada, Beatriz estaba en su habitación, rodeada por las doncellas que ajustaban su vestido. Su madre entró, observándola con ojo crítico antes de asentir con aprobación.
—Recuerda, Beatriz —dijo con frialdad—, la impresión que causes hoy será decisiva. Sé educada, dócil y respetuosa. No olvides quién es el Duque.
Como si pudiera olvidarlo.
Cuando el momento llegó, Beatriz descendió las escaleras hacia el gran salón, donde todos aguardaban la llegada del hombre al que estaba destinada. Su respiración era irregular, y cada paso se sentía como un eco de su propia ansiedad.
Entonces, las puertas se abrieron.
Cuando Winston de York ingresó, el aire del salón pareció enfriarse. A sus veinticinco años, el Duque era la viva imagen del poder y la intimidación. Alto y de complexión robusta, su presencia dominaba la habitación. Su cabello, oscuro como la medianoche, estaba perfectamente peinado hacia atrás, y su piel pálida contrastaba con su aire severo.
Sus ojos, negros como el abismo, eran lo más aterrador de su apariencia. Fríos, insondables, y carentes de cualquier destello de emoción, parecían devorar todo a su paso, examinando a quienes se atrevían a mirarlo directamente. Su nariz recta y sus rasgos angulosos le daban un aire severo que parecía esculpido para infundir respeto y temor. Una ligera sombra de barba en su mandíbula reforzaba la dureza de su rostro, aunque estaba cuidada con precisión.
Vestía un traje oscuro decorado con bordados dorados, una muestra de su estatus y riqueza, y llevaba un anillo con el escudo de su familia en su mano derecha. Sus pasos resonaban con firmeza en el suelo de mármol, y cada movimiento parecía calculado, como si supiera que el mundo entero debía girar a su alrededor.
El Duque no necesitaba hablar para imponer su autoridad; su sola presencia bastaba para silenciar a todos en la sala.
Beatriz no se atrevió a levantar la vista. Permaneció quieta mientras él avanzaba con pasos firmes, acompañado de su comitiva. Cuando finalmente se detuvo frente a ella, su madre rompió el silencio.
—Mi señor Duque, le presento a mi hija, Beatriz.
El silencio que siguió fue ensordecedor. Beatriz, sintiendo el peso de su mirada, se obligó a alzar la vista.
Y allí estaba él, mirándola con un interés calculado, como si evaluara un objeto más en su colección.
—Así que tú eres la futura duquesa —dijo finalmente, su voz grave y carente de emoción.
Beatriz asintió lentamente, incapaz de articular una palabra.
—Un placer conocerlo, mi señor —logró decir, aunque su voz temblaba ligeramente.
El Duque esbozó una sonrisa que no alcanzó sus ojos.
—Espero que sepas lo que se espera de ti.
Beatriz sintió que el suelo bajo sus pies se volvía más frágil. Aquella reunión, aunque breve, dejó claro que su futuro esposo era tan imponente como decían las historias.
Y en ese instante, supo que la vida que la aguardaba sería un campo de batalla.
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Beatriz se retiró rápidamente del salón, con el corazón aún latiendo con fuerza en su pecho. Caminó por los pasillos del castillo, sin importar los saludos y las miradas curiosas de los sirvientes que se apartaban al verla pasar.
Al llegar a su habitación, cerró la puerta tras de sí con un golpe seco. Apoyó las manos en el umbral y cerró los ojos, tratando de calmar la ansiedad que la invadía.
No era capaz de pensar con claridad. Las palabras del Duque aún retumbaban en su mente. "Espero que sepas lo que se espera de ti."
Era un mensaje claro, y lo entendió de inmediato: la vida que la esperaba junto a Winston de York no sería fácil. No había ni un atisbo de cariño en sus ojos, ni de respeto, solo una fría evaluación, como si ya la hubiera colocado en la balanza de su poder.
De repente, la puerta se abrió y su madre entró sin avisar, observando con frialdad a su hija.
—¿Todo bien? —preguntó, aunque la respuesta no era necesaria. La expresión de Beatriz lo decía todo.
—Sí, madre —respondió, obligándose a sonar tranquila, a pesar de la tormenta que rugía dentro de ella.
Su madre la miró por un largo momento, luego asintió.
—Recuerda lo que te he dicho. Asegúrate de hacer lo correcto.
Beatriz la observó mientras salía de la habitación y cerraba la puerta detrás de sí. La duquesa se alejaba, sin darse cuenta de la batalla interna que su hija ya había comenzado a librar. Una batalla que no tenía nada que ver con el Duque...