Soledad divina(oc Schnee x rwby)

heydrich2Astaroth
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Synopsis

Chapter 1 - Renacer

En un mundo muerto, inhóspito, donde la vida había sido desterrada y todo lo que una vez existió ahora se encontraba en ruinas, la luna, fragmentada y rota, colgaba en el cielo como una herida abierta en el vasto vacío del cosmos. La oscuridad lo consumía todo, y el universo mismo, como una vieja máquina que ha dejado de funcionar, decayó lentamente, desmoronándose en fragmentos de olvido.

Shav Heydrich Saverem 5 Cielo, conocido también como *Koku o Kurau Mono*—El Blanco—se encontraba sentado en un trono blanco, como un dios condenado, hecho de huesos y sangre seca. Sus cadenas carmesíes, que lo habían mantenido atado a su destino y su eterno fracaso, caían desde sus muñecas y tobillos hasta el suelo en un ruido sordo que se perdía en la vastedad. Su mirada, fría y vacía, no reflejaba nada más que el peso de los siglos. Estaba exhausto. Había fallado, una vez más. 

Frente a él, arrodillado en el suelo como una sombra del pasado, se encontraba un guerrero acorazado, su armadura astillada y cubierta de polvo cósmico. Sus respiraciones eran pesadas, casi entrecortadas, y su semblante mostraba un atisbo de lo que había sido un semi dios en su apogeo. El brillo de su espada, ahora apagado y cubierto de sangre, era un eco de lo que alguna vez representó. La batalla había terminado, y él había caído, derrotado ante el único ser que aún quedaba en pie: Shav.

Shav no movió un músculo al observar al héroe caído, ni mostró compasión. Sus ojos, de un verde intenso, se posaron sobre el guerrero con una mezcla de indiferencia y desencanto. La eterna lucha entre dioses y héroes, entre aquellos que se creían superiores y los que aspiraban a serlo, solo dejaba tras de sí un rastro de cenizas y desolación.

—Otro hijo. Otro fracaso. —murmuró Shav, su voz profunda resonando en la quietud del vacío. Su mirada no titubeó, no se ablandó. 

Él había creado a los dioses para gobernar sobre el universo, para imponer su voluntad, pero cada intento había terminado en derrota. El poder de Mercurius, aquel que un día fue su rival, lo había desbordado. Los dioses, sus hijos, no eran más que ecos vacíos de lo que debían ser. La creación de hegemonía era un sueño inalcanzable, un sueño roto como el mismo universo que los rodeaba.

Con un suspiro pesado, Shav cerró los ojos, sus cadenas carmesíes temblando levemente. Se disponía a reiniciar el universo bajo su propia ley, como había hecho innumerables veces. Destruir todo y comenzar de nuevo. Pero justo cuando estaba a punto de ejecutar su voluntad, una idea irrumpió en su mente. 

Si no podía crear dioses hegemonicos, como Mercurius había logrado, entonces… ¿por qué no cambiar el enfoque? 

No, no los dioses. Era hora de darle a la luz una nueva forma. No la luz de un nuevo principio, sino la luz de algo diferente, algo que los dioses, en su arrogancia y exceso, nunca habían considerado: la luz de lo imperfecto, lo fallido, lo humano. 

Él podría darles a los seres perdidos una luz que los guiaría hacia un propósito distinto. No una luz destinada a iluminar el camino hacia la supremacía, sino una que, al contrario, los llevaría hacia la redención, hacia el cambio.

Shav miró nuevamente al guerrero derrotado. Una chispa de algo en su interior comenzó a encenderse. Este héroe, que había luchado hasta el final, hasta su caída, podría ser la clave para algo más grande, algo que nunca había imaginado. No podía resucitar a los dioses, pero quizás podía hacer algo más: *darles un propósito distinto, un propósito nuevo*.

Se levantó del trono con la elegancia de un espectro en movimiento. Miró al vasto cielo roto, contemplando la oscuridad que se extendía a su alrededor, el universo marchito, y sus cadenas carmesíes brillaron con una luz tenue. 

"Si el mundo ya está muerto, entonces quizás… lo que necesita no es un dios que lo gobierne, sino una luz que lo transforme."

Una luz que no viniera del poder de la creación, sino de la voluntad de los que se atreven a cambiar el destino. 

Con una determinación renovada, Shav extendió sus manos hacia el vacío del cosmos, y sus cadenas, al unísono, empezaron a moverse, entrelazándose en un nuevo destino. El fin del universo no era el final. Era solo el comienzo. 

Y en el alma de cada guerrero derrotado, en el corazón de cada ser que se atreviera a vivir en un mundo roto, surgiría la luz que Shav había dado… *de una forma completamente nueva.* 

El tiempo, por fin, estaba listo para ser reescrito.

Willow Schnee estaba en agónica labor de parto, su cuerpo desgarrado por el dolor mientras el grito de su respiración se entrelazaba con los susurros del viento helado que colaban a través de las grietas del palacio. El silencio de la habitación, en contraste con la tormenta interior que azotaba su ser, solo era interrumpido por el crujir de las paredes. Allí, en esa solitaria cámara, Willow sentía que estaba atrapada entre la vida y la muerte, una batalla silenciosa en su interior mientras intentaba dar a luz a otro hijo de Jacques, el hombre que tanto despreciaba.

Jacques Schnee, su esposo y el hombre que había elegido por su poder y su linaje, estaba lejos de la escena. Como siempre, su interés no recaía en ella ni en el nuevo bebé. Se encontraba en sus propios asuntos, gobernando su monopolio de dinero, centrado en su propio poder. A pesar de haber dado a luz a dos hijas, Winter y Weiss, que nunca estuvieron a la altura de sus expectativas, Jacques mostraba indiferencia, un desdén frío por todo lo que no se ajustaba a su visión de perfección. Winter, la mayor, aunque fuerte y disciplinada, nunca fue lo suficientemente "Aceptable" para él. Weiss, la menor, su "promesa", una niña de prodigioso talento, también había sido una decepción.

Willow, sin embargo, no sentía un amor profundo por sus hijas. La distancia entre ellas había crecido con los años, alimentada por el maltrato emocional que Jacques les había impuesto. Ahora, en este momento de desesperación, Willow no solo deseaba que este niño fuera diferente, sino que, por fin, estuviera libre de la sombra del hombre que la había condenado.

El dolor llegó a su punto culminante, y al fin, la nueva vida surgió. En un suspiro entrecortado y agotado, Willow sostuvo en sus brazos al pequeño, sintiendo el peso de la vida que acababa de traer al mundo. Pero cuando sus ojos se encontraron con la criatura, una sensación de repudio y desdén la invadió. El niño, en toda su fragilidad, tenía el cabello blanco como la nieve, la marca del linaje Schnee, y ojos tan verdes como las esmeraldas. Su mirada era tranquila, observando a su madre con una calma desconcertante, mientras el llanto que normalmente se espera de un recién nacido nunca llegó. Solo silencio. Su rostro reflejaba una paz inexplicable.

*Otro hijo de Jacques*.

Willow, en su agotamiento, no pudo evitar sentir una oleada de disgusto al pensar que este niño era, de alguna forma, el reflejo del hombre que había llegado a odiar más que a nadie en el mundo. Un hijo más que sería atrapado en la misma vida que ella había tenido que soportar, bajo el control de su esposo, atrapado en un destino de frío poder y expectativas irreales. Un hijo que, a pesar de no tener culpa alguna, sería parte de ese sistema, una nueva pieza en el juego que Jacques manejaba tan hábilmente.

Pero a pesar de su rechazo, Willow no pudo apartar su mirada de él. Sus ojos, esos ojos verdes como esmeraldas, eran diferentes a los de sus otras hijas. Había algo en su tranquila presencia, algo que no podía explicar, que la mantenía cautiva.

"¿Qué vas a ser tú?" murmuró Willow, con voz quebrada. ¿Sería este niño, de alguna manera, una esperanza en medio de la oscuridad? ¿Podría él ser más que el hijo de Jacques? O sería simplemente otro fracaso más en su vida.

Mientras tanto, en la fragmentada y destrozada luna de Remnant,5 Cielo, permanecía inmóvil, sentado en su trono blanco. Las cadenas carmesíes caían pesadamente a su alrededor mientras observaba el vasto vacío del universo decayendo. La fragmentación de la luna y los cielos desmoronándose eran la visualización perfecta de su propio estado interno, un reflejo de su eterna frustración.

Shav contemplaba su plan. No era solo un plan para reiniciar el universo, sino para moldearlo de una manera que pudiera romper el ciclo. Un ciclo que había caído en repetidas ocasiones en la decadencia, en la destrucción. El pensamiento de crear dioses había fracasado. Pero había algo nuevo, algo que le inquietaba profundamente: la posibilidad de moldear no solo a los dioses, sino a las almas que podrían dar forma a un nuevo tipo de existencia.

El bebé, con su calma inexplicable, vino a su mente. Shav podía ver cómo el niño, a pesar de ser una creación de un mundo podrido, podría ser la clave para la transformación que tanto anhelaba. Aunque no podía ser un dios en la forma tradicional, su potencial para cambiar el curso del destino estaba allí, en sus ojos verdes como esmeraldas, una chispa diferente que los demás no tenían.

*¿Es este el nuevo camino?* pensó Shav, con una mezcla de desdén y curiosidad. *¿Una chispa en medio de la ruina del universo, un faro en la oscuridad que podría finalmente romper el ciclo?No seria mas facil llamar a otro cielo y que arregle el problema.

Ya lo intento y no termino bien.

Shav había contemplado la muerte de los dioses y el fin del universo tantas veces, pero en esos ojos verdes ocultos tras sus gafas, en esa vida que acababa de nacer, sintió algo que no había sentido en milenios: *una nueva oportunidad*.

El universo ya se estaba desmoronando, pero quizás, solo quizás, era el momento adecuado para algo nuevo, algo que ni siquiera él había anticipado. 

La ruina podría ser la semilla de la reconstrucción, y este niño, nacido en la agonía de una madre desesperada, podría ser la clave para lo que estaba por venir.

Los días pasaban, uno tras otro, como una interminable marea de indiferencia que envolvía a la familia Schnee. Willow, atrapada en su propio abismo de desdén, se negaba rotundamente a atender a su hijo recién nacido. El niño, Wilhelm Schnee, fue dejado en manos de las criadas, quienes, con la obligación que les correspondía, lo alimentaban, lo cuidaban y lo arropaban. Willow no quería mirarlo, no quería cargar con la culpa de ser su madre, ni con la responsabilidad de enfrentar una vida que había elegido, pero que la había arrastrado hacia la decadencia.

El pequeño Wilhelm, a pesar de su calma serena, parecía no encontrar su lugar en el frío castillo de la familia Schnee. Sus hermanas, Winter y Weiss, apenas si le prestaban atención. Winter, la hija mayor, observaba al bebé con la misma indiferencia que reservaba para todo lo que no tuviera relevancia en su vida estrictamente ordenada y calculada. No veía al bebé como un hermano, ni como alguien con potencial. Simplemente lo miraba como un elemento más en la vasta maquinaria de la familia, un niño que, en su opinión, no tenía fuerza ni importancia.

Weiss, la menor, no estaba mucho mejor. De hecho, su desdén era aún más pronunciado. Para ella, Wilhelm era una molestia, un recordatorio de la incapacidad de su madre y la impotencia de su padre para ofrecerle el poder y el control que ella sentía que merecía. El bebé, con su tranquila mirada, parecía una sombra en su vida, algo que no debería estar allí. Si pudiera, Weiss habría deseado que nunca hubiera nacido.

Mientras tanto, Jacques Schnee, el patriarca de la familia, seguía centrado exclusivamente en su imperio de polvo, la poderosa energía que alimentaba el mundo de Remnant. Sumido en sus negocios y preocupaciones sobre el futuro de su empresa, Jacques permanecía completamente ajeno a su esposa y a sus hijos. Su mundo giraba en torno al poder económico y a la expansión de su imperio, y cualquier otra cosa era irrelevante. Willow, su esposa, era solo una sombra que había cumplido su propósito, y sus hijos, simplemente piezas más en el tablero de su ambición.

En ese mismo vacío, Willow se desmoronaba lentamente. La tristeza, el dolor y la desesperanza la habían consumido por completo, y su vida se había convertido en una espiral de autodestrucción. La bebida se había convertido en su único consuelo, una escapatoria temporal que la alejaba de la realidad que ya no podía enfrentar. Cada sorbo de licor era una pequeña rendición, una aceptación de que su vida nunca cambiaría. Las cicatrices emocionales de su relación con Jacques la habían marcado para siempre, y la certeza de que su destino estaba sellado la arrastraba cada vez más hacia las sombras.

En las largas noches solitarias, en las que el frío del invierno se colaba por las ventanas del palacio, Willow encontraba consuelo solo en el alcohol. Se recluía en sus habitaciones, mirando la luz de la luna que apenas alcanzaba a entrar por las grietas de las paredes. Sus ojos vacíos no buscaban respuestas, solo esperaban que el tiempo se desvaneciera, llevándola con él, dejándola en paz.

Pero ni la bebida ni la desesperación podían borrar la realidad que la rodeaba. El niño, Wilhelm, seguía allí, una presencia silenciosa que, en su forma más pura, representaba todo lo que Willow odiaba. Un hijo más de Jacques, otro fracaso, otro recordatorio de lo que su vida había sido: un camino sin salida, en el que la esperanza se había desvanecido hace mucho tiempo.

El vacío de la casa Schnee se sentía cada vez más profundo. Willow, al igual que su esposo, parecía haber dejado de ser un ser humano, una sombra atrapada en un ciclo de sufrimiento y desdén. Y mientras tanto, el pequeño Wilhelm, con su mirada verde como esmeralda, seguía observando el mundo que lo rodeaba, tranquilo, impasible, sin hacer ruido. Quizás, en su inocencia, ya entendía que su lugar en este mundo nunca sería más que un eco distante en la historia de su familia.

Las noches en el castillo Schnee eran frías, y el aire parecía impregnado de una quietud ominosa. En la oscuridad, mientras el mundo seguía su curso, una figura solitaria merodeaba por los pasillos del palacio. Shav, se deslizaba en las sombras, sus cadenas carmesíes tintineando suavemente con cada paso. A pesar del peso que llevaban consigo, no parecían incomodarlo. De alguna manera, parecía que esas cadenas no solo lo ataban al destino, sino que también lo conectaban con algo más profundo, algo más antiguo.

Esa noche, como muchas otras, Shav se acercó al cuarto donde Wilhelm descansaba, custodiado por las criadas, pero en realidad, el niño no necesitaba más que la vigilancia silenciosa de su guardián eterno. En la oscuridad, Shav observó al bebé, quien yacía en su cuna, en un estado de calma absoluta. Sin que nadie notara su presencia, se inclinó sobre él, sus ojos igual a los suyos brillando con una intensidad que reflejaba tanto su poder como su tristeza. 

Con un gesto suave, Shav levantó al niño entre sus brazos, su cuerpo envuelto en cadenas que nunca cesaban de moverse. A pesar de la fría ironía de su situación, Shav no sintió incomodidad al sostener a Wilhelm. Era como si el niño, con sus ojos verdes como esmeraldas, lo calmara de una manera que nada más en el universo podía hacerlo. 

Shav susurró en un idioma ancestral, una lengua perdida en el tiempo, que hablaba de promesas rotas y leyendas olvidadas. Las palabras que salían de sus labios eran como un eco de la creación misma, tan antiguas como el universo, llenas de un poder profundo y misterioso. El susurro era suave, casi un canto, y en sus palabras se tejían historias de dioses caídos, héroes olvidados y mundos que alguna vez florecieron en la luz. 

"El fin no es el final, Wilhelm", murmuró, mirando al niño. "El ciclo se repite, pero tú... tú podrías ser diferente. La oscuridad no es tu destino, sino tu opción."

Mientras Shav hablaba, las cadenas carmesíes brillaban débilmente, como si respondieran a sus palabras, a sus pensamientos. Con cada susurro, parecía que el tiempo mismo se detenía en la habitación, como si el universo escuchara las promesas del Señor de la rebeldia. 

Sin embargo, en otra parte del castillo, el eco de la melancolía de Willow se hacía sentir con la misma fuerza. En su habitación, rodeada de oscuridad y soledad, Willow arrojó otra botella de vino vacía contra la pared, el cristal estallando en mil pedazos. No había fuerzas que la sostuvieran, ni esperanza que la impulsara. La desesperación se había apoderado de ella, y la botella vacía era un símbolo de la vida que se desmoronaba ante sus ojos. 

En ese momento, escuchó las voces de Jacques y Winter. Jacques estaba reprendiendo a su hija mayor por lo que, en su frialdad y arrogancia, consideraba una transgresión. Willow cerró los ojos con fuerza, intentando ahogar las palabras de su esposo, pero no podía evitar escucharlas. Cada reprimenda de Jacques era una daga más en su ya desgarrado corazón.

"No me hables de esa manera", Jacques gritó, su voz llena de furia contenida. "Eres mi hija, no mi igual. No eres nadie para darme lecciones. No eres más que una herramienta para mi visión, Winter. No olvides tu lugar *bofetada*."

Winter, siempre obediente pero con un atisbo de ira en su mirada, no respondió. Había aprendido a callar, a ocultar su desdén bajo una fachada de sumisión. Willow, desde su habitación, no pudo evitar sentir un profundo vacío al escuchar esa conversación. Sabía que sus hijas nunca serían más que piezas en el juego de Jacques, y no podía evitar preguntarse si Wilhelm, el bebé que ahora lloraba en silencio, sería simplemente otra víctima más de su cruel destino. 

"Te has convertido en lo que tanto odiabas", susurró Willow para sí misma, mirando la botella rota en el suelo. "Un prisionero. Un esclavo en su propia casa."

Y mientras su mente se perdía en ese torbellino de pensamientos, Shav seguía allí, en las sombras, con el bebé en sus brazos. El frío y la oscuridad no lo tocaban. No sentía tristeza, ni ira, ni siquiera la desesperanza que había visto en los ojos de Willow. En su alma había algo diferente, algo que, aunque fugaz, brillaba con la posibilidad de un nuevo comienzo. 

Pero ese camino, ese cambio, no dependía de Shav, ni de Wilhelm, ni de nadie más. El destino era incierto, y las cadenas que ataban a todos, a cada uno, eran solo una ilusión. Solo el tiempo diría si el niño podría romper las cadenas del ciclo, o si, como todos los demás, sucumbiría a la misma oscuridad que había consumido a sus padres.

En la profunda oscuridad de la noche, mientras el universo se desmoronaba, Shav, abrazaba a Wilhelm Schnee, el niño que parecía ser el último destello de luz en un mundo que ya había muerto.

Y así, en esa habitación silenciosa, las cadenas del destino se retorcían, esperando a que el ciclo comenzara una vez más.

Han pasado doce años desde el nacimiento de Wilhelm Schnee, y las estaciones de Remnant han transcurrido en un ciclo de frialdad y silencio para la familia Schnee. Wilhelm, ahora un niño de doce años, creció rodeado de indiferencia, un espectador en su propia casa. Aunque su aspecto seguía siendo el de un niño, con su cabello blanco como la nieve y sus ojos verdes como esmeraldas, su presencia parecía siempre apagada, como si su alma se hubiera sumido en una quietud perpetua. Nunca expresó emociones con facilidad, ni sonreía ni lloraba, y su voz, cuando salía de su boca, era apenas un susurro. 

Este comportamiento le permitió escapar, en parte, del desprecio constante de Jacques. A diferencia de sus hermanas, que siempre fueron vistas como fracasos o herramientas para cumplir los deseos de su padre, Wilhelm no despertaba el mismo odio en él. Jacques se centraba únicamente en lo que podía controlar, lo que podía moldear para su propio beneficio. Wilhelm, con su naturaleza distante y su falta de interés por los juegos de poder familiares, no era una amenaza para su ego, ni tampoco una fuente de frustración. 

Sin embargo, su indiferencia y su silencio tenían un precio. Mientras Jacques desataba su furia sobre Winter y Weiss, Wilhelm permanecía en las sombras, un espectador en su propio hogar. Pero ese silencio, esa apatía que tanto protegía de los reproches de su padre, también lo hacía objeto de la ira y el desprecio de su hermana mayor, Winter.

Winter, ahora de dieciséis años, había desarrollado una fortaleza helada que ocultaba su amargura. Como siempre, estaba concentrada en su deber, en la disciplina y el poder, pero había algo en ella que se había roto con los años. Había sido testigo de las constantes humillaciones de su madre, las reprimendas de su padre y la constante lucha por ser la hija perfecta. Winter había sacrificado su propia felicidad en aras de satisfacer las expectativas de Jacques, pero no podía soportar la indiferencia de Wilhelm. En su mente, él era un reflejo de todo lo que ella nunca podría ser: libre de las cadenas de expectativas, pero a un costo que no podía comprender. 

Su odio hacia él no era solo por su apática naturaleza, sino porque Wilhelm no se preocupaba por nada. Él no deseaba nada de Jacques. No parecía buscar aprobación ni amor. Para Winter, eso era insoportable, como si Wilhelm estuviera mostrando una debilidad aún mayor: la incapacidad de querer o ser amado. 

Por otro lado, Weiss, a sus catorce años, estaba pasando por su propia tormenta interna. La relación con su padre se había vuelto insoportable, y las constantes reprimendas de Jacques le dejaban cicatrices profundas. Había sido castigada una y otra vez, y su alma, quebrantada por la falta de amor y aceptación, se hundió cada vez más en la depresión. En su dolor, se convirtió en una sombra de lo que alguna vez fue, buscando consuelo en un mundo que parecía no tener lugar para ella.

Fue en este estado de vulnerabilidad cuando se acercó a Wilhelm. A pesar de la distancia que él mantenía de todos, y de la fría indiferencia que siempre mostró, Wilhelm nunca la rechazó. Nunca la apartó de su lado, a pesar de su silencio. Cuando Weiss se acercaba a él, él la miraba con aquellos ojos verdes, tranquilos, pero nunca la apartaba. Era como si en su presencia, ella pudiera encontrar algo que su padre nunca le dio: un respiro de paz en medio de la tormenta.

A veces, ella se sentaba junto a él, en silencio, y Wilhelm simplemente le permitía estar allí. No era el consuelo que ella buscaba, pero era todo lo que él podía ofrecer. No palabras, ni promesas, solo su presencia, una presencia que, aunque fría y distante, parecía ser todo lo que ella necesitaba en ese momento.

"¿Por qué no hablas?", le preguntó Weiss una noche, mientras se sentaba a su lado en el umbral de la ventana, mirando las estrellas. Wilhelm no respondió. No era que no la escuchara, simplemente no tenía palabras para ofrecerle. Pero a Weiss no le importaba. No necesitaba respuestas. Solo necesitaba alguien que la dejara ser, alguien que no la juzgara por lo que era, alguien que aceptara su dolor sin querer cambiarlo. 

"Yo... no puedo soportarlo más", susurró Weiss, sus ojos bajos, lágrimas que brillaban con la luz de la luna. "No sé cómo... seguir..."

Wilhelm no dijo nada. Pero, por primera vez, un leve suspiro escapó de él. Aquel suspiro, tan sutil como el viento, fue su forma de decir que la entendía. Aunque su corazón seguía tan distante como siempre, en algún rincón de su ser, la presencia de Weiss se había convertido en un pequeño ancla. No podía ofrecerle consuelo, ni palabras de aliento, pero podía ofrecerle lo que nadie más parecía dispuesto a darle: su quietud, su calma.

Mientras tanto, Winter observaba desde la distancia, sus ojos fríos, llenos de resentimiento. Ver a Weiss acercarse a Wilhelm solo aumentaba su frustración. No entendía cómo su hermana podía encontrar consuelo en alguien tan ajeno a las emociones. Pero lo que más la enfurecía era que, a pesar de todo, Wilhelm nunca la apartaba. Para él, Weiss, en su dolor, tenía más valor que cualquier orden o expectativa de su padre. Para él, ella era simplemente otro ser humano que necesitaba compañía, y no importaba si ella era débil, o rota, o perdida. 

El silencio entre ellos tres era un espacio cargado de tensión, pero también de una extraña y triste conexión. Ninguno de los tres estaba realmente a salvo de la sombra de Jacques, pero en esa soledad compartida, los tres buscaban una forma de resistir. Aunque Wilhelm nunca lo expresara con palabras, y aunque Winter nunca lo aceptara, el niño que nunca mostró emociones, que nunca habló, había creado un refugio para aquellos que no sabían a dónde más ir.

Así, entre silencios y miradas perdidas, la familia Schnee continuaba su lucha interna. Cada uno llevaba sus propias cadenas, pero en ese pequeño rincón del mundo, Wilhelm, el niño distante, les ofrecía lo único que podía: un espacio para existir, aunque fuera solo por un momento.

El sol apenas asomaba sobre el horizonte de Mantle, donde el aire frío cortaba como cuchillas, envolviendo todo en una capa de hielo. Wilhelm Schnee, ahora con doce años, había decidido abandonar la comodidad sombría de la mansión Schnee para explorar el reino más allá de las imponentes murallas de Atlas. Quizá en su corazón vacío, algo lo impulsaba a buscar un significado, una razón para la existencia que siempre le había sido esquiva. Quizá quería saber qué había más allá de su indiferencia, o tal vez solo necesitaba alejarse de todo lo que le resultaba opresivo y cruel.

Con sus ojos verdes, tan fríos como la nieve que cubría Mantle, Wilhelm vagó por las calles empolvadas de nieve, observando las casas deterioradas y los rostros agotados de los ciudadanos. Nadie parecía notar su presencia, y él no se preocupaba en absoluto. No era de su interés el sufrimiento de los demás. 

De repente, mientras caminaba sin rumbo fijo, un grupo de hombres apareció ante él. Eran maleantes, mercenarios sin principios que habían reconocido a Wilhelm como un Schnee. La oportunidad de pedir un rescate a los Schnee más poderosos de Atlas era algo que no iban a dejar pasar. 

"¿Qué tenemos aquí?", dijo uno de ellos, sonriendo de forma siniestra. "Un niño Schnee. Lo que significa que su familia tiene mucho dinero. Llévenlo. Vamos a hacer un pequeño negocio."

Wilhelm no mostró signos de miedo, solo un leve giro de su cabeza hacia ellos, como si los observara desde un lugar distante, como si no le importara lo que estaba sucediendo. Los hombres lo rodearon, pero en el momento en que intentaron apresarlo, un frío abrasador se desató, envolviendo todo a su alrededor.

El aire se volvió pesado, y el viento cortante se transformó en una tormenta helada que parecía consumir la calidez de la tierra misma. La nieve comenzó a caer de manera violenta, pero lo más extraño de todo fue la oscuridad que se arrastraba sobre el paisaje, como si el propio aire se tornara negro y pesado.

Los maleantes, sorprendidos, intentaron resistir, pero el frío los alcanzó rápidamente. El viento se convirtió en una furia indescriptible, y los cuerpos de los hombres fueron consumidos por una fuerza que parecía provenir del mismo abismo. Gritaron, pero sus voces se apagaron al instante, tragadas por la tormenta helada que los devoró. 

Wilhelm observó sin expresar emoción alguna. Su mirada no se alteró, no temió ni reaccionó ante lo que estaba sucediendo. Sin embargo, escuchó una voz que rompió el silencio de la tormenta.

**"Corre."**

La voz era suave, pero cargada de autoridad. Era una voz que no pertenecía a este mundo, profunda y ancestral, como un susurro del pasado. La voz lo instó a moverse, y sin pensarlo dos veces, Wilhelm comenzó a correr.

Corrió sin mirar atrás, sintiendo el viento cortante sobre su rostro y la nieve cubriendo el suelo bajo sus pies. Corrió con una rapidez sorprendente, sin una dirección clara, hasta que sus piernas comenzaron a sentirse pesadas, como si la misma tierra intentara frenarlo. Pero no se detuvo. La orden que había escuchado seguía resonando en su mente, empujándolo hacia adelante.

Finalmente, agotado, Wilhelm se detuvo en medio de un bosque cubierto de nieve. Las ramas de los árboles estaban tan congeladas que parecían de cristal, y el aire estaba denso, pero también profundamente silencioso. La tormenta parecía haber cesado tan repentinamente como había comenzado, pero la quietud que la seguía era aterradora. 

En el centro del bosque, Wilhelm se quedó solo, mirando a su alrededor. Su expresión había cambiado. Por primera vez, algo se movió dentro de él. No era miedo, ni siquiera tristeza, sino un vacío profundo que lo invadía. En su corazón, había algo que se había quebrado, algo que había comenzado a despertar dentro de él. Ya no era el niño indiferente que había sido. Algo en su interior se había alterado, y la oscuridad que había presenciado en el bosque parecía haber dejado una huella en su alma. Pero no sabía cómo llenarlo.

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Mientras tanto, en la mansión Schnee, el caos emocional también se desarrollaba.

Willow Schnee yacía en su cama, su cuerpo encorvado por el peso de la depresión que la había consumido durante años. Su vida era una sombra de lo que alguna vez fue. Su rostro estaba pálido, sin vida, y sus ojos vidriosos miraban al vacío. El amor por sus hijos se había desvanecido hace mucho, y la falta de esperanza la había arrastrado al abismo. Cada día era una lucha para levantarse, pero los recuerdos de su vida vacía y su incapacidad para cambiar nada la mantenían atrapada en su propio sufrimiento.

En otra parte de la mansión, Winter entrenaba sin descanso. Su espada cortaba el aire con precisión, cada golpe un reflejo de su lucha interna. El entrenamiento era su única válvula de escape, su forma de canalizar el dolor y la frustración. No podía permitirse pensar en lo que su vida había sido o en lo que se había convertido. Todo lo que le quedaba era la disciplina, la perfección que su padre esperaba, y nada más. 

Sin embargo, en su corazón, la rabia crecía. No entendía por qué Wilhelm no mostraba emociones. Él, el niño que parecía tan ajeno a todo, estaba empezando a parecer más humano que ella. En su intento de ser fuerte, Winter había dejado de sentir, había enterrado su vulnerabilidad, pero Wilhelm seguía siendo la incógnita que no podía resolver. Su indiferencia le resultaba insoportable.

Mientras tanto, en la habitación de Weiss, el dolor era palpable. Su madre nunca la había consolado, su padre nunca la había amado, y el vacío en su vida solo crecía con cada día que pasaba. Aferrada a un peluche de foca, Weiss lloraba en silencio, sin saber qué hacer con la tristeza que la aplastaba. La falta de afecto y la indiferencia de su familia la habían destrozado, y el peso de la soledad parecía haberla consumido.

Los tres, cada uno en su propio mundo, sentían la fría distancia que los separaba. Mientras tanto, Wilhelm, lejos de su hogar, seguía buscando algo en la nieve que caía, sin saber que lo que había encontrado no era solo un vacío, sino el principio de un destino mucho mayor que todos ellos podían imaginar.

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En el frío bosque, una sombra se deslizaba entre los árboles. Shav, observaba desde las sombras, vigilante. Sabía que el destino de Wilhelm estaba a punto de cambiar para siempre. La puerta al futuro estaba abierta, y el niño Schnee, por fin, comenzaba a caminar por el sendero que lo llevaría a su verdadero destino.