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—¿Astrid? —llamé en mi mente, desesperada por sentir su presencia.
Sin respuesta.
Lo intenté de nuevo, esta vez con más urgencia. —¡Astrid, por favor!
Silencio.
El pánico comenzó a infiltrarse ante el vacío en mi mente. Astrid siempre había estado ahí, incluso en mis peores momentos.
Me moví, el frío tintineo de las cadenas metálicas resonando a mi alrededor. Al bajar la vista, noté las pesadas esposas de plata envueltas alrededor de mis muñecas y tobillos, quemando mi piel y sujetas con gruesas cadenas ancladas a la pared.
Mi corazón se hundió aún más al ver mi atuendo —una camiseta blanca suelta y pantalones cortos negros, ambos desconocidos.
—Qué diablos... —murmuré, tratando de reconstruir lo que había sucedido.
Y entonces me golpeó.
—Ivan. —El recuerdo de su rostro, su sonrisa burlona, parpadeó en mi mente. La lucha. Los renegados. La emboscada.
Antes de que pudiera procesar más, una voz suave, casi casual, cortó la penumbra.