—¿Qué...? —comencé, pero él me interrumpió.
—Gracias, Rojo —se estremeció, no como si le doliera decirlo, más bien como si no estuviera acostumbrado a decirlo—. Por salvar a mi sobrino.
Mis ojos se abrieron de par en par, y mi lengua quedó paralizada.
—No eres una carga, Rojo —murmuró, la suavidad de su tono me desarmó—. Eres mi esposa.
Mi corazón dio un vuelco en el pecho.
Esposa.
Esa maldita palabra.
Tragué con dificultad. —Hades, ya hablamos de esto —los recuerdos de aquel momento me golpearon, haciéndome sentir calor en la cara.
—No seré impulsivo como en aquella ocasión. No haré nada que tú no quieras hacer —su voz tomó un matiz salaz en la última parte, pero me negué a darle importancia.
—¿Recuerdas lo que dije en la gala?
—Dijiste muchas cosas —desvié, aunque sabía que recordaba cada palabra.
—Soy un maldito bastardo, lo sé.
—Eso no es noticia —solté antes de poder controlarme. Me tapé la boca con la mano.