Horas habían pasado, pero Cristian aún no se había movido un músculo. Muchos habían dejado el lado de la tumba llorando o se habían retirado para tomar un respiro, pero no Cristian.
—Está bien llorar, Cristian —rodeé su cintura con mi brazo, apoyándome en su pecho—. Si quieres gritar, llorar a moco tendido, golpear a alguien... estoy aquí —hablé—. Bueno, quizás no lo de golpear
—Lo sé —sentí los suaves labios de Cristian presionados contra mi sien—. Debería estar llorando, pero la gente depende de mí y no puedo defraudarlos —trataba de convencerse a sí mismo—. Las lágrimas son una señal de debilidad.
Sus palabras para mí eran sin sentido, pero respetaba sus deseos. Se sentía obligado a ser el hombre fuerte que esta familia necesitaba que fuera y reprimía cada emoción.