Yo, con mis ocho años, estaba sentada en silencio en el asiento trasero de nuestro coche mientras Mamá conducía, y papá estaba sentado en el asiento del pasajero, luciendo un poco estresado. —Mamá, papá —dije, y ella murmuró mientras papá me miraba—. ¿Por qué vamos al bosque? —les pregunté, y papá sonrió un poco... {papá nunca ignoraba ninguna de mis preguntas, por molesta que fuera}.
—Tenemos que mostrarte algo —me dijo y revolvió mi cabello.
—¿En la selva? —pregunté confundida.
—Sí, cariño, en unos minutos llegaremos allí —dijo él—, y asentí. Después de unos minutos, Mamá aparcó el coche al lado y salieron del vehículo. Papá abrió la puerta y me miró.
—¿Qué te parece si vamos a caballito? —dijo él, y yo solté una risita mientras asentía con la cabeza.
—La estás malcriando, Daniel —le dijo Mamá a papá, y él rodó los ojos.