Javier Smits abrió los ojos lentamente, su respiración irregular rompía el silencio absoluto. Todo a su alrededor era blanco, como si estuviera atrapado en un lienzo vacío. El chico de 14 años parpadeó varias veces, intentando despejar el aturdimiento en su mente. Sin embargo, no había nada que recordar, como si su memoria fuera un libro arrancado de todas sus páginas.
—¿Dónde estoy? —murmuró, sintiendo el eco de sus palabras resonar en la vastedad del vacío. Su corazón comenzó a latir con más fuerza, la incertidumbre envolviéndolo. "No recuerdo nada... ¿Qué pasó antes de esto? ¿Por qué estoy aquí?"
Antes de que pudiera profundizar en sus pensamientos, una voz masculina resonó en el espacio:
—Hola, Javier.
El adolescente giró rápidamente en dirección al sonido. Frente a él apareció un hombre joven, cuya presencia irradiaba serenidad y autoridad. Su cabello oscuro caía en mechones perfectos, y sus ojos azules brillaban como zafiros bajo una luz inexistente.
—¿Quién eres tú? —preguntó Javier, dando un paso atrás instintivamente.
El hombre sonrió, una sonrisa cálida pero enigmática.
—Puedes llamarme Jack, aunque la mayoría me conoce como el Dios de la Reencarnación.
Los ojos de Javier se agrandaron. Por un momento pensó que estaba soñando o alucinando, pero la firmeza en las palabras de Jack lo hizo dudar.
—¿Reencarnación? ¿Eso significa que estoy... muerto?
Jack asintió lentamente, aunque su expresión mostraba un matiz de tristeza.
—Sí y no. No debías morir, Javier. Tu destino fue interrumpido de forma prematura. Y... —hizo una pausa, evaluando cuidadosamente las palabras—, tus recuerdos fueron sellados. Has soportado tanto sufrimiento que si recordaras cada detalle, te consumirías hasta perder tu esencia. Serías solo un cascarón vacío, una sombra de lo que fuiste.
Javier tragó saliva, tratando de procesar lo que escuchaba. No recordaba el dolor que Jack mencionaba, pero algo en su pecho se tensó, como si su corazón reconociera las cicatrices invisibles de su pasado.
—Entonces... ¿qué va a pasar conmigo ahora?
Jack dio un paso adelante, extendiendo una mano.
—Tienes tres opciones. Puedes quedarte aquí, en este espacio, hasta que encuentres paz eterna. O puedes reencarnar en el mundo que elijas, con dos deseos que se ajustarán al poder de ese mundo. Finalmente, está la opción más rara, pero igualmente válida: convertirte en un viajero universal. Eso te permitiría explorar mundos infinitos, con un solo deseo como ventaja.
Javier lo miró fijamente, intentando descifrar la verdad detrás de esas palabras.
—¿Un viajero universal? —repitió.
Jack asintió.
—Tendrías libertad absoluta para moverte entre universos cuando quieras. Serías testigo de infinitas historias, culturas y realidades.
La propuesta despertó algo en Javier: curiosidad, emoción, quizás incluso esperanza. Pero había muchas preguntas aún por resolver.
—¿Y si elijo reencarnar? —inquirió.
—Podrías vivir una vida completamente nueva en cualquier mundo que desees, con el añadido de dos deseos para moldear tu destino. Pero recuerda, cuanto más poderoso sea el mundo que elijas, más difícil será tu nueva vida.
Javier reflexionó por un momento, cruzando los brazos mientras consideraba las ventajas y desventajas de cada opción. Finalmente, levantó la mirada, decidido.
—Elijo ser un viajero universal.
Jack sonrió, como si hubiera anticipado esa respuesta.
—Muy bien. Entonces, tienes derecho a un único deseo. Elígelo con sabiduría.
Javier pensó durante un momento antes de responder:
—Quiero tener control total sobre las plantas.
La sonrisa de Jack se ensanchó.
—Un deseo interesante. Puedes crear, modificar y controlar todo lo relacionado con el reino vegetal. Una habilidad versátil y poderosa.
Javier rió suavemente.
—Siempre he pensado que las plantas tienen mucho potencial. Puedo usarlas como armas, crear nuevas especies para sobrevivir en cualquier ambiente, o incluso fabricar alimentos únicos... quién sabe, tal vez ayude a los veganos del multiverso.
Jack soltó una carcajada, contagiado por el comentario.
—Una bendición para los veganos, definitivamente.
Después de unos segundos de risa, Javier respiró hondo.
—Quiero ir al universo de *Juego de Tronos*.
Jack levantó una ceja, sorprendido.
—Un mundo lleno de intrigas, peligro y tragedia... Interesante elección. Muy bien, Javier. Prepárate para tu primer viaje.
Con un chasquido de dedos, el espacio blanco comenzó a desvanecerse, reemplazado por un cielo gris y un frío viento que azotaba su rostro. Javier se encontraba de pie en medio de un vasto paisaje nevado, con un bosque oscuro a lo lejos. La aventura acababa de comenzar.
Javier apretó los puños y sonrió, sintiendo el poder latente de su habilidad fluir por sus venas.
—Esto va a ser interesante...
Javier abrió los ojos nuevamente y lo primero que vio fue un paisaje blanco e interminable, cubierto por un espeso manto de nieve. El aire gélido le quemaba la piel desnuda, y la brisa helada hacía que sus labios temblaran de inmediato. En la distancia, pudo distinguir una ciudad rodeada de muros de piedra. Era un lugar robusto, imponente, diseñado para soportar los duros inviernos del norte.
Un estandarte ondeaba sobre las murallas del castillo, una figura que le resultaba familiar de inmediato: un lobo gris en un fondo blanco, moviéndose con la fuerza del viento. Javier se quedó paralizado por un momento antes de entender lo que estaba viendo.
—¡Es un huargo! —exclamó, sintiendo un calor inesperado en el pecho. Reconoció el símbolo al instante: era el emblema de la Casa Stark. Su emoción se desbordó mientras procesaba lo que esto significaba.
—¡Estoy en Invernalia! —gritó, con una mezcla de incredulidad y alegría. Siempre había admirado a los Stark, su honor, su sentido de la justicia y cómo mantenían sus promesas a pesar de las adversidades. Para él, eran el ideal de lo que una familia debería ser.
Sin embargo, su emoción no duró mucho. Un viento glacial lo sacudió con fuerza, arrancándole cualquier ilusión de comodidad. Mirándose rápidamente, notó lo inapropiado de su vestimenta: una camisa de manga corta, pantalones cortos y un par de tenis ligeros. Era ropa de verano, y en el frío de Invernalia, parecía más un acto de suicidio que un descuido.
—Si no hago algo rápido, voy a congelarme... —murmuró, su cuerpo comenzando a temblar violentamente.
Consciente de su situación, Javier empezó a buscar desesperadamente algo que pudiera ayudarle. Tras unos momentos de exploración, sus ojos captaron pequeños brotes verdes sobresaliendo de la nieve a unos metros de distancia. Su rostro se iluminó.
—¡Plantas! —exclamó, corriendo hacia ellas con renovada esperanza.
Se arrodilló junto al arbusto, sus manos temblorosas acariciando las hojas heladas. Recordó su deseo: control total sobre las plantas. Era el momento de probarlo.
—Vamos, funcionen... —dijo, cerrando los ojos y concentrándose en el arbusto frente a él.
Por unos instantes, no ocurrió nada. Javier frunció el ceño, sintiendo que el control era más difícil de lo que imaginaba. "Tal vez porque ya está crecido…", pensó, recordando cómo Jack había mencionado que su habilidad requeriría práctica. Sin embargo, no podía rendirse.
Ignorando el frío que comenzaba a entumecer sus dedos, respiró hondo y extendió las manos sobre el arbusto. Imaginó lo que quería: algodón, suave y cálido, suficiente para envolverlo y protegerlo del clima helado.
Un calor leve recorrió sus manos. Lentamente, vio cómo el arbusto cambiaba ante sus ojos. Las ramas se expandieron, y los brotes se transformaron en grandes bolas de algodón blanco que colgaban como frutos. Javier no pudo evitar sonreír ante su logro.
—¡Sí! —exclamó, arrancando con cuidado las bolas de algodón y metiéndolas dentro de su ropa para crear una capa de aislamiento improvisada. No era perfecto, pero al menos podía sentir un leve alivio del frío que antes parecía mortal.
Mirando hacia la ciudad, Javier se levantó con determinación.
—Bien, Invernalia… allá voy.
Con el algodón apretado contra su piel y su poder todavía latente en sus venas, Javier caminó hacia las murallas del castillo Stark, enfrentando el viento y la nieve.
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Javier llevaba más de una hora caminando bajo lo que otros, con un gusto enfermizo por el sufrimiento, llamaban "invierno". Cada paso lo sentía como una traición de su cuerpo: el frío le mordía los pies, el viento le pegaba en la cara con bofetadas heladas, y sus pulmones parecían llenarse de agujas con cada respiración. En un momento de agonía silenciosa, el horizonte le ofreció un regalo: las murallas de una ciudad.
—¡Gracias a los dioses! —gritó, levantando los brazos como si hubiera encontrado la tierra prometida.
La respuesta del invierno fue lanzarle otra ráfaga de nieve directo a la cara. Muy épico.
Minutos después, frente a las enormes puertas, dos guardias envueltos en pieles y con caras de piedra lo detuvieron.
—¿Quién eres y qué quieres? —gruñó el primero, cuya barba estaba tan congelada que parecía hecha de estalactitas.
Javier sintió cómo su cerebro se congelaba también. "Piensa rápido, Javier. Algo convincente. Algo que no te haga parecer un vagabundo sospechoso".
—Eh… soy comerciante —dijo, intentando sonar seguro.
—¿Comerciante? ¿Y qué vendes? —preguntó el segundo guardia, mirándolo con ojos entrecerrados.
—Semillas —respondió Javier con una sonrisa forzada—. Semillas medicinales… y artesanías. Cosas hechas con plantas especiales.
Los guardias se miraron como si acabaran de escuchar al mayor lunático del mundo.
—¿Semillas? ¿En invierno? —dijo uno, levantando una ceja tan alto que casi se le salió de la cara.
Javier, sintiendo que su mentira se derrumbaba, soltó lo primero que le vino a la mente:
—Son semillas… mágicas. Sí, lo que escucharon. Vienen de tierras lejanas, donde el frío no las afecta. De hecho, prefieren el frío y apenas necesitan luz. —De algún modo, las palabras empezaron a fluir solas—. Piénsenlo: ¿cuántos cultivos sobreviven en invierno? Estas semillas sí lo hacen. Son un milagro de la naturaleza.
El segundo guardia parecía intrigado, pero el primero frunció el ceño.
—¿Y por qué estás caminando solo?
"Por favor, Javier, mantén el teatro."
—Una banda de ladrones atacó mi carruaje —dijo con un suspiro dramático, mirando hacia el suelo como si estuviera recordando un trauma falso—. Quemaron todo: semillas, medicinas, artesanías... lo único que pude salvar está aquí conmigo.
—¿Y no te mataron? —preguntó el primer guardia, claramente escéptico.
—¡Ah, porque corrí como un condenado! —exclamó Javier, poniendo cara de indignación—. ¡No todos son valientes guerreros como ustedes!
El halago hizo que el primer guardia inflara el pecho, satisfecho.
—Está bien, pasa —dijo finalmente—. Pero si armas problemas, terminarás en las mazmorras.
—¡Por supuesto, señores! No armaré ni un escándalo —respondió Javier, inclinándose ligeramente, como si fuera un comerciante honrado de toda la vida. Internamente, se felicitó por su brillante actuación.
Al cruzar las puertas, Javier suspiró aliviado, pero no tuvo tiempo de disfrutarlo porque una pequeña banda de "ladrones" apareció. Bueno, no realmente. Javier los vio y casi rompió a reír.
Tres adolescentes cubiertos con harapos y con caras de hambre bloquearon su camino.
—¡Eh, tú! —gritó el que parecía el líder, aunque su voz sonaba como si aún estuviera luchando contra la pubertad—. ¡Danos todo lo que tengas o te golpeamos!
Javier miró al cielo, preguntándose qué clase de chiste era este universo.
—Amigos —dijo, señalando su ropa raída y el hecho de que no tenía ningún carruaje—, si tuviera algo valioso, ¿creen que estaría así?
Los "ladrones" se miraron entre sí, confundidos.
—¡Igual revisémoslo! —gritó el líder, con un tono que parecía más desesperado que amenazante.
Después de hurgar en su bolsa (donde no encontraron más que aire y un par de telas viejas), los jóvenes suspiraron frustrados.
—No tiene nada.
—Ya se los dije. ¿Puedo irme? —respondió Javier, cruzándose de brazos.
Los "bandidos" lo miraron con cara de derrota y se marcharon sin más. Javier se rio entre dientes.
—Malditos amateurs.
Lo que no sabían era que lo más valioso estaba oculto dentro de sus capas acolchadas: un pequeño fajo de monedas, cortesía de Jack, el dios de la reencarnación. 20 dragones de oro, 200 lunas de plata y 500 estrellas de cobre. Javier había hecho una representación mental bastante… peculiar de estas monedas mientras caminaba:
—La estrella de cobre parecía un bufón, burlándose de su pobreza.
—La luna de plata le hacía una reverencia elegante, como un noble bien educado.
—El dragón de oro, por su parte, rugía con majestuosidad: "No eres digno de usarme, campesino."
"Malditas monedas dramáticas", pensó, asegurándose de que nadie pudiera verlas.
Finalmente encontró una posada llamada La Guarida del Lobo. Javier empujó la puerta, y el aroma a carne asada y pan recién horneado lo golpeó en la cara como una ola de felicidad.
—¡Bienvenido a La Guarida del Lobo! —exclamó una joven con una sonrisa irritantemente contagiosa.
—Gracias… ¿tienen algo de comer? —preguntó Javier, sintiéndose al borde del colapso.
La chica dejó caer un enorme papiro sobre la mesa.
MENÚ
Pan negro y sopa de verduras (2 estrellas de cobre)
Sopa de venado con pan decente (2 ciervo de plata)
Plato del rey: carne asada y vino (5 ciervo de plata)
La locura del chef: nadie sabe qué contiene, pero sobrevives (precio según tu cara).
—¿Por qué esto parece un contrato para vender mi alma? —murmuró Javier.
—¿Ya decidió? —preguntó la joven.
—La sopa de venado, por favor —respondió con lágrimas en los ojos, entregando dos lunas de plata con cuidado.
Mientras esperaba, abrazó el cuenco con una sonrisa. El calor de la chimenea y la primera comida caliente desde que llegó lo hicieron sentirse, aunque fuera por un momento, a salvo.
—Esto apenas comienza —murmuró, dando un sorbo a la sopa—, pero al menos estoy comiendo.
Miró a su alrededor, disfrutando la sensación de calor, consciente de que hoy había ganado su primer combate contra este mundo helado. Mañana, sería otro cuento.