*THYRA*
Me encontraba en medio del caos.
El cielo ardía con un rojo imposible, como si el sol hubiera explotado y todo el firmamento se estuviera desmoronando en llamas. Un rugido profundo, monstruoso, retumbó en el aire mientras la tierra temblaba bajo mis pies. Los gritos perforaban mis oídos, desgarradores, llenos de dolor y miedo. Eran voces que conocía, voces de personas que intentaban huir, pero no podía verlas. Todo a mi alrededor estaba envuelto en una niebla densa y oscura que apenas dejaba distinguir sombras y siluetas deformes.
Monstruos. Horribles criaturas salían de la nada: garras afiladas, dientes relucientes cubiertos de sangre, ojos que brillaban con odio y hambre. Blandía mi espada, mi corazón golpeaba con fuerza en mi pecho. Mis manos temblaban, pero seguía luchando. Cada golpe era una lucha por la supervivencia, por un momento más. Podía sentir el peso de sus cuerpos al caer, podía oír cómo el metal se hundía en la carne de esas criaturas.
"Thyra! ¡Thyra, ayúdame!"
La voz de un hombre, desesperada, se filtró entre los gritos y los rugidos. La reconocía, aunque no podía recordarla. Volteé bruscamente, buscando su origen, pero todo lo que vi fueron más monstruos, más sombras y llamas que devoraban el mundo.
"¡Espera, estoy aquí!"
Corría, tropezaba entre cuerpos y escombros, luchando contra las criaturas que se interponían en mi camino. El filo de mi espada seguía danzando, pero cada paso se sentía más pesado. Esa voz continuaba llamándome, cada vez más débil, más lejana.
Los recuerdos destellaban a mi alrededor como fragmentos rotos de un espejo: risas lejanas, un bosque bañado por la luz de la luna, una mano aferrando la mía con ternura, el olor a fuego y ceniza, la sensación de caída libre... Desaparecían tan rápido como aparecían, y yo solo podía seguir avanzando.
"¡Thyra!"
Su grito se volvió un lamento ahogado. Estiré mi mano, intentando alcanzarlo. Pude ver su silueta: alguien atrapado entre las sombras, alguien que me necesitaba. Pero algo frío y pesado se aferró a mis pies. Miré hacia abajo, horrorizada. Unas manos grises, deformes, emergían del suelo, sujetándome con fuerza. Tiraban de mí, arrastrándome hacia la oscuridad. Grité, luché, pero no podía liberarme.
El rugido de las criaturas se hizo ensordecedor.
Me desperté de golpe.
Un jadeo escapó de mis labios y me incorporé bruscamente. Mi corazón latía como si quisiera salir de mi pecho, y mi cuerpo estaba empapado en sudor. Miré a mi alrededor, pero solo vi oscuridad y las formas difusas de mi habitación. El aire se sentía denso, como si el sueño siguiera pegado a mi piel.
¡Un sueño!
Cerré los ojos y llevé una mano a mi frente, tratando de recordar, de aferrarme a esos detalles, pero... se desvanecía. El cielo rojo, los gritos, esa voz pidiendo ayuda... todo se disipaba como humo en el viento.
Solo quedaba la sensación de desesperación y miedo.
Inspiré hondo, tratando de recuperar el aliento. El sonido de mi propia respiración era lo único que rompía el silencio. Desvié la mirada hacia la ventana y vi los primeros rayos del sol filtrarse a través de la delgada cortina. Un dorado suave iluminaba la habitación, como si el amanecer se disculpara por mi noche tormentosa.
Me deslicé fuera de la cama, mis pies descalzos tocando el suelo frío de madera. El silencio era absoluto, tan pacífico que parecía un insulto después de los rugidos y los gritos de mi sueño. Me acerqué a la ventana y corrí las cortinas con suavidad.
Al otro lado, el mundo estaba cubierto de blanco.
La nieve caía en copos grandes y tranquilos, girando en el aire como hojas de papel que se negaban a tocar el suelo. El paisaje era idílico: techos cubiertos de escarcha, árboles con ramas dobladas bajo el peso del hielo, y el sol filtrándose entre las nubes grises, arrancándole destellos a cada copo.
Abrí la ventana, dejando que el aire frío entrara en la habitación. Cerré los ojos y respiré profundo, dejando que el gélido aliento del invierno despejara los restos de la pesadilla. Por un momento, todo fue paz y tranquilidad. El olor fresco de la nieve, el leve crujir de la escarcha bajo su propio peso y el susurro del viento contrastaban violentamente con el caos que había vivido hace apenas unos minutos.
Pero no podía sacudirme la sensación de que algo, en alguna parte, estaba fuera de lugar.
El sueño seguía clavado en mi mente, aunque no pudiera recordarlo con claridad. La voz del hombre, el rugido de las criaturas y el ardor del cielo... seguía sintiéndolos, como un eco lejano que no podía ignorar.
"Solo fue un sueño", murmurré, intentando convencerme.
Me alejé de la ventana y me dirigí al baño, buscando el refugio del agua caliente. Abrí el grifo y observé cómo el vapor comenzaba a llenar la habitación, empañando los espejos y creando un contraste con el frío del exterior. Mientras el agua corría, me desvestí lentamente, sintiendo cada prenda deslizarse por mi piel aún tensa por la pesadilla. El sonido del agua era relajante, casi hipnótico, y cuando el baño estuvo lo suficientemente lleno, me metí con cuidado.
El calor del agua me envolvió, llevándose consigo los restos de terror y ansiedad. Me sumergí hasta el cuello, cerrando los ojos y permitiéndome unos momentos de completa tranquilidad. El agua caliente era como un bálsamo, relajando mis músculos y despejando mi mente de las imágenes persistentes del sueño.
Después de un rato, cuando sentí que mi piel comenzaba a arrugarse, salí de la bañera y me envolví en una toalla gruesa. Me acerqué al espejo, ahora completamente empañado por el vapor. Deslicé mi mano sobre la superficie, limpiando un espacio lo suficientemente grande para ver mi rostro.
Me miré fijamente, tratando de encontrar en mi reflejo alguna pista de lo que había sucedido en mi sueño. Mi rostro era familiar, pero a la vez, notaba algo diferente, algo que nunca había percibido antes. Mis ojos, normalmente de un azul claro, parecían más profundos, casi como si contuvieran un reflejo del cielo tormentoso que había visto en mi sueño. Mi cabello, todavía húmedo, caía en mechones oscuros sobre mis hombros. Había una calma en mi expresión, una paz que contrastaba con la intensidad de lo que había vivido.
Toqué mi rostro con la punta de los dedos, notando la suavidad de mi piel y la ligera curva de mis labios. No había nada de malo en mi apariencia, nada que sugiriera un mal augurio. Pero había una sensación de rareza, una sutil diferencia que no podía identificar del todo.
Me quedé allí, mirándome, tratando de entender. A pesar de la normalidad de mi apariencia, sentía que algo en mí había cambiado. Quizás no era algo visible, pero lo sentía profundamente, una especie de conocimiento o intuición que no podía ignorar.
Finalmente, aparté la mirada del espejo y terminé de secarme. Me vestí con ropa cómoda, deseando mantener la sensación de calidez y seguridad. El frío del suelo de madera bajo mis pies me devolvió a la realidad mientras salía de mi habitación. El pasillo estaba iluminado con la suave luz del amanecer, y el eco lejano del trajín cotidiano llenaba el aire. La enorme casa ya estaba despierta.
Bajé las escaleras con pasos lentos, escuchando las voces de las sirvientas que iban de un lado a otro, desempolvando muebles, barriendo el suelo y acomodando cortinas. Una de ellas, Marla, una mujer de mediana edad con una sonrisa perpetua en los labios, me saludó con un ademán alegre.
"¡Buenos días, mi lady! ¿Durmió bien?" preguntó con su tono jovial de siempre.
"Digamos que sí", respondí, devolviéndole una sonrisa suave. Marla me conocía lo suficiente como para no insistir.
Avancé por el corredor principal mientras algunos soldados y guardias de la casa se cruzaban en mi camino. No pude evitar notar las miradas amistosas de varios de ellos, quienes, a pesar de su porte rígido, siempre me trataban con camaradería.
"¡Lady Thyra!" me llamó uno de los guardias con una voz fuerte pero cálida. "¿Cuándo nos honrará con un poco de entrenamiento? ¡Hace días que no nos humilla con su espada!"
Los otros rieron entre dientes, asintiendo en aprobación. Yo me detuve por un instante, apoyando las manos en mi cintura y mirando al guardia con una sonrisa irónica.
"No tengo pensado entrenar durante un tiempo", contesté con tranquilidad.
"¿Qué? ¿Nos dejará crecer confiados?" respondió otro con fingida indignación. "¡No es justo, mi lady!"
Solté una risa breve y seguí mi camino sin responder, mientras ellos continuaban con sus bromas y risas a lo lejos. No era raro que me pidieran entrenar con ellos; a pesar de ser soldados bien entrenados, disfrutaban probando sus habilidades contra alguien como yo. Pero hoy no tenía cabeza para eso.
Al llegar al comedor, empujé suavemente las puertas de madera y me encontré con la familiar escena de cada mañana. La mesa, larga y adornada con candelabros y vajilla de plata, estaba servida con abundantes platos de comida: panes recién horneados, frutas, huevos y carne caliente. Mis padres ya estaban sentados en sus respectivos lugares, y sus miradas se alzaron hacia mí al entrar.
Mi padre era la imagen del porte y la autoridad. Alto, de hombros anchos y una postura erguida que imponía respeto. Su cabello, negro como el mío, estaba peinado hacia atrás, y su expresión, aunque fría y severa, tenía un aire de ternura que solo podía ver quien lo conociera de verdad. Era un hombre de pocas palabras, pero su voz, grave y serena, siempre se hacía escuchar.
"Thyra", dijo con tono neutro, asintiendo levemente a modo de saludo.
"Padre", respondí mientras tomaba asiento.
Mi madre, en cambio, era de rasgos finos y belleza delicada, pero con una mirada afilada que podía helar la sangre si se lo proponía. Aunque su temperamento era fuerte y a veces explosivo, había en ella una calidez innegable, especialmente cuando dirigía su atención a mí.
"Te ves cansada, hija", comentó mientras servía té en su taza. Sus ojos claros se posaron en mí con un brillo inquisitivo. "¿No habrás tenido otra de esas noches?"
"No fue nada", respondí con calma, sirviéndome un poco de pan y mantequilla. "Solo un mal sueño".
Mi madre frunció el ceño ligeramente, como si quisiera decir algo más, pero al final guardó silencio y tomó un sorbo de su té. El sonido de los cubiertos y el leve crujir del fuego en la chimenea llenaban el comedor.
Durante un rato, desayunamos en un silencio cómodo. Mis padres no eran de charlas innecesarias por las mañanas, y yo lo agradecía. Me dediqué a comer con calma, observando por la ventana cómo los copos de nieve seguían cayendo lentamente, como si el mundo estuviera dormido bajo una manta blanca.
Pero a pesar de la calidez del comedor, no podía dejar de pensar en mi sueño. La voz, las sombras, el ardor del cielo… Eran como ecos en mi mente, persistentes e insistentes. Y aunque intenté ignorarlos, esa sensación de que algo no estaba bien seguía acechándome.
"Thyra", la voz grave de mi padre rompió el silencio, atrayendo mi atención. "¿Estás segura de que todo está bien?"
"Sí", mentí, forzando una sonrisa. "Todo está bien".
Mi madre y mi padre intercambiaron una mirada fugaz, como si pudieran percibir lo que intentaba ocultar. No dijeron nada más, pero sentí su preocupación en el aire.
Me giré para salir del comedor cuando el estruendo de unas voces llenó la sala.
"¡Buenos días, familia!" retumbó una voz demasiado enérgica para la hora.
"¡Llegamos justo a tiempo para comer!" añadió otra, igual de ruidosa.
Mis hermanos menores irrumpieron en el comedor con su característica energía. Primero entró Eryk, el más joven, con dieciséis años recién cumplidos, un revoltijo de cabello oscuro y expresión traviesa. Detrás de él venía Askel, un año mayor, con una sonrisa ancha y confiada en el rostro. Ambos eran la viva imagen del entusiasmo y el caos, un contraste absoluto con la tranquilidad solemne de nuestro desayuno.
"Thyra, ¡en dos días cumples veinte años!" exclamó Askel con entusiasmo, señalándome como si hubiera descubierto un secreto ancestral.
"¡Veinte años, hermana! ¡Qué vieja eres ya!" agregó Eryk, con una sonrisa burlona mientras se dejaba caer en una silla.
"Gracias por recordármelo" respondí con una mezcla de sorpresa y resignación mientras volvía a mi asiento. "La verdad, lo había olvidado por completo."
"¿Olvidar tu propio cumpleaños? Eres un caso perdido, hermana mayor", dijo Askel, mientras empezaba a servirse fruta y pan en el plato. "No te preocupes, nosotros nos encargamos de recordártelo".
Mis padres no dijeron nada, pero sus expresiones, entre estoicas y ligeramente incómodas, delataban algo más. Fue entonces cuando Eryk, con la sutileza de un toro en una cristalería, soltó la bomba con total inocencia.
"¿Y ya tienen todo listo para su fiesta sorpresa?"
Hubo un silencio tan profundo que hasta el crujir del fuego pareció detenerse.
Askel le lanzó una mirada incrédula y casi le tiró un pedazo de pan. "¡Eryk! ¡Por el amor de los cielos! ¿Por qué lo dijiste?"
"¿Qué? ¿No era obvio?" respondió Eryk, encogiéndose de hombros como si no acabara de arruinar el supuesto secreto más grande de la semana.
Me giré lentamente hacia mis padres, quienes ahora me miraban con una mezcla de resignación y fastidio apenas disimulado. Mi madre dejó su taza de té sobre la mesa con un leve clink, y mi padre simplemente se masajeó el puente de la nariz, exhalando profundamente.
"Una sorpresa no es sorpresa si se anuncia, Eryk", dijo mi madre con una voz tan calmada que daba más miedo que si hubiera gritado.
Eryk apenas hizo una mueca y bajó un poco la cabeza, pero su sonrisa traviesa seguía asomando. Askel, por su parte, trató de salvar la situación.
"Bueno, al menos ahora puedes fingir sorpresa, Thyra. ¡La fiesta será genial, lo prometo!"
No pude evitar sonreír, aunque el desastre de su discreción había echado todo por la borda. Miré a mis padres, quienes se notaban un tanto derrotados, y solté una risa suave.
"Está bien", dije con calma, "no se preocupen, fingiré que no sé nada".
Mis palabras hicieron que la tensión en la sala se disipara un poco. Mi madre volvió a tomar su taza con elegancia, aunque aún me lanzó una mirada de advertencia a mis hermanos. Mi padre asintió ligeramente, con un gesto de resignación, como si hubiera aceptado su destino desde el momento en que ellos dos nacieron.
La conversación fluyó con naturalidad después de eso. No era común que habláramos tanto en familia, no por falta de cariño, sino porque las conversaciones entre nosotros solían ser más cortas y prácticas. Sin embargo, mis hermanos siempre traían consigo una tormenta de temas y ocurrencias que rompían cualquier silencio.
Eryk empezó a contar alguna aventura en los establos, donde había intentado montar a un caballo rebelde que lo lanzó directo al barro. Askel añadió detalles innecesarios y exagerados, como siempre, haciendo reír a todos con su dramatización. Incluso mis padres aportaron alguna broma mordaz, y por un momento, la atmósfera del comedor fue cálida, como un refugio del frío invierno que acechaba afuera.
Mientras los escuchaba hablar, me sorprendí a mí misma sonriendo más de lo normal. Era fácil olvidar lo mucho que quería a esos dos alborotadores. Quizá el caos que traían consigo era necesario, como una chispa que encendía la calma habitual de la casa.
Y aunque el cumpleaños había sido un detalle olvidado para mí, ahora se sentía real. Veinte años. No era cualquier cosa.
Me quedé mirando a mis hermanos mientras discutían por quién se comería el último trozo de pan, y por un momento, la sensación inquietante que me había acompañado desde la madrugada desapareció.
El desayuno continuó entre bromas, risas y anécdotas contadas por mis hermanos. Por momentos, todo el peso que sentía desde que desperté pareció disiparse. Sin embargo, cuando terminamos de comer, mi padre dejó sus cubiertos sobre la mesa con un gesto calculado y me dirigió una mirada seria. El ambiente se tensó ligeramente; incluso Eryk y Askel, que nunca se quedaban callados, guardaron silencio.
"Thyra", dijo con su voz grave y firme, "¿has pensado en lo que te propuse?"
Las palabras cayeron como una piedra en el aire. Un silencio expectante se extendió por el comedor mientras todos los ojos se posaban en mí. Eryk y Askel me miraban con curiosidad y una pizca de esperanza, mi madre mantenía su expresión calmada, aunque sus dedos tamborileaban levemente contra el borde de la mesa, y mi padre, siempre estoico, aguardaba mi respuesta con la paciencia de un hombre acostumbrado a esperar.
Bajé ligeramente la mirada hacia mi plato vacío. Sabía que este momento llegaría. La conversación que había tenido con mi padre hace algún tiempo seguía rondando en mi cabeza como un eco constante, una decisión que, aunque no me pesaba en el corazón, sí me generaba dudas.
"Aún no", respondí finalmente, elevando la mirada para enfrentar la suya. Mi voz era tranquila, pero firme. "No porque no lo desee, sino porque... aún no creo estar lista para ello."
La tensión pareció desinflarse con mis palabras. Mi madre soltó un suspiro leve, como si lo hubiera estado conteniendo, mientras mis hermanos intercambiaron una mirada rápida, intentando entender el trasfondo de aquella propuesta que desconocían por completo. Mi padre, sin embargo, no parecía decepcionado; simplemente asintió con serenidad.
"Tienes tiempo, hija", dijo con un tono más suave de lo que esperaba. "Es una decisión que no puede tomarse a la ligera. Piensa bien en ello."
"Gracias", murmuré, con un pequeño asentimiento. Sus palabras me aliviaron más de lo que quería admitir.
"Nosotros también te apoyamos, Thyra", intervino mi madre, su voz tan calmada como siempre. "Cuando llegue el momento, lo sabrás."
Le sonreí ligeramente, agradeciendo que no me presionaran más. Aunque sus expectativas estuvieran sobre mí, siempre habían sido pacientes y comprensivos. Pero antes de que pudiera levantarme y salir del comedor, las voces de mis hermanos rompieron el momento solemne.
"¡Oye, espera, Thyra!", exclamó Askel, inclinándose hacia adelante. "Escuchamos por ahí que vas a dejar el entrenamiento un tiempo. ¿Es cierto?"
Aquello pareció sorprender a mis padres, porque mi madre ladeó la cabeza con interés y mi padre arqueó ligeramente una ceja, algo que en él equivalía a levantar una ceja con asombro total.
"¿Dejar el entrenamiento?" preguntó mi madre, como si buscara una confirmación directa.
Me enderecé en mi silla y respondí con calma, intentando no prestar demasiada atención a sus reacciones.
"Sí, he decidido tomarme un descanso", admití. "Solo un tiempo. Lo necesito."
La habitación quedó en silencio por unos segundos. Mis padres no dijeron nada, aunque noté que mi padre me observaba con detenimiento, como si intentara descifrar lo que no decía. Eryk y Askel, por otro lado, se quedaron boquiabiertos.
"¿Pero por qué? ¿Tienes algún problema con los entrenamientos? ¡Si siempre eras mejor que los guardias!", protestó Eryk, claramente indignado.
"No es eso", contesté, esbozando una pequeña sonrisa para tranquilizarlo. "Solo es un descanso."
Mientras hablaba, mi mano se posó instintivamente en mi costado izquierdo, justo sobre la tela que cubría una cicatriz antigua. Lo hice de forma inconsciente, pero sentí cómo mis padres desviaron la mirada hacia ese gesto. No dijeron nada, pero la comprensión cruzó sus rostros en silencio.
Lo ocurrido hace tres años seguía grabado en mi mente como una marca imborrable. Aunque había seguido adelante, entrenando y fortaleciendo mis habilidades, esa experiencia seguía siendo una sombra que me recordaba mis límites y mi humanidad. Quizá ese descanso era una forma de enfrentar ese recuerdo, o quizás de escapar de él.
"Está bien", dijo mi padre, rompiendo el silencio. Su voz era serena y firme, como siempre. "Si necesitas tiempo, tómalo. Pero recuerda que el descanso también tiene un límite."
"Lo sé, padre", respondí suavemente.
"Nosotros estaremos aquí si necesitas hablar", añadió mi madre, con una mirada que parecía traspasarme.
Askel, que nunca soportaba los momentos serios por demasiado tiempo, decidió romper la tensión con una sonrisa amplia y una voz teatral.
"Pues espero que este descanso te sirva, hermana. ¡Porque la próxima vez que entrenemos juntos, no tendrás excusas cuando te derrote!"
Eryk soltó una carcajada. "¿Tú? ¿Derrotar a Thyra? Ni en tus mejores sueños, Askel."
"¡Veremos, veremos!", respondió Askel, señalándome con dramatismo.
La conversación volvió a llenarse de sus voces y bromas, y poco a poco la atmósfera pesada del momento anterior se desvaneció. Me levanté finalmente, agradeciéndoles con una sonrisa. Aunque seguía sintiendo aquella sensación inquietante en mi interior, por un momento me sentí en paz.
Salí del comedor con calma, mi mano aún apoyada levemente en el costado, y me dirigí hacia la puerta que daba al jardín. El frío aire del invierno me recibiría una vez más, pero esta vez lo agradecería, como un refugio donde podría ordenar mis pensamientos.