Download Chereads APP
Chereads App StoreGoogle Play
Chereads

El ascenso de la oscuridad eterna: La caída del cosmos

Iskaran_Iskar
7
chs / week
The average realized release rate over the past 30 days is 7 chs / week.
--
NOT RATINGS
12
Views
Synopsis
En las vastedades del cosmos, un antiguo mal despierta. Felios, una deidad sin forma y hambre insaciable, ha consumido incontables mundos y deidades cósmicas, sumiendo el universo en la sombra de su poder incontrolable. Sin embargo, surge una última esperanza en la forma de un grupo de deidades antiguas, cada una personificando fuerzas opuestas a las de Felios. Estas deidades, portadoras de la luz de la creación, el equilibrio, el tiempo y la oscuridad, se unen en una alianza improbable para detener el avance destructivo de Felios. La lucha épica se desata a través de las estrellas, mientras las fuerzas cósmicas colisionan en una batalla titánica que desafía las leyes del universo. ¿Podrán estas deidades contrarrestar el poder inabarcable de Felios, o el cosmos quedará sumido en la oscuridad eterna?

Table of contents

VIEW MORE

Chapter 1 - El cosmos

La oscuridad era inmensa, inmutable. Un abismo sin fin que se extendía en todas direcciones, tan vasto que carecía de límites, tan profundo que parecía devorar toda noción de tiempo o espacio. Antes del primer destello de luz, el cosmos existía en un silencio absoluto, un mar infinito de posibilidades dormidas, esperando, en un estado que no conocía urgencia ni deseo. Cada rincón del vacío estaba impregnado de una calma que rozaba lo eterno, como si incluso el concepto de cambio fuera ajeno a su naturaleza.

 

Entonces, en un instante que no pudo ser medido ni por la más vasta de las eternidades, surgió la Energía Primordial. No llegó como un estallido abrupto, sino como una chispa titilante que rompió la quietud con una suavidad inesperada, apenas un susurro en la vastedad. Sin embargo, esa chispa contenía en su interior todo el poder de la existencia. No era solo fuerza: era vida en estado puro, el movimiento que quiebra la inercia, una sinfonía de caos y orden entretejidos en un flujo interminable. Era la semilla del todo, el aliento que dio forma a la vastedad del vacío.

 

De esa energía nacieron las primeras constelaciones. Fragmentos conscientes, cada uno formado por el capricho y la voluntad inabarcable de la Energía Primordial. Al principio, su existencia fue efímera, como reflejos parpadeantes en un océano oscuro. Pero pronto, sus formas comenzaron a consolidarse, sus luces se hicieron más estables, revelando colores imposibles de describir con palabras mortales. Sus tamaños y formas eran un reflejo directo de sus propósitos: algunas brillaban con una intensidad cegadora, irradiando una majestuosidad que parecía prometer vida y esperanza a quienes las contemplaran. Otras, en cambio, se retorcían en formas erráticas, su fulgor tenue, portadoras de un enigma tan profundo como el mismo abismo del que emergieron.

 

No eran simples luces en el firmamento. Estas entidades, nacidas del caos ordenado del cosmos, eran las regentes del destino. Sus miradas abarcaron los mundos que comenzaron a formarse bajo su influencia, y con cada movimiento de sus formas etéreas, marcaban el ritmo de las fuerzas fundamentales que guiaban el universo en expansión.

Constelaciones

¿Qué son?

Para los mortales, aquellas deidades cósmicas, conocidas como constelaciones, parecían ser simples cuerpos celestes: puntos brillantes en la lejanía de los cielos. Sin embargo, eran mucho más que eso. Eran fragmentos conscientes de la Energía Primordial, piezas del rompecabezas eterno que daba forma al universo. Cada constelación portaba en su esencia una chispa de la creación original, un eco del momento en que el vacío se rompió. Su propósito no era uno solo, sino muchos, complejos y entrelazados, tan vastos como los cielos mismos.

 

Eran creadoras y destructoras, guardianas y testigos. Desde su posición en los límites del espacio, vigilaban el flujo interminable del cosmos, dirigiendo su influencia sobre los mundos que giraban bajo su luz. Para los seres que habitaban esos planetas, las constelaciones eran el eje de la vida misma, los guías invisibles que ofrecían señales en los cielos, promesas de orden o advertencias de peligro. Pero para ellas, la carga era mucho mayor: su existencia estaba intrínsecamente ligada al equilibrio del universo. Cada una era un pilar del cosmos, y si uno caía, el resto tambaleaba.

Nacimiento

No todas las constelaciones compartían un origen común. Aunque la mayoría nacía del calor acumulado en las tormentas de energía estelar, un proceso inevitable y cíclico, algunas surgían de eventos tan extraordinarios que su misma existencia parecía desafiar la lógica del cosmos. En el corazón de estas tormentas, donde las fuerzas gravitatorias colisionaban y se desmoronaban sobre sí mismas, las constelaciones tomaban forma lentamente, como si el universo estuviera forjando a sus guardianes más preciados. Cada chispa, cada destello de esas tormentas, llevaba consigo el potencial para convertirse en una deidad cósmica, siempre y cuando los vientos estelares soplaran en perfecta armonía.

 

Pero había excepciones. Las constelaciones más antiguas, las primeras nacidas, no se forjaron en las tormentas. Estas emergieron de cataclismos incomprensibles: el colapso de una estrella masiva que dejó un vacío inmenso en el tejido del espacio, la danza hipnótica y destructiva entre dos agujeros negros que deformaban la luz a su paso, o el estallido abrasador de una supernova que iluminaba galaxias enteras con su último aliento. Estos eventos no solo creaban vida cósmica, sino que también tejían leyendas entre las deidades que observaban desde las sombras del infinito.

 

El nacimiento de una nueva constelación era un espectáculo de proporciones universales, tan majestuoso que incluso las entidades más antiguas, quienes habían presenciado incontables siglos de cambios, se detenían para observar. Los destellos iniciales marcaban el primer latido de la deidad, un pulso que resonaba a través del vacío. Durante esos momentos, las fuerzas que moldeaban a la nueva constelación bailaban entre sí, ajustándose y compitiendo, como si el cosmos mismo estuviera decidiendo su destino.

 

Cada nacimiento era único, un reflejo del evento que lo había desencadenado. Algunas constelaciones surgían con destellos luminosos que parecían cantar su llegada, mientras que otras nacían silenciosas, su luz apenas perceptible, como si necesitaran tiempo para comprender su propia existencia. Las demás deidades observaban con una mezcla de curiosidad, respeto y, en algunos casos, temor. Sabían que cada nueva constelación no solo aportaba poder al equilibrio cósmico, sino también una perspectiva única, un eco de las fuerzas que la habían engendrado.

 

Junto a cada deidad nacía un planeta. No era un capricho, ni un mero accidente. Era una ley inviolable del cosmos, una conexión profunda e inseparable. Estos planetas, con sus formas y paisajes, eran tan diversos como las deidades mismas. Algunos eran esferas cubiertas de bosques eternos, donde la vida florecía en ciclos incesantes de crecimiento y renovación. Otros eran páramos desérticos, donde los cielos ardían con tonos de rojo y naranja, y los vientos transportaban arenas tan antiguas como las estrellas. Había también mundos cubiertos por océanos infinitos, donde las formas de vida danzaban en el agua como pensamientos libres, sin principio ni fin.

 

El vínculo entre una constelación y su planeta no era solo simbólico. Era vital, una relación que definía la existencia de ambos. Si el planeta prosperaba, alimentando la vida que lo habitaba, la constelación ganaba fuerza. Su luz brillaba con mayor intensidad, su influencia se extendía, y su lugar en el firmamento se solidificaba. Pero si el planeta caía en desgracia, si su vida se extinguía o si sus habitantes olvidaban a su guardiana celestial, la deidad comenzaba a desvanecerse. Era un proceso lento y cruel, como una vela que consume su última gota de cera, apagándose sin remedio. Para las constelaciones, la muerte de su planeta era un destino peor que la destrucción, pues implicaba no solo el fin de su poder, sino también el olvido.

Muerte

La muerte de una constelación era un evento que sacudía los cimientos del cosmos, un recordatorio de que incluso las fuerzas más majestuosas no eran eternas. Para los mortales, estos sucesos podían parecer fenómenos naturales: una estrella que se apagaba, un sistema solar reducido a polvo, un cataclismo inexplicable que marcaba el fin de una era. Pero para las constelaciones, cada muerte era una herida profunda, un vacío que resonaba en sus formas, recordándoles la fragilidad del equilibrio que sostenía el universo.

 

Cuando Mordeth, una de las constelaciones mayores, cayó, el cosmos entero contuvo el aliento. Su desaparición no fue inmediata; comenzó como una leve fluctuación en su luz, un parpadeo apenas perceptible para los mortales que observaban los cielos. Pero las constelaciones vecinas sintieron el cambio de inmediato: un desbalance en las fuerzas que fluían a través del espacio. Era como si el mismo tejido del universo empezara a desgarrarse.

 

El planeta de Mordeth, Kaelor, había sido un mundo vibrante, lleno de vida y energía. Sus océanos reflejaban cielos de un púrpura iridiscente, y sus habitantes vivían en perfecta armonía con la naturaleza que los rodeaba. Pero los Devastadores, enemigos implacables del equilibrio, lo habían convertido en su objetivo. Drenaron la energía emocional de Kaelor, sumiéndolo en un caos perpetuo donde el miedo y el odio crecieron como una peste. Sin la vitalidad del planeta para sostenerla, Mordeth comenzó a marchitarse. Su luz, antaño una llama radiante que iluminaba sistemas enteros, se apagó en cuestión de días.

 

Cuando finalmente cayó, su muerte no fue silenciosa. Un grito de energía negra se esparció por el vacío, una explosión que dejó fragmentos de su forma flotando como asteroides errantes. El impacto desintegró no solo a Kaelor, sino también a los mundos cercanos que dependían de su influencia. Lo que una vez fue un sistema solar lleno de vida quedó reducido a polvo y escombros que vagaban sin rumbo, un recordatorio perpetuo de su ausencia.

 

Para las constelaciones que permanecían, la pérdida de Mordeth era más que una tragedia. Sentían su ausencia como una punzada en sus formas, un vacío que desequilibraba sus energías. Los mayores, como Velkarus, reflexionaban sobre su propia vulnerabilidad, mientras que las menores, como Althea, se preguntaban si alguna vez serían lo suficientemente fuertes como para resistir una amenaza semejante. Pero la muerte de Mordeth también era un aviso, una advertencia de que el equilibrio estaba comenzando a desmoronarse y de que los Custodios no podían protegerlo todo.

Jerarquía

La jerarquía de las constelaciones no era rígida, pero tampoco estaba exenta de tensiones. Las constelaciones menores, como Althea, dedicaban su existencia a proteger mundos jóvenes, planetas que apenas comenzaban a florecer en el vasto lienzo del universo. Althea era una figura etérea, su forma azulada recordaba a una flor en perpetuo movimiento. Desde los cielos de su mundo, Auralis, vigilaba las islas flotantes que danzaban al ritmo de los vientos cálidos, un regalo suyo para los navegantes. Su luz no era deslumbrante, pero era constante, un faro de serenidad en un cosmos lleno de incertidumbre.

 

Las constelaciones mayores, como Velkarus, operaban a una escala mucho mayor. Eran titanes de luz y poder, encargados de sistemas enteros. Velkarus, con su cuerpo fractal de tonalidades brillantes, era una figura imponente que dominaba no solo por su tamaño, sino por la intensidad de su presencia. Cada uno de los tres planetas bajo su cuidado orbitaba en perfecta sincronía, una armonía que Velkarus mantenía manipulando las fuerzas gravitacionales con precisión milimétrica. Pero su influencia no era solo física: también era política. Desde su lugar en el firmamento, sofocaba rebeliones y ajustaba los destinos de sus mundos, con la frialdad de un estratega cósmico.

 

Por encima de todas ellas estaban las constelaciones primordiales, entidades tan antiguas que el tiempo parecía inclinarse ante su paso. Oron-Kai, el regente de cúmulos de galaxias, no gobernaba mundos individuales, sino regiones enteras del espacio. Su forma era un mosaico de patrones circulares y fractales, cada uno emitiendo pulsos de energía primordial que resonaban a través del vacío. Desde su trono celestial, Oron-Kai no solo estabilizaba el cosmos, sino que también lo moldeaba, guiando su evolución con una paciencia infinita.

Poderes

El poder de las constelaciones era tan diverso como su esencia. Para los mortales, sus habilidades eran poco más que mitos, cuentos contados bajo la luz de sus estrellas. Pero en realidad, sus poderes eran las herramientas que mantenían la danza cósmica en movimiento.

 

Las constelaciones menores, como Althea, no poseían el poder para mover galaxias ni alterar el flujo del tiempo, pero su influencia era esencial. Podían manipular los elementos naturales de sus planetas, guiando tormentas y mareas para proteger o advertir a sus habitantes. Sus mensajes eran sutiles, entregados en sueños o en fenómenos fugaces: una aurora que iluminaba el cielo nocturno o un viento que susurraba palabras apenas audibles. Su impacto, aunque pequeño en escala, era profundo en los corazones de los mortales que las veneraban.

 

Las constelaciones mayores, por otro lado, eran fuerzas colosales. Velkarus, con su presencia titánica, podía aparecer en los cielos de sus planetas como una figura tangible, imponente e innegable. Sus habitantes, alzando la vista, podían ver la forma fractal de su guardián extendiéndose por el horizonte, un recordatorio de su autoridad. Más allá de estas manifestaciones, sus poderes incluían la capacidad de manipular órbitas, estabilizar sistemas solares enteros y extinguir tormentas de plasma que amenazaran la vida.

 

Pero las constelaciones primordiales eran diferentes. Oron-Kai, una de las más antiguas, no intervenía directamente en los asuntos menores del cosmos. Su poder residía en la Energía Primordial misma, una fuerza que podía moldear planetas estériles, infundiendo vida donde antes solo había desolación. Sus pulsos cósmicos resonaban en galaxias enteras, alterando no solo la materia, sino también la percepción del tiempo. Estas entidades eran tan vastas en su alcance que incluso las constelaciones mayores las reverenciaban con una mezcla de respeto y temor.

Facciones

En el vasto entramado del cosmos, las fuerzas que buscaban mantener el equilibrio y aquellas que deseaban sumirlo en el caos estaban constantemente enfrentadas. Entre los más venerados y temidos, se encontraban los Custodios, guardianes de la armonía, y los Devastadores, heraldos de la destrucción. Ambas facciones estaban compuestas por deidades de un poder inimaginable, cada una desempeñando un papel crucial en la eterna danza de creación y destrucción.

 

Los Custodios: Protectores del Equilibrio

Elegidos no solo por su poder, sino también por su sabiduría, los Custodios eran la fuerza que defendía la estabilidad del universo. A pesar de sus diferencias en personalidad y habilidades, compartían un propósito común: preservar la armonía del cosmos y guiar a las jóvenes constelaciones por el camino del conocimiento y la responsabilidad. Entre sus filas destacaban:

 

Lyra, la Tejedora del Tiempo

Una figura etérea cuya forma parecía hecha de filamentos de luz dorada, Lyra tenía la capacidad de manipular las corrientes temporales. Su poder le permitía viajar a través de las eras, observando el crecimiento y la decadencia de civilizaciones enteras. No intervenía a la ligera, pues comprendía el delicado equilibrio del tiempo, pero cuando lo hacía, sus decisiones podían cambiar el destino de galaxias enteras. Su sabiduría la convertía en una líder natural entre los Custodios, aunque no ejercía su autoridad con imposiciones, sino con la calma de quien comprende la magnitud del cosmos.

 

Tharos, el Guerrero Forjador

Una figura titánica de energía concentrada, Tharos era un maestro de la manipulación de la materia. Su habilidad para remodelar la estructura misma del universo lo hacía casi invencible en combate. En sus manos, las estrellas podían convertirse en armas, y las montañas, en fortalezas. Tharos era el escudo y la espada de los Custodios, el primero en lanzarse al frente en cualquier batalla. Sin embargo, bajo su apariencia imponente se escondía un espíritu reflexivo, siempre cuestionando si la destrucción era un medio necesario para alcanzar la paz.

 

Shizdarr, el Pastor de las Almas

Envueltos en un tenue resplandor plateado, los ojos de Shizdarr parecían reflejar infinitas estrellas. Era el guardián del ciclo entre la vida y la muerte, guiando a las almas a su destino final y asegurándose de que ninguna se perdiera en la inmensidad del cosmos. Su presencia era un bálsamo para los atormentados y un juez implacable para aquellos que habían cometido atrocidades. Aunque su labor era sombría, era profundamente respetado, incluso por los Devastadores, que rara vez osaban interferir en su dominio.

 

Daaris, el Custodio del Ciclo Vital

Complementando a Shizdarr, Daaris era el portador del don de la vida y la muerte. Su figura, envuelta en una niebla cambiante de tonos verdes y negros, parecía fluir constantemente entre el vigor y el desgaste. Podía resucitar a los caídos y también extinguir vidas con un solo gesto, manteniendo el equilibrio en los momentos más críticos. Respetado y temido por igual, Daaris entendía que el ciclo eterno debía ser respetado, sin importar cuán dolorosas fueran las decisiones que debía tomar.

 

A pesar de sus diferencias de personalidad y enfoque, los Custodios trabajaban juntos como un todo unificado, guiados por un propósito mayor. Sabían que la creación y la destrucción eran partes inevitables del ciclo cósmico, pero se esforzaban por minimizar el daño y proteger la vida en todas sus formas.

 

Los Devastadores: Herederos de la Destrucción

En el otro extremo del espectro, los Devastadores operaban como agentes del caos. Antaño guardianes de sus propios planetas, su propósito se había torcido cuando sus mundos fueron destruidos. Rechazaban la idea de desaparecer junto a sus creaciones, y en su desesperación, hallaron una nueva fuente de poder: las emociones negativas, como el miedo, el odio y la desesperación. Alimentándose de estas energías oscuras, los Devastadores se convirtieron en una amenaza constante para la estabilidad del cosmos.

 

Nyraxis, el Amo del Caos Ardiente

Líder indiscutible de los Devastadores, Nyraxis era una amalgama de fragmentos oscuros envueltos en llamas negras que ardían sin consumirlo. En el pasado, había sido una constelación pacífica, pero el colapso de su planeta lo sumió en una furia inextinguible. Ahora, su única ambición era consumir el cosmos, extendiendo el caos hasta que no quedara nada más que cenizas. Nyraxis tenía la capacidad de corromper a otras deidades, arrastrándolas a su causa con promesas de inmortalidad y poder.

 

Vaelthar, el Destructor de Mundos

Donde Nyraxis lideraba, Vaelthar ejecutaba. Su forma era una tormenta perpetua de energía oscura, capaz de desintegrar planetas con una sola descarga de su ira. Era conocido por su crueldad metódica, despojando a los mundos de toda esperanza antes de arrasarlos completamente. Aunque su poder era inmenso, lo que realmente aterraba a sus enemigos era su mente estratégica, capaz de anticipar y contrarrestar cualquier movimiento de los Custodios.

 

Xyrel, el Devorador de Almas

Una sombra sin forma definida, Xyrel era el opuesto oscuro de Shizdarr. En lugar de guiar a las almas, las devoraba, atrapándolas en un ciclo interminable de tormento. Su influencia extendía una marea de desesperación a cualquier lugar que tocara, debilitando la voluntad de los mortales y constelaciones por igual. Para los Custodios, Xyrel era una amenaza personal, pues cada alma perdida significaba un golpe al delicado equilibrio que protegían.

 

En el entramado infinito del cosmos, las facciones del conflicto principal no eran las únicas en determinar su curso. Mientras los Custodios y los Devastadores luchaban por el equilibrio o la destrucción, existía un tercer grupo: los Neutrales, deidades que optaban por no participar en las grandes disputas cósmicas. Estas entidades veían en las riñas y ambiciones de ambas facciones una amenaza para sus propios mundos, dedicándose exclusivamente a proteger lo que consideraban sagrado: los planetas bajo su cuidado.

 

A diferencia de los Custodios, que buscaban la armonía universal, o de los Devastadores, que anhelaban el caos absoluto, los Neutrales eran guardianes silenciosos, invisibles para los ojos del cosmos más allá de los límites de sus mundos. Aunque su enfoque a menudo era malinterpretado como egoísmo o cobardía, los Neutrales poseían una fuerza limitada, reservada únicamente para la defensa de su territorio.

3805