El presidente Enrique Peña Nieto observó el horizonte con la mandíbula tensa, sus manos apoyadas en el barandal de hierro del balcón presidencial. La selva parecía extenderse como un mar esmeralda, con destellos de criaturas que revoloteaban entre las ramas. No había edificios, ni carreteras, ni la silueta familiar de los volcanes. Solo una vastedad desconocida que lo hacía sentir pequeño, vulnerable.
"¿Señor presidente?" La voz de Ana Laura Espinosa, la secretaria de Gobernación, lo devolvió al presente. Ella estaba de pie a unos metros, su rostro pálido pero sereno. En sus manos, un folder desgastado con notas tomadas apresuradamente durante la confusión inicial.
"Dígame, Ana Laura", respondió Peña Nieto, tratando de mantener un tono firme.
"Hemos confirmado que... todo México fue transportado. Nuestros límites físicos están intactos, pero el entorno exterior ha cambiado por completo. No hay comunicación satelital, ni señales de otros países. Estamos completamente aislados."
El presidente cerró los ojos un momento. Aislados. La palabra se sintió como un eco interminable.
"¿Y el pueblo?" preguntó finalmente, su voz apenas un susurro.
"La mayoría está en estado de confusión, pero se han evitado disturbios mayores. Las fuerzas armadas están controlando la situación." Ana Laura hizo una pausa. "Sin embargo, necesitamos tomar decisiones rápidas. La energía eléctrica se está agotando en algunas zonas, y no sabemos cuánto tiempo podremos mantener las cosas funcionando."
Peña Nieto asintió lentamente, dejando que las palabras se asentaran. Sabía que su papel no era entender lo que había sucedido, sino mantener a su país unido. México era su responsabilidad, y ahora más que nunca debía demostrarlo.
"Convoca al gabinete completo en media hora", ordenó. "Quiero un informe detallado de cada área. Y necesito al general Marroquín aquí cuanto antes."
Ana Laura salió de inmediato, dejando al presidente solo con sus pensamientos. Mientras observaba la selva, una pregunta persistía en su mente: ¿Dónde estamos?
En la sala de reuniones, el ambiente era tenso. Los ministros hablaban en voz baja, intercambiando hipótesis descabelladas mientras esperaban al presidente. El general Esteban Marroquín, siempre estoico, estaba de pie junto a la ventana, observando el horizonte con una expresión indescifrable.
"Esto no tiene sentido", murmuró Diego Morales, secretario de Energía. "La ciencia no puede explicar algo como esto. Es como si..."
"Como si hubiéramos sido arrancados de la Tierra", interrumpió Marroquín, girándose hacia los demás. "Y eso es exactamente lo que parece. Nuestro trabajo no es entender por qué pasó, sino garantizar la supervivencia de México."
La puerta se abrió, y Peña Nieto entró con paso decidido, seguido de Ana Laura. El murmullo cesó al instante.
"Señores, no voy a perder el tiempo con especulaciones", comenzó el presidente, tomando asiento en la cabecera. "Estamos enfrentando una situación sin precedentes. Necesitamos claridad, organización y acción inmediata."
Cada ministro comenzó a exponer su informe, pero la información era incompleta, fragmentada. El país estaba estable por ahora, pero la incertidumbre crecía con cada minuto que pasaba.
"General Marroquín", dijo Peña Nieto al finalizar los reportes, "¿cuál es la situación de las fuerzas armadas?"
"Señor, hemos desplegado tropas para patrullar las fronteras y asegurar la calma en las ciudades principales. Sin embargo, nuestras reservas de combustible y municiones son limitadas. Si enfrentamos una amenaza externa, nuestra capacidad defensiva será insuficiente a largo plazo."
"¿Amenaza externa?" preguntó Diego Morales con incredulidad. "¿De quién? Estamos en... en medio de la nada."
El general clavó sus ojos en él, serios. "No sabemos qué hay más allá de lo que podemos ver. Pero sería ingenuo asumir que estamos solos."
Mientras la reunión continuaba, un grupo de soldados patrullaba las afueras de Veracruz, una de las ciudades costeras. La selva parecía respirar a su alrededor, con un silencio interrumpido solo por el crujir de las ramas bajo sus botas.
De repente, el silencio fue roto por un rugido bajo y gutural que resonó como un trueno distante. Los soldados se detuvieron, sus armas levantadas, buscando el origen del sonido. Del espesor de la selva surgió una criatura gigantesca, con escamas brillantes como el jade y ojos rojos que parecían arder en la oscuridad.
"¡Fuego!" gritó el comandante, pero las balas rebotaron inofensivamente contra el cuerpo de la bestia.
Era la primera señal de que este mundo no les daría la bienvenida fácilmente.