Un estruendo sacude la sala de estar. Un jarro de cerámica vuela por los aires y se estrella contra la pared, desmoronándose en una lluvia de fragmentos mientras un grito de furia retumba en el espacio.
Frente a la escena, una joven de cabello rubio y ojos verdes resplandece en cólera, como un torbellino imparable. Sus manos tiemblan mientras señala a su novio, un joven de cabello negro y mirada oscura que permanece apoyado contra la pared con una expresión de desdén. Esquiva los objetos que ella lanza con una tranquilidad que roza la burla.
—¡Eres una basura! ¡Basura! —grita ella, la voz cargada de rabia e impotencia.
Él suspira, cruzándose de brazos, con un ligero brillo burlón en los ojos.
—Ya basta, mujer. Estás destruyendo mis cosas, por si no lo sabías. —Su tono es gélido, casi monótono, como si esta escena no fuera nada nuevo.
—¡Eres un cerdo! ¡Podrías haber terminado conmigo antes de hacerlo! ¡Eres repulsivo! —La voz de la rubia se quiebra, pero su desprecio es firme. Su cuerpo tiembla, y sus puños se aprietan con fuerza, como si se contuviera de golpearlo.
El joven suelta un bufido exasperado, desenredándose de su postura relajada.
—Te lo dije varias veces. Pero tu cabeza de rubia no quiso aceptarlo. Me cansé de esperar a que entraras en razón.
El comentario cae como una daga, pero ella no se rinde. Da un paso hacia él, sus ojos ardiendo como esmeraldas al rojo vivo.
—¡Cierra la boca! ¡Eres mi novio, no de mi hermano! ¡¡Mío!! —Su voz se eleva en un grito desgarrador, y sus mejillas se tiñen de rojo, ya sea por la furia o la humillación.
Él la observa por un momento, como evaluando si vale la pena continuar la discusión. Finalmente, con un suspiro pesado, la enfrenta con una seriedad que rara vez muestra.
—Te lo advertí. Te dije que esto no funcionaba, que se había acabado. Tú elegiste ignorarlo. Te estás hundiendo sola, y ahora estás tratando de arrastrarme contigo.
Las palabras perforan su coraza, y ella vacila. Se lleva las manos a la cabeza, como si intentara arrancarse los pensamientos que la atormentan. Sus ojos buscan algo desesperadamente en la habitación, pero no encuentran más que caos y objetos rotos.
—Cálmate... —Él da un paso hacia la puerta, abriéndola con un gesto firme, sin levantar la voz—. Tómate tu tiempo, pero hazlo lejos de mí. —La señala con la mano, como si estuviera cerrando un capítulo que ya no le interesa seguir leyendo—. Por favor, retírate.
Ella permanece inmóvil por un instante, su respiración entrecortada. Finalmente, se inclina, recoge su bolso del suelo y camina hacia la puerta con pasos lentos, como si cada uno le costara una eternidad.
Cuando llega frente a él, se detiene. Él la observa de reojo, con un cansancio que parece haberse apoderado de todo su ser. Sin embargo, sus ojos no encuentran los de ella.
—¿Qué haces...? —empieza a preguntar, pero algo en el movimiento de sus manos lo hace detenerse. Ella hurga en su bolso con una calma inquietante.
El joven no comprende hasta que es demasiado tarde. Una pluma fina y afilada, casi imperceptible, corta el aire con un silbido apenas audible. Luego, un sonido seco, como un jadeo ahogado.
Él lleva las manos a su garganta, donde la sangre empieza a brotar a borbotones. Sus ojos, abiertos de par en par, encuentran los de la rubia por primera vez desde que todo comenzó. Pero ya no hay rabia en ellos, solo un abismo frío y vacío.
Ella lo observa desplomarse en silencio. La pluma, aún manchada de rojo, cae de su mano al suelo. La sala queda sumida en un silencio opresivo, roto únicamente por el goteo constante de la sangre.
Con un último vistazo al cuerpo del joven, la rubia da media vuelta y cruza la puerta, dejándola abierta tras de sí.
El viento de la noche sopla con fuerza, llevándose consigo cualquier rastro de lágrimas.
El aire se escapa de sus pulmones como un último suspiro, y sus ojos se cierran lentamente, rindiéndose a la oscuridad. Su cuerpo cede, entregándose a un sueño profundo y vacío. Pero entonces, en un giro abrupto, sus ojos se abren de golpe.
Su respiración vuelve, errática y desesperada, como si estuviera emergiendo de las profundidades de un río helado. Sus pulmones arden mientras intenta llenar de aire su pecho. Se sienta en el suelo con torpeza, mirando a su alrededor, desorientado y aterrorizado.
Con manos temblorosas, busca frenéticamente el corte en su cuello, donde aún siente un ardor fantasma. Su piel está intacta, pero el eco del dolor sigue presente, como una advertencia grabada en su carne.
Levanta la vista, buscando a la rubia, buscando a ella, la responsable de lo ocurrido. Pero lo que encuentra lo deja paralizado.
A su alrededor se extiende un vasto páramo verde, un océano de hierba que se pierde en el horizonte. A lo lejos, una laguna resplandece bajo los rayos dorados del sol, su superficie cristalina ondulando suavemente con la brisa.
El canto de las aves interrumpe el silencio. Levanta la mirada y encuentra un árbol majestuoso de tronco blanco y hojas rojizas. Las ramas se mecen en el viento, llenando el aire con un susurro apacible.
Permanece sentado, aún con el pecho agitado, el corazón golpeando como un tambor. Su confusión crece con cada segundo que pasa.
—¿Acaso... es el cielo? —pregunta al aire, la voz apenas un murmullo.
Sin embargo, descarta la idea casi de inmediato. Su mente lo traiciona con una amarga certeza: él no merece estar aquí. Este lugar, sea lo que sea, no es para alguien como él. Su vida estuvo marcada por apuestas compulsivas, orgullo desmedido y algún que otro robo oportunista. Y no era el hecho de haberse acostado con ambos sexos lo que le preocupaba, sino los pecados más profundos que sabía haber cometido.
Se apoya contra el tronco del árbol, tratando de calmarse, de recuperar el aliento que aún siente escaso. Pero su mente no le da tregua. Como un relámpago, el recuerdo de la rubia lo golpea con furia renovada.
—¡Esa maldita...! —gruñe entre dientes, rascándose la cabeza con ambas manos en un gesto de frustración.
Sabía que ella estaba loca, que algo en su mirada había advertido siempre del peligro. Nunca debió enfrentarse a ella solo. Su amigo tenía razón al insistir en que la dejara ir. Pero su orgullo lo cegó, y ahora estaba... ¿dónde? ¿En el cielo? ¿En el infierno? ¿En algún lugar intermedio?
Su rabia se mezcla con un miedo latente. No hay respuestas, solo preguntas que giran en su cabeza.
—¿Otra pesadilla, mi lord? —una voz tranquila y serena corta el aire, rompiendo su caótico monólogo interno.
Se gira de inmediato hacia su derecha, sus músculos tensos, listos para un posible ataque.
A unos pasos de distancia, un hombre de mediana edad lo observa con calma. Sus ropas, ostentosas pero gastadas, tienen un aire extraño, fuera de lugar. Su cabello está peinado con esmero, y sus ojos cansados brillan con un conocimiento que le resulta inquietante. Hay algo en su porte, en su manera de estar de pie, que exuda misterio.
El joven no responde de inmediato. Parpadea varias veces, como si intentara asegurarse de que el hombre realmente está ahí y no es una alucinación más de este extraño lugar.
—¿Quién eres? —pregunta al fin, su voz ronca por la tensión y el esfuerzo.
El hombre sonríe apenas, una curva leve en sus labios que no alcanza sus ojos.
—Digamos que soy un... guía. —Su tono es tranquilo, casi conciliador, pero no hay calidez en él—. Y tú, mi estimado lord, tienes mucho que aprender antes de seguir adelante.
El joven frunce el ceño, más confundido que antes. Su mente empieza a girar en torno a nuevas preguntas, pero no tiene tiempo de formularlas.
El hombre avanza un paso, y la brisa parece intensificarse a su alrededor, llevando consigo un murmullo extraño, como si el mundo mismo estuviera susurrando secretos que no debería oír.
Con su porte sereno y enigmático, hace una leve inclinación de cabeza antes de hablar. Su tono es calmado, pero sus palabras cargan un peso difícil de ignorar.
—Hemos escuchado sus plegarias, y hemos decidido darle una segunda oportunidad de vivir. —Cada palabra es pronunciada con precisión, como si temiera que algún detalle pudiera perderse en el aire.
El joven lo observa con incredulidad, los ojos aún desorbitados por la confusión. Sus labios se separan para hablar, pero la sensación de irrealidad lo deja mudo por un momento. Finalmente, logra articular:
—¿Qué... qué cosa? —pregunta, con voz temblorosa, incapaz de procesar lo que oye.
El hombre esboza una sonrisa tenue, aunque su expresión sigue siendo solemne.
—Su vida no debió terminar de esa manera. Su destino fue alterado, manipulado por algo más allá de lo natural. Nosotros, los que vigilamos, quisimos recompensarlo. —Hace una pausa breve, dejando que las palabras calen en el joven—. En este mundo, usted es un Lord de alta clase, poseedor de gran riqueza y privilegios. Tendrá la oportunidad de elegir su destino como le plazca, pero recuerde esto: cada cosa que ocurra será consecuencia directa de sus decisiones y su comportamiento.
El joven siente que las palabras del hombre tienen un propósito importante, algo que debería comprender profundamente. Sin embargo, todo parece tan irreal, tan abstracto, que apenas logra aferrarse al significado.
—¿Decisiones? ¿Comportamiento? —murmura, con el ceño fruncido, como si la idea de ser dueño de su destino le resultara extrañamente ajena.
El hombre asiente con gravedad.
—Así es. También debe tener cuidado con las personas que encuentre. Aunque este mundo fue creado para usted, las almas que lo habitan son reales. Son tan vivas como usted ahora, con sus propias historias, deseos y conflictos. Recuerde siempre considerar su entorno.
Mientras habla, el hombre busca algo en los pliegues de su chaqueta de cuero desgastado. Tras unos segundos, saca un anillo plateado. En su centro brilla una gema negra que parece absorber la luz del entorno.
—Esto le ayudará a sobrevivir aquí. —Extiende el anillo hacia el joven, quien, casi sin darse cuenta, lo toma entre sus dedos temblorosos.
El metal frío y la textura pulida de la gema lo sacan momentáneamente de su aturdimiento. Sin pensar, se desliza el anillo en el dedo anular. Al instante, una sensación extraña lo recorre, como si algo invisible se conectara con su ser más profundo.
—Cuando llegue al final de su viaje —continúa el hombre—, lo estaremos esperando con los brazos abiertos. —Hace una leve reverencia, sus movimientos cargados de una gracia casi sobrenatural—. Le deseo una exigente y enriquecedora segunda oportunidad.
Sin más palabras, el hombre se da media vuelta y comienza a alejarse. El joven, aún intentando asimilar lo ocurrido, lo observa con atención, pero su mirada no tarda en llenarse de asombro. El hombre no se limita a desaparecer en la distancia: su figura se desvanece, desintegrándose como un susurro en el viento, hasta que no queda más que el aire quieto y el murmullo de las hojas.
El joven, paralizado, siente un repentino golpe de realidad. Su cuerpo reacciona, como si finalmente recuperara la compostura y el control que le habían sido arrebatados. Mira el anillo en su dedo, su respiración todavía agitada, y un torrente de emociones lo invade: incredulidad, miedo, y una chispa de algo nuevo... esperanza o quizá, solo incertidumbre.
Se pone de pie, todavía tambaleándose, y observa el vasto paisaje que lo rodea. Si lo que dijo aquel hombre es cierto, este lugar es tanto su prisión como su oportunidad. Y él tendrá que descubrir cuál de las dos prevalece.
El relincho de un caballo interrumpe sus pensamientos, seguido por el sonido de múltiples galopes. Tres imponentes corseles blancos se acercan, sus crines ondeando al compás del viento. Montándolos, tres hombres jóvenes, casi idénticos, de cabello castaño y armaduras de plata que relucen bajo la luz solar, se dirigen directamente hacia él.
Al verlo de pie, desorientado, sus rostros se iluminan de alivio.
—¡Mi lord! ¡Gracias a los dioses está bien! —exclama el que lidera el pequeño grupo, desmontando de su caballo con agilidad y determinación.
—Te dije que estaría aquí, Charlie. Pero tú, siempre con tu obstinación —gruñe el que cabalga a la derecha, un hombre con una cicatriz que atraviesa su nariz. También desciende de su caballo, su expresión marcadamente irritada.
—Hermano, ya sabes cómo es Charlie —interviene el tercero, con una voz calmada y un rostro sereno, casi perfecto, mientras guía su caballo hacia atrás para dejar espacio.
—Silencio. Lord Bariel está mareado —ordena el líder, su tono autoritario no admite discusiones.
Los trillizos obedecen al instante, aunque sus rostros revelan una preocupación latente. Se miran entre ellos, inquietos por lo que podría haberle ocurrido al joven lord durante sus guardias.
—¿Lord... Bariel? —murmura el joven de cabello negro, desconcertado. Su boca se siente extraña, como si estuviera entumecida, y pronunciar palabras le cuesta más de lo normal.
—¿Se habrá golpeado la cabeza? —pregunta el trillizo calmado, su mirada llena de angustia al dirigirse a sus hermanos.
El líder se acerca a Bariel, chasqueando los dedos frente a su rostro. Los ojos del joven reaccionan al estímulo, pero aún reflejan confusión.
—No lo creo... Parece... ¿ebrio? —responde, con cierta duda.
El calmado y el irritado sueltan un suspiro simultáneo, claramente agotados.
—Lord... —dicen ambos al unísono, con un tono que mezcla desaprobación y resignación.
—No lo estoy... —protesta Bariel, aunque su propia confusión traiciona sus palabras.
—¡Por fin responde, mi lord! —exclama el líder, con un matiz de impaciencia en su voz—. ¿Qué ocurrió? ¿Fue atacado o bebió algo extraño? —Mientras habla, comienza a inspeccionar su cuerpo en busca de heridas o señales de daño.
—No... quiero decir, sí... ¡Espera! No sé... no sé muy bien... —admite Bariel, mirando a su alrededor como si el paisaje pudiera ofrecerle alguna respuesta tangible.
—Deberíamos llevarlo con el Gran Maestre —sugiere el irritado, ya montado de nuevo en su caballo.
Los tres hermanos asienten en acuerdo tácito.
El líder guía a Bariel hacia uno de los corseles blancos. Frente a la montura, Bariel duda. Coloca una mano en la silla y un pie en el estribo, intentando dar un salto para subir, pero su inexperiencia lo detiene. La tarea le parece imposible, y una punzada de nervios lo invade al sentir las miradas impacientes de los hermanos.
—Está ebrio... —murmura el irritado al calmado, con un tono lo suficientemente bajo como para que solo ellos lo escuchen. Sin embargo, Bariel capta el comentario y siente cómo una ola de vergüenza lo envuelve.
Antes de que pueda intentarlo de nuevo, unas manos firmes se posan bajo sus axilas y lo levantan con sorprendente facilidad, como si fuera un niño pequeño. Bariel se encuentra de pronto sobre la montura, su incomodidad evidente.
El líder, sin perder tiempo, verifica que está bien colocado y, con un movimiento ágil, se sube detrás de él. Sus brazos pasan alrededor de la cintura de Bariel para sujetar las riendas con firmeza.
—¿Está cómodo, mi lord? —pregunta cerca de su oído, su voz profunda y autoritaria provoca un sobresalto en Bariel, que se queda momentáneamente sin palabras antes de asentir con torpeza.
Satisfecho con la respuesta, el líder hace avanzar al caballo con un movimiento decidido de las riendas. Los otros dos trillizos lo siguen, escoltándolos mientras los cascos resuenan sobre la tierra blanda.
Bariel, aún desorientado, siente el calor del sol en su rostro y el balanceo rítmico del caballo bajo él. Todo a su alrededor parece un sueño vívido e irreal, pero algo en el agarre firme del hombre detrás de él le recuerda que, de una manera u otra, esto es su nueva realidad.
Tras lo que parece una hora de viaje, el grupo emerge del denso bosque para encontrarse con una amplia ruta de tierra. A lo lejos, una mansión mediana se alza sobre el horizonte, protegida por un muro alto y una imponente puerta de hierro negro.
—Su madre estaba más que preocupada por usted, mi lord. No le agrada para nada, para nada, que salga solo —declara Charmie, el trillizo de gesto irritado, con un tono que refleja más reproche que preocupación.
—Por favor, mi lord, la próxima vez llame a uno de nosotros —interviene Charls, el calmado, esbozando una sonrisa amable aunque claramente agotada.
—Lo siento... —responde Bariel, bajando la mirada.
El breve silencio que sigue es suficiente para que los trillizos acepten su disculpa, aunque con cierto aire de incomodidad.
—No les haga caso, mi lord. Es a nosotros a quienes debería reprender por no darnos cuenta de su ausencia. Hemos fallado en nuestro deber —dice Charlie, el líder, desde detrás de Bariel, su voz firme y cargada de autoexigencia.
Charmie y Charls desvían la mirada, avergonzados por la afirmación de su hermano.
—No pasa nada... Estoy algo confundido ahora. No sé exactamente qué sucedió, pero tal vez podrían ayudarme orientándome... ¿diciéndome sus nombres? —pregunta Bariel, con un tono vacilante que evidencia su incertidumbre.
Charls, visiblemente sorprendido, intercambia una mirada rápida con Charlie antes de dar un paso al frente.
—Mi lord, soy su guardia personal, Charls Hidiweeck —se presenta con voz tranquila, aunque en sus ojos brilla un atisbo de preocupación.
Charmie lo sigue, aunque con menos entusiasmo:
—Charmie Hidiweeck... —dice de forma seca, sin desviar la vista del camino.
Finalmente, Bariel se gira ligeramente hacia Charlie, buscando verle el rostro. Charlie lo observa de reojo, su expresión severa y reservada.
—Charlie Hidiweeck. Estoy a su servicio, mi lord, hasta el día de mi muerte —declara, su voz cargada de intensidad y solemnidad.
Bariel percibe la seriedad en sus palabras, pero decide interpretarla como parte de la personalidad autoritaria de su guardián.
El grupo cabalga en silencio hasta llegar a la entrada de la mansión. Algunos caballeros apostados en el lugar abren las puertas con diligencia, inclinando la cabeza al paso del joven lord.
Cuando llega el momento de bajar del caballo, Bariel se encuentra con un nuevo desafío: sus piernas, adoloridas por la cabalgata, se sienten rígidas y torpes. Tras varios intentos fallidos, Charlie coloca sus manos en la cintura de Bariel y lo levanta con facilidad, como si fuera una pluma.
—Gracias... —dice Bariel, incómodo por la situación pero agradecido.
Charlie le responde con una breve reverencia. Sin embargo, Bariel no puede evitar notar que los trillizos parecen haber adoptado un comportamiento más formal desde que cruzaron las puertas de la propiedad.
Bariel observa el entorno: una amplia sección dedicada al entrenamiento, donde varios caballeros se ocupan de sus monturas o practican con sus armas. Al notar la presencia del lord, los caballeros hacen una pausa para saludarlo antes de retomar sus tareas.
Aún desorientado, Bariel se queda inmóvil, sin saber qué hacer. Los trillizos, mientras tanto, se separan tras mantener una breve conversación en voz baja.
Charlie regresa rápidamente a su lado, detectando la confusión en su expresión.
—No se preocupe, mi lord. Charls fue a informar al Gran Maestre, y Charmie a darle aviso a su madre —explica Charlie con tono tranquilizador.
Bariel asiente en silencio, aunque la información no disipa del todo sus dudas. ¿Quién es ese Gran Maestre? ¿Y esa madre que mencionan, es realmente su madre?
Observa a Charlie detenidamente, notando detalles que antes le habían pasado desapercibidos: sus ojos verde claro, su cabello castaño rizado, y su tez bronceada, marcada por algunas magulladuras. Algo en su rostro le resulta vagamente familiar, al igual que los nombres de los trillizos.
Antes de que pueda procesarlo, un grito femenino retumba en el aire:
—¡Ahí estás! ¡Eres un mal hijo! ¡¿Quieres matarme de un infarto?! —
Un escalofrío recorre su espalda al escuchar la voz. Es como si su cuerpo la reconociera, aunque su mente aún está en el proceso de asimilar todo.
Una mujer de cabellos rojizos, ojos verdes y rostro cansado avanza hacia él con pasos firmes, sujetando los pliegues de su vestido celeste.
—¡Lo siento! —responde Bariel, sorprendido de oírse a sí mismo decir esas palabras de manera casi automática.
—¡Lo siento, nada! ¡Mira tu ropa, toda sucia y rota! —replica la mujer, señalando la camisa blanca de Bariel, manchada de verde y desgarrada en algunos puntos—. ¡Por los dioses! ¡Siento que me dará un infarto!
—No diga eso, mi lady, por favor —interviene una sirvienta vestida con sobriedad, tratando de calmarla.
—¡Ojalá me diera un infarto, Marlene! ¡Tal vez así mi hijo me haría caso por una vez en su vida!
—Mamá, tranquila. Solo fue un paseo, y me quedé dormido junto al lago —dice Bariel, tratando de calmarla, aunque sin mucha convicción.
La mujer, sin embargo, parece decidida a escandalizarse frente a los guardias y sirvientes.
—¡Lo que me haces sufrir! Pero no tengo tiempo para castigarte ahora. Lady Betania está a punto de llegar. ¡Ve a arreglarte de inmediato!
Sin esperar respuesta, se da media vuelta y se aleja apresuradamente, sus pasos resonando en el patio empedrado.
Bariel la observa irse, aún tratando de procesar lo ocurrido, pero al menos sintiendo un breve alivio cuando una sirvienta se acerca para guiarlo al interior de la mansión.
Al entrar en la habitación preparada para él, Bariel no pudo evitar quedarse boquiabierto. Una tina blanca, enorme, llena de agua caliente y rodeada de vapor, lo esperaba. Era mucho más grande y lujosa que cualquiera que recordara haber visto antes.
Miró por encima del hombro, notando que la joven sirvienta seguía allí, esperándolo pacientemente. El rubor comenzó a subirle al rostro; no estaba acostumbrado a que alguien estuviera presente mientras se bañaba.
—¿Sucede algo, mi lord? —preguntó la joven con tono amable, aunque algo intrigada por su comportamiento.
—No, nada… solo… voltea un segundo, por favor.
Ella asintió sin cuestionarlo y se giró obedientemente, dándole la espalda. Bariel aprovechó para meterse rápidamente en el agua, doblando las piernas contra su pecho en un intento de cubrirse lo mejor posible.
La sirvienta volvió a acercarse, tomando un cuenco para lavar su cabello. Aunque su toque era suave y profesional, Bariel no pudo evitar tensarse. Cuando ella intentó proceder a lavar su cuerpo, él la detuvo con un movimiento firme.
—Eso… puedo hacerlo yo. Gracias.
Ella respetó su decisión y dio un paso atrás, permitiéndole terminar su baño en relativa privacidad.
Una vez limpio, la sirvienta le entregó ropa que reflejaba su posición: pantalones negros de tela fina y ligera, una camisa blanca adornada con intrincados bordados, y un chaleco ajustado del mismo tono oscuro que los pantalones. Mientras se vestía, notó que los materiales eran de una calidad impresionante, aunque el estilo le resultaba inusualmente ostentoso.
—Ya llegaron, mi lord —anunció la joven desde la ventana, llamando su atención.
Bariel siguió a la sirvienta hasta la entrada principal de la mansión, donde un carruaje elegante se había detenido frente a la puerta. Su madre ya estaba allí, esperando.
Del vehículo descendió una mujer deslumbrante, de cabello rubio brillante y ojos violetas. Bariel parpadeó, tratando de procesar lo que veía. Los ojos violetas le resultaban extraños, casi irreales.
Antes de que pudiera articular algún pensamiento, la rubia corrió hacia él con una energía explosiva.
—¡Bariel! ¡Te extrañé, amigo! —exclamó mientras saltaba sobre él con una risa alegre.
Bariel quedó petrificado, sus manos suspendidas en el aire mientras intentaba decidir cómo reaccionar. La mujer lo soltó tras unos segundos, desordenando su cabello con una sonrisa traviesa antes de apartarse.
—Oh, ¡Lady Betania! Tanto tiempo sin verla. Me alegra mucho que haya venido —dijo su madre con tono afectuoso, inclinándose ligeramente hacia la recién llegada.
Betania y la madre de Bariel intercambiaron saludos y comenzaron a conversar animadamente. Mientras tanto, él se quedó inmóvil, su mente procesando frenéticamente lo que acababa de suceder.
De repente, se llevó una mano a la frente. Un pensamiento perturbador lo golpeó como un rayo.
"Es igual... ¡Es la maldita novela de esa loca!"
Sus recuerdos comenzaron a clarificarse: estaba dentro de la novela que su exnovia obsesiva había escrito, la misma que lo había obligado a leer página por página, asegurándose con evaluaciones constantes de que realmente prestaba atención. Cada detalle, cada personaje, regresaba a su mente con una nitidez inquietante.
El nombre Bariel Guerrilla le resultaba familiar, aunque apenas aparecía unas cuantas veces en la trama. Era un personaje secundario, un simple mejor amigo de la protagonista, Betania Bondofell. Su destino, sin embargo, era sombrío: sería asesinado por uno de los pretendientes de Betania, quien buscaba eliminar cualquier obstáculo para ganar su afecto.
Bariel apretó los dientes. "¿Por qué tengo que ser el tipo que muere por un triángulo amoroso en el que ni siquiera quiero participar?"
Antes de que pudiera seguir lamentándose, un segundo carruaje llegó al lugar. Este era aún más ostentoso que el primero, decorado con emblemas dorados y detalles que reflejaban el estatus de quienes viajaban en él.
Cuando las puertas se abrieron, Bariel sintió un escalofrío. De ese carruaje bajaron tres hombres jóvenes, y con ellos, las futuras pesadillas tanto para Betania como para él.
Primero descendió Hansel Targallen, el primogénito, con su cabello platinado perfectamente peinado, ojos azules como el hielo y una complexión musculosa que emanaba autoridad. A simple vista, era el príncipe perfecto, aunque Bariel sabía que su destino era convertirse en un dictador despiadado.
Después apareció Jaffiner Targallen, el segundo príncipe. Su cabello verde claro y ojos púrpuras lo hacían parecer etéreo, casi irreal, mientras su cuerpo más esbelto y sus movimientos fluidos revelaban a un seductor nato.
Finalmente, Kattian Targallen, el tercero, descendió con pasos calculados. Su cabello negro como la noche y ojos plateados reflejaban una personalidad reservada, pero Bariel recordaba claramente que este era un asesino en potencia, cuya habilidad para manipular y eliminar a sus enemigos lo convertía en el más peligroso de los tres.
Las imágenes de los tres hermanos y sus papeles en la novela inundaron la mente de Bariel como una escena de película. Betania los miró con una mezcla de confusión y emoción, acercándose a ellos con menos entusiasmo que al saludarlo a él.
—¡Amigos! Llegaron. Pensé que no vendrían —dijo ella, con una sonrisa amigable que no pudo ocultar del todo su incomodidad.
—¿Por qué faltaríamos al cumpleaños de Lord Bariel y dejaríamos sola a nuestra querida Betania? —respondió Hansel con una cortesía afable que no lograba enmascarar del todo su frialdad.
Betania sonrió, claramente aliviada por su presencia.
—¡Gracias por venir! Estoy segura de que Bariel estará muy feliz de verlos.
Los tres príncipes dirigieron sus miradas al joven lord, cuyas piernas temblaron ligeramente bajo la presión de tanta atención. Bariel, sintiéndose como un ratón atrapado entre leones, forzó una sonrisa nerviosa.
—S-sean bienvenidos. Agradezco su presencia… —balbuceó, tratando de mantener la compostura mientras las miradas intensas lo hacían sudar frío.
Bariel sabía muy bien por qué esos infelices estaban allí: no era para celebrar su cumpleaños, sino para asegurarse de que él no tuviera la oportunidad de acercarse más a Betania. La competencia entre ellos era feroz, y él, a pesar de no tener interés en la protagonista, estaba destinado a quedar atrapado en el fuego cruzado.
"Esto es un desastre…"
Sabía que el amor por Betania había separado a los hermanos y estaba a punto de arrastrarlo a él también a un destino que debía evitar a toda costa.
Lady Graciele, madre de Bariel, no tardó en recibir a los invitados, aunque su nerviosismo era evidente. El comedor estaba en caos: los príncipes Targallen y sus caballeros llenaban cada rincón con su presencia, eclipsando la modesta opulencia de la mansión Guerrilla.
Bariel, por su parte, intentaba seguir las órdenes de su madre, aunque una creciente irritación hervía bajo la superficie. Lady Graciele era conocida por su carácter enérgico y sus ambiciones desmedidas. Estaba empeñada en casar a su hijo con Betania Bondofell, cuyo padre era dueño de la mina de diamantes más grande del reino. La posición social de los Bondofell era tan alta que apenas quedaba un escalón por debajo de la familia real.
Por otro lado, el apellido Guerrilla estaba en el extremo opuesto del espectro social. Su única posesión destacable era una pequeña mina de oro, minúscula en comparación con las vastas riquezas de la familia real. Lady Graciele, sin embargo, se negaba a aceptar este destino humilde, y su incansable determinación recaía completamente sobre los hombros de Bariel.
Desde la distancia, Bariel observaba cómo Betania se desenvolvía en una animada conversación con los príncipes junto a la chimenea. La facilidad con la que la rubia capturaba la atención de los hermanos era casi hipnótica, y su risa llenaba el aire como campanas de cristal. En contraste, Bariel se sentía completamente fuera de lugar, como una roca tosca en un salón lleno de gemas preciosas.
Su mente divagaba entre los recuerdos de su vida anterior, comparando su cuerpo actual con el que había trabajado tanto en el gimnasio para lograr. Allí, sus músculos habían sido fuertes, fruto de horas de esfuerzo y frustración acumulada contra su exnovia. Ahora, su figura, aunque firme, parecía escuálida al lado de los príncipes Targallen, cuyo porte físico no hacía más que acentuar su presencia majestuosa.
Mientras estaba absorto en sus pensamientos, un golpe en la nuca lo devolvió bruscamente a la realidad.
—¡Bariel, deja de perder el tiempo! —gruñó su madre, empujándole un juego de tazas. —¡Ayuda al personal y acelera el servicio!
Con un suspiro, Bariel obedeció, tomando las tazas con algo de irritación. Apenas comenzaba a moverse cuando una voz alegre interrumpió la tensión.
—Tía Graciele, no sea tan dura con Bariel. Yo lo ayudaré.—
Betania apareció a su lado con una sonrisa encantadora, que para él solo resultaba alarmante.
—N-no, no hace falta, lady Betania. De verdad puedo con esto —se apresuró a decir, intentando evitar problemas. Pero ella, como siempre, era obstinada.
—No te preocupes, Bariel. No me cuesta nada ayudarte —dijo con una dulzura que solo consiguió ponerlo más nervioso.
Tomó varias tazas y comenzó a repartirlas junto a él, a pesar de que el ambiente se tensó instantáneamente.
Desde el rincón junto a la chimenea, Jaffiner observaba la escena con una expresión mezcla de irritación y desdén.
—Querida Bett, Lord Bariel debería encargarse de eso. Tú descansa, seguro fue un viaje largo —dijo con su habitual tono persuasivo, pero sus ojos lanzaban dagas hacia Bariel.
El joven lord sintió como si el aire se volviera más pesado. Palideció, tragando saliva mientras intentaba calmar la creciente ansiedad.
—L-lady Betania, el príncipe tiene razón. Por favor, déjemelo a mí —insistió rápidamente, inclinándose hacia ella en un gesto de súplica.
Pero Betania no parecía dispuesta a ceder, aferrándose a las delicadas tazas de porcelana. Lo que comenzó como un leve forcejeo entre ambos escaló en cuestión de segundos.
Un tirón mal calculado, y las tazas cayeron al suelo, rompiéndose en un estallido que llenó el comedor de un incómodo silencio. Todos los ojos se dirigieron a ellos, las miradas variaban entre el desconcierto y la desaprobación.
—Lo siento tanto... —susurró Betania mientras se agachaba para recoger los pedazos.
Bariel sintió una oleada de pánico. Conociendo lo torpe que podía ser, imaginó que un corte en sus manos sería suficiente para condenarlo.
Sin pensarlo dos veces, Bariel se dejó caer al suelo, comenzando a recoger los fragmentos con una rapidez desesperada.
—¡No, está bien, lady Betania! Yo lo haré. Usted podría lastimarse las manos —dijo con voz firme, ignorando las pequeñas cortaduras que ya comenzaban a aparecer en sus dedos.
Los murmullos se hicieron audibles a su alrededor, y las expresiones de los príncipes se tornaron más intensas. Jaffiner, particularmente, lo miraba con una mezcla de desagrado y burla apenas contenida.
—Qué considerado, Lord Bariel... pero no debería descuidar sus propias manos. Después de todo, son lo único que tiene para trabajar, ¿no? —comentó Hansel con una sonrisa que no llegó a sus ojos.
La punzada de humillación fue como una lanza atravesando el orgullo de Bariel. Sin embargo, decidió no responder. No podía darse el lujo de enfrentarse a los príncipes, no cuando ya estaba al borde de perder la paciencia con su situación.
Lady Graciele irrumpió de nuevo, aparentemente ajena a la tensión.
—¡Betania, querida! Ven conmigo, quiero mostrarte algo. Deja que Bariel se encargue del desastre.
La joven rubia asintió tímidamente, lanzando una última mirada de disculpa a Bariel antes de seguir a Graciele.
El comedor volvió a llenarse de conversaciones, aunque las miradas hacia Bariel continuaban siendo pesadas. Terminó de limpiar en silencio, sintiéndose como un peón atrapado en un juego que no quería jugar.
"Si sigo así, voy a morir más pronto de lo que la historia original planeaba…" pensó mientras apretaba los puños, decidido a encontrar una forma de cambiar su destino.
Cuando Bariel terminó de recoger los fragmentos, sus manos estaban cubiertas de pequeños cortes. La sangre comenzaba a brotar en líneas delgadas, pero no le dio importancia. Con la porcelana rota apilada en sus brazos, salió del comedor, alejándose del bullicio y de las tensas miradas que lo seguían desde los rincones.
Mientras caminaba hacia la cocina, una voz preocupada lo detuvo.
—¡Mi Lord! —Charlie apareció a su lado, sus ojos oscuros llenos de inquietud al notar las manchas de sangre en sus manos.
Sin esperar una respuesta, tomó con cuidado las tazas rotas y las dejó sobre una mesa cercana. Luego, sacó un pañuelo limpio de su bolsillo y lo presionó suavemente contra las heridas de Bariel, con una delicadeza que contrastaba con su imponente figura.
—Solo son pequeños cortes, no es nada grave. Fue por mi culpa… —murmuró Bariel, desviando la mirada.
Su tono intentaba restarle importancia, pero Charlie percibió el nerviosismo y la vergüenza que se escondían detrás de sus palabras. Sin decir nada, el caballero alzó la vista hacia la puerta del comedor, donde los murmullos y las risas de los nobles aún resonaban. Su ceño se frunció con evidente molestia, pero no hizo ningún comentario.
—Esto no puede quedar así —dijo finalmente, en un tono que no admitía discusión. —Debo llevarlo al Gran Maestre para que atienda sus heridas.
Antes de que Bariel pudiera objetar, Charlie se inclinó, pasando un brazo por detrás de su espalda y otro bajo sus rodillas. En un movimiento rápido, lo alzó en brazos como si no pesara nada.
—¡Oye, espera! No es necesario… puedo caminar perfectamente —protestó Bariel, sintiéndose aún más avergonzado.
—No se preocupe, mi Lord. Deje que yo me encargue —respondió Charlie con calma, sin detenerse.
Bariel suspiró, sabiendo que discutir sería inútil. Resignado, decidió acomodarse en los brazos del caballero, aunque su incomodidad era evidente. No estaba acostumbrado a que lo trataran con tanta deferencia, y menos por alguien como Charlie, cuya fuerza y seguridad parecían inquebrantables.
Mientras cruzaban los pasillos de la mansión, Bariel no pudo evitar notar la calidez de las manos que lo sostenían firmemente, pero sin causar dolor. En su vida anterior, nunca habría imaginado encontrarse en una situación tan extraña: un noble que apenas sabía cómo manejar su nueva realidad, siendo cargado como si fuera alguien importante.
Al pasar junto a una ventana, las risas de Betania y los príncipes llegaron hasta ellos, provocando un nudo en el pecho de Bariel. "Qué ironía… aquí estoy, preocupándome por cortes insignificantes mientras ellos se pavonean como si todo el mundo les perteneciera."
Charlie interrumpió sus pensamientos con una voz tranquila:
—No se preocupe, mi Lord. Usted hace mucho más de lo que los demás creen. No deje que lo hagan sentir menos. —
Bariel alzó la vista, sorprendido por las palabras del caballero. No estaba seguro de si era una simple cortesía o si Charlie realmente lo entendía, pero esas palabras dejaron una pequeña chispa de alivio en su pecho.
Sin más, continuaron hacia la sala del Gran Maestre, dejando atrás el bullicio de la fiesta y los problemas que vendrían después.