En el mes de preparación y descanso que nos dieron para el próximo torneo, la clase sub 11 Elite fue como un campo de batalla, pero un campo de batalla que estaba decidido a conquistar. Desde el primer día, supe que no podía perder ni un segundo. Esta era mi oportunidad para mostrar que pertenecía a ese grupo, para demostrar que el esfuerzo y la dedicación podían superar cualquier barrera, y estaba dispuesto a dejarlo todo en el entrenamiento para poder dar batalla en el torneo nacional.
Utilicé mi habilidad de copia al máximo, sin ponerme ninguna restricción. Sabía que si quería estar al nivel de mis nuevos compañeros y de los entrenadores, tenía que ser implacable. Observé y analicé a mis compañeros, a los que ya tenían años de ventaja en sus entrenamientos. Cada uno tenía algo único que aportar, una técnica que se destacaba, una actitud que los hacía sobresalir o alguna característica de nacimiento algo único de la persona. Cada día, me acercaba a uno de ellos, tratando de imitar sus movimientos, sus hábitos, sus métodos. No me limitaba a copiar, sino a comprender cómo hacían las cosas, a interiorizar esas habilidades y hacerlas propias.
Cuando me proponía copiar completamente una habilidad o técnica, mi cuerpo experimentaba un proceso de adaptación que, aunque eficiente, requería tiempo para asimilarlo. No era simplemente una cuestión de imitar movimientos o gestos; al integrar una habilidad al máximo nivel, en ocasiones mi cuerpo se veía modificado físicamente. Mis músculos, mis reflejos, incluso mi resistencia, tenían que ajustarse a la nueva carga de trabajo.
Este proceso de adaptación era exigente, y por eso necesitaba periodos de descanso e incluso durante unos días me dejaba fuera de toda actividad exigente. Los músculos se tensaban, mis articulaciones se resentían, y mi energía disminuía. Era como si mi cuerpo estuviera reestructurándose para integrar lo que copiaba, pero en el proceso, se agotaba.
Así que, tras un periodo de intensa adaptación, me obligaba a descansar, permitiendo que mi cuerpo se recuperara y se fortaleciera con lo aprendido. Durante esos descansos, me enfocaba en la recuperación, asegurándome de estar listo para el siguiente ciclo de entrenamiento. Aunque los descansos eran necesarios, me aseguraba de aprovechar al máximo el tiempo en que estaba entrenando, porque sabía que solo a través de este proceso de modificación constante lograría acercarme al nivel de mis compañeros más avanzados.
Los primeros días fueron difíciles. Mi cuerpo comenzó a resentir el esfuerzo y la carga de trabajo. Las rutinas me estaban exigiendo de una manera que nunca había experimentado. Pero sabía que el dolor solo era temporal, que era el precio por mejorar y dar el siguiente paso. Me di tiempo para adaptarme, para dejar que mis músculos y mi mente se ajustaran a este nivel de demanda. Sin embargo, a medida que avanzaba, comencé a notar que mi resistencia y mis habilidades mejoraban rápidamente. Mis entrenadores notaron el cambio y, aunque no lo decían directamente, se podía ver en sus miradas que comenzaban a reconocer el progreso que estaba haciendo.
A pesar de mis esfuerzos, no podía dejar de sentir que aún me faltaba mucho por recorrer. No era el mejor, ni lo pretendía ser en tan poco tiempo, pero había logrado adaptarme lo suficiente para estar en el medio del grupo. Mis compañeros, que en un principio parecían inalcanzables, ahora no eran tan distantes. No estaba al frente, pero ya no era el último. Estaba empezando a considerarme promedio, y eso era un logro en un entorno tan competitivo. Cada día me acercaba más a su nivel, y aunque algunos aún me superaban en ciertos aspectos, sabía que estaba construyendo una base sólida que, con el tiempo, me permitiría alcanzar niveles superiores.
Mis compañeros, aunque inicialmente me miraban como alguien inferior a un novato un simple niño menor a todos ellos que tiene suerte de estar ahí, comenzarían a ver mi determinación y mi constante mejora. Ya no me sentía superior e incluso como el que estaba a la par de los demás, sino como alguien que, paso a paso, estaba logrando tocar su nivel poniéndome de a la par de algunos de mis compañeros en algunos aspectos. Había algo dentro de mí que sabía que si seguía ese camino, mi momento llegaría. El mes había sido solo el comienzo, pero me sentía listo para lo que viniera. A partir de ahora, ya no se trataba de ser el mejor de un día para otro, sino de ser mejor que ayer, día tras día. Y eso, en este nivel de competencia, era todo lo que necesitaba.
El Torneo Nacional era la mayor competencia olímpica en el país como si fuesen unos Juegos Olímpicos en miniatura, con competencias de toda índole. La atmósfera vibraba con la energía de los equipos, los entrenadores y las familias que habían viajado desde todas partes del país para presenciar el espectáculo.
Cada detalle del evento estaba cuidadosamente planeado para crear una atmósfera que inspiraba a los atletas y al público por igual. Desde el momento en que entramos al complejo deportivo, todo parecía diseñado para impresionar. Las banderas de las academias más prestigiosas colgaban con orgullo, mientras los himnos de academias resonaban en el estadio principal. El aire estaba cargado de energía, y los cientos de jóvenes atletas, cada uno con el sueño de alcanzar la gloria, llenaban los pasillos con una mezcla de nervios y emoción.
Cada disciplina fue una oportunidad para observar y aprender. Incluso en competencias en las que yo no participaría, aproveché para estudiar las habilidades y estrategias de los demás. En los relevos, noté cómo algunos corredores sincronizaban perfectamente el paso del testigo; en escalada, aprendí a distribuir mi peso con mayor eficiencia; en ciclismo, observé cómo los competidores mantenían una postura aerodinámica perfecta. Así copiaría a distintas personas de las diversas disciplinas que se mostraron durante el torneo.
Para mí estar aquí no solo se trataba solo de competir, sino de absorber, analizar y mejorar cada cosa que observaba. Todo lo que aprendí en estos otros deportes se integró a mi repertorio, esto contribuyo a mi crecimiento como atleta y a mi preparación para lo que vendría.
En lo que yo participaría puse todo mi esfuerzo y atención, no solo para ganar, sino para demostrarme que podía enfrentar los mayores desafíos. Sin embargo, las demás competencias me recordaron que incluso en los momentos menos destacados, siempre hay algo por aprender y mejorar. Este torneo no era solo un lugar para competir, sino un lugar en el que pude aprender mucho en la que cada experiencia, por pequeña que fuera, me preparaba para ser mejor en el futuro.
Sabía que, aunque mi apariencia física podía hacerme pasar por alguien más grande, seguía siendo un niño de apenas tres años y unos cuantos meses. Sin embargo, mi habilidad para copiar y perfeccionar habilidades me daba una ventaja que estaba decidido a aprovechar al máximo. Este evento era más que una competencia: era un laboratorio de aprendizaje, un campo de batalla y una plataforma para demostrar mi verdadero potencial.
El primer día comenzó temprano con las pruebas de natación, una disciplina que no solo exigía técnica y resistencia, sino también un control mental impecable. Al llegar al área de natación, quedé impresionado por la magnitud de la instalación. Piscinas olímpicas perfectamente mantenidas, gradas repletas de espectadores animando a sus favoritos y un ambiente que resonaba con la tensión de los competidores.
Mi evento principal era el nado libre individual en la categoría Sub 11 Normal. Este era un desafío personal, ya que mis rivales no solo eran más experimentados, sino que muchos llevaban años participando en torneos nacionales. A pesar de esto, mi preparación y determinación estaban en su punto máximo.
Cuando el silbato marcó el inicio, me lancé al agua con toda mi fuerza. La sensación del agua fría fue un choque inicial, pero rápidamente me sumergí en la rutina que había practicado. Durante los primeros 50 metros, me mantuve a la par de los líderes, estudiando cada brazada y cada respiración de mis oponentes. Mis ojos estaban enfocados no solo en la meta, sino en absorber las técnicas que cada nadador ejecutaba con maestría.
En los últimos metros, mi falta de experiencia en torneos se hizo evidente. Aunque mi técnica era sólida, mi cuerpo más pequeño comparado a los de mis rivales me jugó muy en contra, y finalmente con un último esfuerzo pude lograr llegar en tercer lugar. Al tocar la pared, sentí una mezcla de orgullo y frustración por lo sucedido.
Por la tarde, las pruebas de atletismo continuaron con el mismo nivel de intensidad. Las gradas del estadio estaban llenas, y el sonido de las porras resonaba en el aire. Mi primer evento fue la carrera de 100 metros planos, un sprint explosivo donde la velocidad y la reacción inicial lo eran todo.
Al escuchar la señal de partida, salí disparado, concentrándome en cada zancada. Mis piernas se movían con fuerza, y aunque mi técnica mejoraba constantemente gracias a la observación de mis rivales, aún no era suficiente para ganar. Crucé la meta en segundo lugar, respirando con dificultad pero satisfecho de haber dado todo.
La carrera de 800 metros fue un desafío completamente diferente. Aquí, la estrategia y la resistencia eran clave. Me posicioné en el medio del grupo al inicio, observando cómo los líderes marcaban un ritmo constante. A medida que avanzaba, sentí el cansancio acumulado del día anterior y de la carrera previa. En la última vuelta, con un esfuerzo monumental, logré mantener mi posición y asegurar un tercer lugar.
El segundo y ultimo día del torneo estaba lleno de expectativas. Había sido un éxito en las competencias anteriores, pero sabía que el evento de gimnasia sería el verdadero campo donde podría demostrar mi habilidad. Aunque competía en la categoría Sub 11 Normal, donde el nivel era considerablemente alto, estaba decidido a dar una actuación que no solo fuera memorable, sino que también confirmara mi lugar como un competidor excepcional.
El recinto deportivo donde se desarrollaría la gimnasia era majestuoso. Desde las gradas abarrotadas de espectadores hasta los aparatos perfectamente alineados, todo transmitía la sensación de estar en un evento de primer nivel. Los jueces, ubicados en sus posiciones, observaban con mirada crítica cada movimiento de los competidores anteriores. Algunos participantes demostraban gran técnica y fluidez, pero sus rutinas, aunque bien ejecutadas, no lograban arrancar ovaciones del público.
Cuando llegó mi turno, sentí cómo la atención de todos se centraba en mí. Era consciente de que, aunque aparentaba ser un poco mayor de lo que en realidad era, aún seguía siendo un crío y era nuevo en este tipo de escenarios. Sin embargo, esa presión no me intimidaba. Más bien, me daba la motivación que necesitaba para ofrecer una actuación impecable.
Subí al tapiz con confianza, consciente de que lo que estaba a punto de hacer debía superar todas las expectativas. Mi rutina comenzaba con una secuencia de saltos acrobáticos que no solo demostraban mi fuerza y elasticidad, sino también mi capacidad para controlar cada movimiento con precisión.
El primer salto fue un doble giro mortal hacia adelante, ejecutado con una entrada y salida perfectas. Sentí el impacto controlado de mis pies al tocar el suelo, y los murmullos en la audiencia confirmaron que había captado su atención. Sin darles tiempo a reaccionar, continué con una serie de giros laterales que fluían como una coreografía cuidadosamente ensayada.
La parte más arriesgada de mi rutina llegó a la mitad: un salto combinado que incluía un giro triple en el aire antes de aterrizar en una pierna, seguido de una transición directa a un giro sobre las manos. Era un movimiento que había perfeccionado en secreto, y sabía que, si lo ejecutaba bien, sería el momento más memorable de la competencia.
Cuando completé el giro y aterricé con la estabilidad de una roca, el público explotó en aplausos. Podía escuchar los vítores incluso mientras me concentraba en el siguiente movimiento. Mi cuerpo parecía moverse por instinto, cada músculo, cada fibra de mi cuerpo estaba trabajando en perfecta armonía.
Cerré mi rutina con un salto hacia atrás combinado con un giro en el aire que parecía desafiar la gravedad. Aterricé con ambos pies firmemente plantados, levantando los brazos en señal de triunfo. El silencio inicial de asombro fue reemplazado por una ovación que llenó todo el recinto.
Cuando terminé, me dirigí al borde del tapiz, donde esperaba junto con los otros competidores. Mi corazón latía con fuerza, no por nerviosismo, sino por la emoción de haberlo dado todo. Observé a los jueces, quienes deliberaban con expresiones serias mientras revisaban las puntuaciones.
Finalmente, los resultados fueron anunciados. Mi nombre apareció en el primer lugar con una puntuación que no dejaba espacio para dudas. No solo había ganado, sino que mi rutina había sido considerada como la mejor ejecutada en la categoría Sub 11 Normal de ese torneo e incluso se podría decir que fue una de las mejores en general de todo el torneo.
La medalla de oro colgando de mi cuello fue un recordatorio tangible de mi esfuerzo y dedicación, pero lo que realmente valoraba era el reconocimiento de los jueces, mis compañeros y el público. Mi actuación había dejado una marca imborrable, demostrando que, aunque era muy joven, tenía el potencial/talento para enfrentar desafíos aún mayores en un futuro que no me parecia tan lejano.