No es fácil renacer cuando lo que queda de ti son cenizas. Durante meses viví atrapada en un limbo emocional, donde los días eran una repetición constante de la misma rutina vacía y las noches se convertían en una lucha contra el peso del pasado. Pero incluso en la oscuridad más densa, hay un momento en que algo cambia. No es un destello de luz ni un momento de epifanía; es más bien un susurro, un murmullo de esperanza que apenas puedes reconocer, pero que te empuja a seguir adelante.
Un día, mientras caminaba por el parque, vi algo que no había notado en mucho tiempo: los colores. Las hojas de los árboles, doradas y naranjas por el otoño, parecían arder bajo la luz del sol. Por primera vez en meses, sentí algo más que dolor. No era felicidad, ni siquiera alegría, pero era un recordatorio de que el mundo seguía existiendo más allá de mi tristeza.
Decidí buscar algo que me anclara al presente. Empecé a tomar clases de pintura, no porque quisiera ser artista, sino porque necesitaba algo que llenara las horas vacías. Mis manos, torpes al principio, empezaron a encontrar consuelo en los trazos de color sobre el lienzo. Había algo catártico en crear, en transformar el dolor en algo tangible.
Poco a poco, comencé a dejar de preguntarme si ella pensaba en mí. No porque no me importara, sino porque ya no importaba. Lo que había entre nosotras estaba enterrado en un lugar que ni siquiera el tiempo podía desenterrar.
"Te juro que voy a olvidarte, aunque sea en otra vida," me repetía como un mantra, pero ahora esas palabras no tenían el peso que solían tener. Había aprendido que olvidar no era necesario para seguir adelante. Podía recordar sin aferrarme, amar sin desear.
Un día, mientras paseaba por una librería, encontré un libro de poesía que parecía hablar directamente a mi alma. Lo abrí al azar y leí un verso que se quedó conmigo:
"No es el amor lo que nos rompe, sino las expectativas de lo que nunca pudo ser."
Compré el libro y lo llevé a casa, leyéndolo en pequeños sorbos como si fuera una medicina para el alma. Y en esas páginas encontré una verdad que no había querido aceptar: no fue ella quien me rompió, fui yo misma, al aferrarme a algo que nunca fue real.
Las semanas se convirtieron en meses, y un día me encontré sonriendo sin razón aparente. No fue una sonrisa grande ni significativa, pero fue real. Por primera vez en mucho tiempo, sentí que el peso en mi pecho se había aligerado, aunque fuera solo un poco.
Entonces, una tarde, mientras pintaba, llegó un mensaje inesperado. Era de ella. Solo decía:
"Lamento todo. Espero que estés bien."
Lo leí varias veces, sintiendo una mezcla de emociones que no podía nombrar. Durante tanto tiempo había deseado esas palabras, y ahora que las tenía, no sabía qué hacer con ellas. Finalmente, respondí:
"Estoy bien. Espero que tú también lo estés."
Y eso fue todo. No hubo largas conversaciones ni promesas de reconciliación. Fue un adiós silencioso, un cierre que no necesitaba más palabras.
El día que dejé de pensar en ella fue el día que comencé a pensar en mí. Por mucho tiempo, mi identidad estuvo atada a nuestro amor, incluso después de que este se rompiera. Pero ahora, por primera vez, estaba redescubriendo quién era sin ella.
Volví a viajar, algo que había dejado de hacer porque cada lugar me recordaba a ella. Pero esta vez no viajaba para huir, sino para encontrar. Descubrí pequeñas cafeterías en ciudades desconocidas, caminé por calles empedradas que no tenían historia conmigo, y en cada paso me sentí un poco más libre.
Un día, en uno de esos viajes, conocí a alguien. No era como ella. Esta mujer tenía una risa fácil, una mirada serena y una presencia que no exigía, sino que ofrecía. No fue amor a primera vista, ni una pasión arrolladora. Fue algo más sutil, más real.
Nos sentamos juntas en un parque, viendo cómo el sol se ocultaba en el horizonte. No hablamos mucho, pero no había necesidad. Había una paz en su compañía que no había sentido en años. Cuando finalmente me tomó de la mano, sentí algo que no esperaba: no miedo, no culpa, sino tranquilidad.
Ese día, supe que estaba lista. No para olvidar, porque el olvido no es necesario, sino para abrirme a algo nuevo. Porque el amor no es una cárcel ni un sacrificio; es una elección, una libertad.
Y esta vez, elegí el amor que empezaba conmigo misma.