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El Capricho de los Dioses V2

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Synopsis
Con una segunda oportunidad en sus manos, Ragnar, quien en su vida pasada fue conocido como Logan, dejó atrás un pasado cargado de dolor solo para sumergirse nuevamente en un infierno. Traicionado, engañado y torturado hasta su muerte a manos de aquellos a quienes consideraba su familia y amigos, su vida se apagó envuelta en la más cruel de las traiciones. Sin embargo, su historia no terminó allí. Una diosa apareció ante él, ofreciéndole lo que más anhelaba: la oportunidad de vengarse. Pero este regalo no sería gratuito. Para merecerlo, Ragnar debía convertirse en su campeón y enfrentarse a los campeones de otros dioses en una lucha despiadada. Solo al derrotarlos podría reclamar un lugar como gobernante de un nuevo mundo, su mundo... uno forjado con sangre, venganza y el fuego de su venganza.

Table of contents

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Muerte2 days ago
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Chapter 1 - Muerte

El aire parecía estar hecho de algo más que oxígeno, cargado de una densidad intangible que no podía explicarse con palabras simples. Era como si cada aliento que Ragnar Wintercolt tomaba estuviera impregnado con el hedor agrio de viejos recuerdos y el amargo regusto de la traición. Su figura, apenas delineada por la tenue luz que se atrevía a filtrarse en el lugar, no era simplemente la de un hombre; era la sombra de una leyenda, un fantasma que se negaba a desvanecerse.

Su cuerpo, a primera vista, podría haber sido el de un hombre en sus veinte años, pero no era una juventud genuina. Era una mentira cruel, una carcasa perfecta que contenía la putrefacción de setenta y ocho años de sufrimiento, violencia y odio. La piel pálida de su rostro, tersa e inmaculada como porcelana, parecía un cruel recordatorio de lo que había sido, mientras que la delgada cicatriz que cruzaba su ojo izquierdo hablaba de las heridas que nunca sanarían. Y, sin embargo, era el ojo vacío lo que atrapaba a los incautos: un oscuro pozo de desesperación que parecía devorar la luz misma, dejando en su lugar un vacío que helaba la sangre. Allí donde alguna vez brilló un ojo rojo como la sangre, ahora no quedaba más que una ausencia, un abismo que reflejaba el estado de su alma.

Su cabello, blanco como el hielo más puro, caía en cascadas desordenadas, una corona caótica que parecía burlarse de cualquier intento de orden. Su barba, igualmente blanca, era un testimonio silencioso de su descuido hacia todo lo superficial. No había vanidad en Ragnar, ni deseo de adornarse con los lujos que otros buscarían en su posición. Su presencia misma era suficiente; no necesitaba más ornamento que el aura de temor y respeto que lo rodeaba como una segunda piel.

Ragnar Wintercolt era muchos hombres en uno solo. Era El Lobo Blanco, el azote del continente; El Demonio del Mar Carmesí, cuyas hazañas teñían los océanos de sangre; El Lobo Demoníaco, una figura que invadía las pesadillas de sus enemigos. Y, para los más cercanos, era simplemente el Rey Lobo, un soberano cuya furia podía arrasar ejércitos y cuyo carisma podía inspirar a los más cobardes a morir por él. Pero más allá de los títulos, más allá de los mitos, estaba un hombre fracturado, una amalgama de furia y melancolía. Su porte era erguido, majestuoso, pero si uno miraba de cerca, podía notar el peso invisible que doblaba su alma.

Su movimiento no tenía prisa, pero tampoco descuido. Cada paso que daba parecía una declaración, cada gesto era una sentencia. Ragnar no era un hombre que dejara nada al azar; incluso en el más nimio de sus movimientos se escondía una precisión que hablaba de años de entrenamiento, de instinto forjado en el fuego de la batalla y la traición.

Pero para entender al Rey Lobo, había que rasgar las capas de mito y regresar al origen, a un tiempo que ahora parecía un espejismo distante. Entonces no era Ragnar. Era Logan, un joven cuyo mayor pecado había sido soñar. Estudiante de historia, con aspiraciones pequeñas y un corazón lleno de anhelos sencillos, Logan vivía una vida tan común que parecía diseñada para pasar desapercibida. Pero el destino, cruel y arbitrario, no suele mirar a quién golpea.

Una curva en una carretera mojada. El crujir del metal al doblarse. Gritos sofocados por el rugido del impacto. El accidente que destruyó su mundo fue rápido, pero su eco resonaría para siempre. En un instante, Logan perdió todo: su familia, su futuro, incluso su cuerpo, ahora reducido a una ruina sostenida por cables y máquinas en un hospital que olía a muerte. Cuando los médicos le dijeron que el cáncer había estado creciendo en silencio dentro de él, devorándolo desde antes del accidente, Logan no sintió miedo ni sorpresa. Solo vacío.

Las semanas siguientes fueron un descenso interminable. La pérdida lo envolvió como un sudario, y cada noche se enfrentaba a sus demonios en la oscuridad de su apartamento, donde las paredes parecían cerrarse sobre él. El odio hacia sí mismo creció como un tumor, y, al final, no pudo soportar más. La navaja en su muñeca fue su última decisión como Logan, un corte final que creía que pondría fin a todo. Pero no fue así.

La muerte no fue la liberación que esperaba. En lugar de descanso, encontró algo más. Algo retorcido. Algo perverso. El vacío lo devoró, pero no lo destruyó. Y, desde ese abismo, nació Ragnar.

Despertó con un sobresalto, jadeando como si el aire a su alrededor se hubiera transformado en agua espesa. El mundo que lo rodeaba no era el suyo. El cielo que divisaba a través de las ventanas altas y estrechas no pertenecía a su tierra, y el cuerpo que sentía al moverse no respondía a los recuerdos de su ser. Sus manos, más grandes, más fuertes, se cerraron en un puño pequeño mientras su mente intentaba comprender. El nombre que ahora le asignaban, Ragnar Wintercolt, le resultaba tan ajeno como el extraño eco de su voz al pronunciarlo.

Era el tercer hijo de Constantine I, llamado El Lobo Sangriento, rey de Vaékha, el bastión más imponente de los reinos humanos de Greuvus. Su madre, Alice Velkor, descendía de los monarcas de Klelia, una tierra bañada en leyendas y sangre. Este nuevo linaje era un arma de doble filo: una promesa de poder y, a la vez, una sentencia de muerte. En este mundo, la grandeza no era otorgada, sino tomada con garras y dientes, y Ragnar pronto lo aprendería.

El palacio real de Vaékha era una fortaleza de mármol frío y sombras eternas. Sus interminables corredores, bañados en la pálida luz de candelabros dorados, parecían diseñados no para acoger, sino para recordar a sus habitantes que la belleza podía ser tan cruel como el acero. Ragnar, aún adaptándose a su nueva existencia, observaba cómo la grandeza de la arquitectura no lograba ocultar el veneno que fluía entre sus muros.

La corte de Vaékha era un nido de víboras. Su madre, junto con las otras cuatro esposas del rey, libraba una guerra silenciosa y despiadada para asegurar el futuro de sus respectivos hijos. Sus sonrisas eran dagas envueltas en terciopelo, sus palabras eran flechas que buscaban el corazón de sus enemigos bajo el pretexto de la cortesía. Y cuando el rey proclamó que solo el hijo o hija que demostrara ser digno de llevar a Vaékha a la gloria heredaría el trono, convirtió la corte en un campo de batalla disfrazado de hogar.

Ragnar no fue recibido con amor ni respeto. Como el tercer hijo, su existencia era apenas tolerada por quienes lo consideraban un estorbo o una amenaza. Lo miraban con desdén, subestimándolo como a un peón en un tablero lleno de reinas y reyes. Sin embargo, Ragnar tenía algo que ellos no podían ver: la mente de un hombre que había conocido la miseria y la muerte.

Las cenas familiares, bajo los imponentes candelabros que colgaban como espadas suspendidas, eran todo menos cálidas. Eran un teatro de guerra fría, donde cada mirada y cada palabra eran calculadas con precisión mortal. Los platos de comida se convertían en campos de batalla metafóricos, y las conversaciones, en armas envenenadas. Las risas eran raras, y cuando aparecían, siempre estaban teñidas de malicia. 

Ragnar, aún en su juventud aparente, entendió que no era bienvenido. Los pocos gestos de amabilidad que recibía eran trampas mal disimuladas, intentos de sonsacarle información o de envenenar su mente. La soledad lo envolvió como un sudario, pero no lo debilitó. En lugar de buscar consuelo, se dedicó a observar. Callado, como un lobo entre ovejas, estudiaba cada palabra, cada gesto, cada mirada. Cada noche, mientras los demás dormían, repasaba mentalmente sus observaciones, formando un mapa intrincado de alianzas y enemistades.

Mientras el corazón de la familia real se consumía por las intrigas, Vaékha mismo se tambaleaba bajo un legado de devastación. La sombra de la Guerra de Ceniza y Sangre, un conflicto tan monumental que el tiempo no había logrado borrar sus cicatrices, todavía cubría el reino como un sudario. Fue bajo el reinado de Ivor II que esta calamidad había estallado, una tormenta de acero, fuego y desesperación que destrozó no solo las fronteras del reino, sino también el espíritu de su gente. Los errores de aquel tiempo no solo habían condenado a generaciones pasadas, sino que ahora pendían como una espada sobre Constantine I y su descendencia.

La primera invasión fue una tempestad que llegó desde el sur, impulsada por el temor y la avaricia. Siete reinos humanos—Zuteron, Daimore, Khent, Staihan, Ugrian, Lanad y Ronel—se unieron en una coalición que parecía desafiar la lógica. Eran enemigos naturales, con rivalidades históricas que los dividían, pero el miedo al ascenso de Vaékha como una superpotencia los unió bajo una causa común: destruir al reino antes de que fuera demasiado tarde. Más de dos mil millones de soldados marcharon como un río imparable, arrasando con todo a su paso. Ciudades enteras fueron reducidas a escombros, y los campos fértiles que alimentaban al reino se convirtieron en cementerios improvisados. Pero esa unión estaba cimentada en arena; sus motivaciones no eran altruistas, sino un frágil equilibrio de miedo y codicia que amenazaba con colapsar en cualquier momento.

Desde el norte, los clanes enanos de Denhdat, Bristle y Grumm aprovecharon la oportunidad para lanzar su propio ataque. Los minerales preciosos de las montañas vaékhianas habían sido objeto de deseo durante siglos, y ahora, con Vaékha debilitado, los enanos veían su oportunidad. Su maquinaria de guerra, avanzada y devastadora, era una manifestación de su ingeniería insuperable, y su ejército, compuesto por casi trescientos millones de soldados disciplinados, avanzaba con una precisión que solo el acero frío podía igualar. Su invasión fue facilitada por la traición de Satish, un reino que, bajo promesas de riquezas y alianzas, abrió sus puertas para permitir el paso de los enanos.

En el este, el Reino Élfico de Goldweep se alzó, reclamando tierras que consideraban suyas desde hacía milenios. Su ejército, aunque pequeño en comparación con los demás, era una fuerza implacable de veinte millones de guerreros. Cada flecha que disparaban parecía cargada con siglos de resentimiento y orgullo, y cada golpe de sus espadas cantaba una canción de honor perdido y venganza largamente esperada. Los elfos luchaban no solo por la tierra, sino por el peso de su historia, buscando redimir un pasado que nunca habían olvidado.

Vaékha, rodeado por enemigos en todos los frentes, se convirtió en un infierno viviente. Los tambores de guerra retumbaban como el latido de un corazón oscuro, marcando el ritmo de la destrucción. Las ciudades ardían, las aldeas desaparecían bajo la marcha de los invasores, y las tierras fértiles se transformaban en desiertos de cenizas. Los ríos tan cristalinos y puros que una vez alimentaron la vida ahora corrían teñidos de sangre, y el aire mismo parecía cargado con el lamento de los moribundos y el hedor de la carne quemada. Las noches eran iluminadas por las llamas de las hogueras, y los días traían consigo un coro de gritos y llantos, una plegaria interminable hacia dioses que permanecían en silencio.

El ejército de Vaékha, reducido a cuatrocientos cincuenta millones de soldados, se enfrentaba a una marea que parecía imparable. A pesar de ser una potencia militar temida, el reino estaba desbordado. La ayuda de las iglesias de Aqlis y sus órdenes de la muerte ofreció una chispa de esperanza. Ciento veinte millones de guerreros bendecidos, portadores de una fe que transformaba cada batalla en un acto de devoción, se unieron al conflicto. Para ellos, esta guerra no era solo un enfrentamiento mortal, sino un campo de pruebas divino, donde cada caída era un sacrificio sagrado y cada victoria, un testamento de la voluntad de los dioses.

Sin embargo, incluso con estos refuerzos, la situación era desesperada. Los soldados de Vaékha luchaban con una ferocidad nacida de la necesidad, conscientes de que cada derrota acercaba más a su reino a la aniquilación. En las trincheras y los campos de batalla, el espíritu humano era puesto a prueba, y aunque algunos se quebraron bajo la presión, otros encontraron en el caos una determinación férrea. La supervivencia del reino no dependía solo de espadas y estrategias, sino de la capacidad de su pueblo para soportar lo insoportable, para encontrar esperanza en medio de la desolación.

La victoria de Vaékha en la Guerra de Ceniza y Sangre no fue un canto de triunfo, sino un himno desgarrador entonado entre ruinas y cenizas. Fue un éxito teñido de luto, un precio que ninguna nación en su sano juicio habría estado dispuesta a pagar. La ayuda de los reinos aliados —Klelia, Yizar, y Bidora—, junto con la controvertida alianza matrimonial con Red Flood, permitió resistir lo impensable. Sin embargo, estas alianzas no llegaron sin costo. Sus ejércitos regresaron disminuidos, y las promesas de cooperación mutua se convirtieron en cadenas que subyugaron a Vaékha a los caprichos de sus supuestos aliados.

Cinco grandes ciudades, otrora pilares de la arquitectura, el comercio y la cultura del reino, quedaron reducidas a escombros. Sus plazas, donde alguna vez resonaron risas y festivales, se transformaron en cementerios al aire libre. Las piedras ennegrecidas de sus muros eran reliquias de una resistencia feroz, testigos de las atrocidades cometidas por los invasores. Los campos fértiles se convirtieron en desiertos yermos, cicatrices en una tierra que había sido prometedora. Miles de aldeas desaparecieron como hojas arrastradas por el viento, dejando tras de sí historias que nadie contaría. Las víctimas, civiles inocentes, fueron esclavizadas o exterminadas con una crueldad que hacía que los dioses desviaran la mirada.

La sangre derramada también alcanzó al corazón del reino. El Rey Ivor II, símbolo de la fortaleza de Vaékha, cayó en combate junto a sus herederos directos, Harold "Ojos de Demonio" y Harald "Manos de Hierro". Constantine I, el tercer hijo, ascendió al trono en el momento más oscuro de la historia del reino. Pero su reinado no fue recibido con vítores, sino con el peso abrumador de la reconstrucción. Las noches lo atormentaban con visiones de cadáveres apilados y ciudades en llamas, mientras el alcohol se convirtió en su único alivio. Constantine se desmoronaba poco a poco, un hombre incapaz de reconciliarse con el pasado y sin fuerza para imaginar un futuro.

En este infierno, Ragnar crecía, no como un príncipe protegido por muros dorados, sino como un muchacho que aprendía a sobrevivir en un entorno que devoraba a los débiles. Su familia, en lugar de ofrecerle refugio, era un campo minado de intrigas. Su madre, manipuladora y astuta, le brindaba un amor envenenado, mientras tejía un laberinto de estrategias que lo envolvían en una constante sensación de desconfianza y dependencia. Ragnar no tenía hermanos, tenía rivales; no tenía un hogar, sino un campo de batalla donde cada mirada era un dardo envenenado.

El momento que marcó su destino llegó cuando apenas contaba con diez años. La "Prueba de Fe" no era un ritual, era un crimen santificado. Ragnar fue llevado frente a la corte real, rodeado de nobles y soldados que observaban en silencio sepulcral. Frente a él estaba un hombre condenado, un reflejo de la mortalidad que Ragnar apenas comprendía. Le colocaron una espada en las manos, un peso que parecía aplastar no solo sus brazos, sino su espíritu. Al final, el filo cayó, y el grito de la víctima quedó grabado en su mente como un eco eterno. Cuando el hombre dejó de moverse, Ragnar no solo había matado a alguien; había asesinado la inocencia que aún quedaba en él. Aquella noche, las lágrimas no llegaron; en su lugar, un frío vacío se apoderó de su alma. Allí, entre sangre y silencio, nació algo nuevo: una determinación implacable de jamás volver a ser una marioneta en manos de otros.

La adolescencia de Ragnar fue una extensión cruel de aquel primer acto de brutalidad. A los quince años, ya comandaba ejércitos, una carga que habría destrozado a cualquiera menos a él. Las batallas se convirtieron en su escuela, el dolor en su maestro. Cada estrategia que fallaba, cada soldado caído, se sumaban a una lista interminable de lecciones amargas. Ragnar aprendió a ver el campo de batalla como un tablero de ajedrez, donde la muerte era solo una pieza más. Pero esta perspectiva, aunque efectiva, lo despojaba de lo poco humano que quedaba en él. Las amistades se convertían en debilidades, y las pérdidas dejaban de doler, reemplazadas por una rabia fría que lo empujaba hacia adelante.

Con cada victoria que lograba, Ragnar se hacía más fuerte, pero también más distante. El niño que alguna vez soñó con ser algo más que una herramienta se había perdido entre los ecos de gritos y el brillo opaco de las espadas. Ahora, solo quedaba una promesa: no importa cuán oscuro fuera el mundo que lo rodeaba, él lo dominaría. Porque si la vida no podía ofrecerle amor, paz o redención, él tomaría todo lo demás. 

Pero nunca deseó el poder que finalmente se vio obligado a reclamar. No era un idealista que soñaba con un trono dorado ni el dese de ser un conquistador que buscaba gloria. Era, en el fondo, un hombre roto que había perdido más de lo que cualquiera podría soportar y, sin embargo, seguía adelante. Su historia no era la de un héroe épico, sino la de un sobreviviente atrapado en una vorágine de traición, guerra y tragedia.

Durante ocho años, mientras el reino se tambaleaba bajo las amenazas externas, Ragnar se aferró a una moral que lo debilitaba. Su sentido de culpa y su pensamiento moderno, propios de alguien que aún recordaba su vida pasada, lo convirtieron en una presa fácil para los lobos que lo rodeaban. Incluso cuando demostraba astucia en el campo de batalla, su humanidad lo hacía vulnerable, permitiendo que el dolor de la traición lo consumiera. Y cuando su amor más profundo, aquella mujer que representaba su única esperanza de felicidad, lo abandonó por su hermano, Ragnar comprendió que el corazón no era una fuente de fortaleza, sino un lastre que debía arrancar.

Cuando finalmente fue nombrado heredero, no sintió orgullo ni satisfacción. Era un paso hacia un destino que no había elegido, una carga que solo prometía más sufrimiento. La muerte de su padre, Constantine, lo dejó expuesto al caos de un reino dividido. La guerra civil que siguió fue una tragedia personal y nacional. En un conflicto fratricida, Ragnar se vio obligado a luchar contra aquellos con quienes compartía sangre, enterrando cualquier vestigio de amor o empatía que aún pudiera albergar. Cuando la guerra terminó, Ragnar no emergió como un héroe, sino como un hombre endurecido y vacío, consciente de que su humanidad era un lujo que no podía permitirse.

Con el reino finalmente unificado bajo su mando, Ragnar desató su furia contra el mundo. Los responsables de la Guerra de Ceniza y Sangre pagarían con creces por sus crímenes. Sus campañas no eran meras estrategias políticas; eran un acto de venganza en su forma más pura. En cada batalla, el nombre de Ragnar se convirtió en sinónimo de terror. Su ejército, ahora una extensión de su voluntad implacable, devastó a sus enemigos, expandiendo el reino hasta límites que ni los más ambiciosos gobernantes podrían haber imaginado.

Sin embargo, el precio de su éxito fue más alto de lo que cualquiera podía ver. A medida que el reino prosperaba, Ragnar se hundía más profundamente en su propia oscuridad. Su trono, construido sobre cadáveres y sostenido por la admiración y el temor de su pueblo, se convirtió en una prisión dorada. Era venerado como un dios, pero en su interior, no era más que un hombre atrapado por las cadenas de sus propias decisiones.

Había ganado el poder que no deseaba y lo había moldeado en una herramienta para su venganza, pero el costo fue su alma. Ragnar Wintercolt no era el héroe que Vaékha había soñado, ni el villano que sus enemigos describían. Era un hombre que, al perderlo todo, se convirtió en un rey cuya voluntad era ley, pero cuyo corazón ya no conocía la paz. 

La caída de Ragnar Wintercolt fue un espectáculo tanto de tragedia como de traición. A medida que el reino se fragmentaba bajo el peso de las conspiraciones, Ragnar se encontró rodeado no solo por enemigos externos, sino también por aquellos en quienes más había confiado. La traición de su madre, la reina Alice Velkor, y su esposa —la única persona en la que Ragnar había depositado su esperanza de redención—, no solo destrozaron su corazón, sino que lo empujaron a un abismo del que ya no podría escapar.

Autar Wintercolt, "La Serpiente Esmeralda", se convirtió en el rostro visible de esta rebelión. Un hombre de baja capacidad estratégica pero gran crueldad, fue manipulado por aquellos que veían en él un medio para destruir a Ragnar. Bajo su mando, las fuerzas rebeldes no solo se dirigieron a despojar a Ragnar de su trono, sino también a mancillar su legado. Aldeas enteras fueron quemadas, templos sagrados destruidos, y los símbolos del reinado de Ragnar, arrancados de las ciudades como si su nombre fuera una maldición a borrar.

Sin embargo, Ragnar, fiel a su naturaleza, no se inclinó ante la tormenta. Incluso en su hora más oscura, lideró a sus fieles con una tenacidad que desafió las probabilidades. Las batallas que se libraron en los campos de Vaékha durante esos meses fueron las más sangrientas de la historia reciente, con ambos bandos luchando no solo por el reino, sino por la narrativa que definiría la era.

Pero el final era inevitable. La coalición de traidores, reforzada por aliados externos que habían esperado pacientemente el momento de la caída de Ragnar, superó incluso la lealtad inquebrantable de su ejército. En la última batalla, en el asedio de la Ciudadela de Zareth, Ragnar fue capturado tras un enfrentamiento cuerpo a cuerpo que dejó claro por qué era reverenciado como un guerrero inigualable.

El reino de Vaékha, alguna vez un faro de poder implacable y gloria inmortal, yacía reducido a un cadáver putrefacto sobre el mapa de Greuvus. Sus ciudades, antes majestuosas, se habían convertido en esqueletos carbonizados. Las arcas reales, vaciadas para pagar a mercenarios que eventualmente traicionarían su causa, eran un testimonio mudo de la desesperación que había consumido a la corona. El reino de Vaékha, una vez un bastión de fuerza y cultura, se desmoronó sin la figura de Ragnar para sostenerlo. Los traidores que lo derrocaron no pudieron llenar el vacío que él dejó, pues su lucha por el poder destruyó cualquier posibilidad de estabilidad. Las tierras se fragmentaron en pequeños feudos gobernados por tiranos menores, cada uno más corrupto que el anterior. Las antiguas glorias del reino se perdieron, y las cicatrices de la guerra se extendieron como un recordatorio imborrable de la tragedia que fue la vida de Ragnar. Pero nada reflejaba mejor la tragedia de Vaékha que su rey caído, Ragnar Wintercolt, despojado de todo lo que alguna vez fue suyo: su trono, su pueblo, y cualquier vestigio de dignidad o humanidad.

Ragnar no solo fue traicionado; fue crucificado emocional, física y espiritualmente. Los que alguna vez lo llamaron amigo o familia lo vendieron al mejor postor con sonrisas envenenadas. Aquellos que lo adoraban como a un dios fueron sacrificados en un espectáculo de crueldad inimaginable. En lugar de una muerte rápida, el destino le reservó una existencia que redefinió el significado del sufrimiento.

Forzado a mirar, incapaz de intervenir, Ragnar presenció cómo los cuerpos de las mujeres e hijas de sus soldados leales eran despojados de toda humanidad, sus gritos convertidos en una sinfonía infernal que perforaba su mente. Los hombres que habían jurado seguirlo hasta el fin fueron desmembrados y exhibidos como trofeos grotescos, sus ojos vacíos clamando venganza que nunca llegaría. Sus aliados más cercanos, aquellos que habían compartido su mesa y sus secretos, fueron torturados hasta que sus almas parecían evaporarse en los gritos interminables.

Pero los horrores no se detuvieron ahí. Ragnar mismo se convirtió en el objeto del sadismo de los traidores. Su cuerpo, una vez alabado como el de un líder divino, fue profanado y utilizado como un juguete por aquellos que buscaban degradarlo más allá de cualquier límite imaginable. Día tras día, noche tras noche, fue golpeado, violado y mutilado. Las cicatrices no solo marcaban su carne, sino que desgarraban lo poco que quedaba de su espíritu. No era solo el dolor físico lo que lo quebraba, sino el peso insoportable de la traición que lo había arrastrado a ese infierno.

Con cada nuevo tormento, Ragnar descubría que su capacidad de odio era infinita. Pero más allá del odio, más allá de la rabia y el desprecio, lo que realmente lo consumía era la sensación de vacío. Una voz persistente en su mente le recordaba que todo lo que había amado y protegido no había sido más que una ilusión. Los lazos que había construido, los sacrificios que había hecho, se desintegraron en cenizas frente a sus ojos.

Finalmente, llegó el día en que su cuerpo ya no pudo soportar más. En su último aliento, Ragnar encontró una calma inquietante. La oscuridad envolvió su conciencia, y en ella, no había odio ni amor, solo el frío confort del olvido. Los nombres de los traidores, aquellos que alguna vez significaron algo, desaparecieron como el eco de un susurro en una tormenta. Su última emoción no fue venganza ni tristeza, sino una aceptación fría, casi nihilista.

Así terminó la vida de Ragnar Wintercolt, el hombre que ascendió a las alturas más vertiginosas del poder solo para ser empujado al abismo insondable de la desolación. Su nombre, antes sinónimo de gloria, quedó marcado con la tinta oscura de la tragedia. Pero incluso en su muerte, la historia de Ragnar no encontró descanso. Su esencia, fragmentada y arrastrada más allá de los límites del entendimiento humano, fue llevada a un lugar donde el tiempo y el espacio carecían de significado.

El vacío que lo rodeaba no era ausencia, sino una presencia opresiva, un océano de nada que lo envolvía, sofocante. Cada detalle de aquel espacio parecía diseñado para hacerle sentir su insignificancia. La fuerza que lo arrastraba no era física; era como si algo más profundo, algo que residía en su alma, hubiera sido desgarrado y empujado hacia un resplandor imposible de ignorar.

La luz que se extendía ante él no era celestial ni terrenal. Escarlata y púrpura se entrelazaban en una danza hipnótica, demasiado vibrante para ser el final y demasiado desoladora para ser el principio. Sentía cómo lo que quedaba de él era absorbido por esa luminiscencia, fragmentándose aún más, y allí, en ese vacío que no era vacío, resonó una voz.

Era femenina. Un tono profundo, cargado de una autoridad que se sentía como el eco de un trueno distante, reverberando en lo más profundo de su ser. No hablaba; se manifestaba, envolviéndolo, llenándolo como si sus palabras fueran una verdad absoluta, imposible de desafiar.

—Ragnar... ¿o prefieres que te llame por tu antiguo nombre? —pronunció la voz, cargada con una mezcla de burla y juicio, como si cada sílaba desnudara las fibras más ocultas de su esencia.

«Mi antiguo nombre». Por un instante, un recuerdo enterrado intentó emerger, un nombre que no era suyo desde hacía tanto tiempo que parecía ajeno. Lo apartó. No era momento de perderse en fragmentos del pasado. Al alzar la vista, la figura que se reveló ante él casi lo hizo retroceder.

Ella no estaba de pie. Estaba sentada en un trono que parecía una fusión entre lo macabro y lo divino, hecho de cráneos perfectamente encajados, con rosas de un rojo profundo floreciendo en sus grietas, como si se alimentaran de la muerte misma. El aroma de las flores no era dulce; era metálico, una mezcla de sangre y tierra recién removida.

Vrisna. Su nombre no necesitaba ser pronunciado. Era un susurro grabado en el alma de cada humano viviente en Greuvus. Diosa de la Muerte y la Vida, de la Guerra Justa y la Gloria Eterna. Aquellos que la veneraban describían su belleza como una bendición celestial, pero en realidad, era algo mucho más complejo: aterradora y sublime, la personificación misma del final inevitable.

Su cabello negro caía como un río de sombras vivientes, ondulando como si tuviera voluntad propia, cada hebra un fragmento de noche pura. Su rostro estaba oculto tras un velo translúcido que no permitía discernir sus rasgos, pero que, de alguna manera, amplificaba su aura de perfección inalcanzable. Bajo el velo, sus ojos eran dos pozos insondables de oscuridad líquida, donde titilaban destellos de estrellas moribundas.

Su piel, de un blanco tan perfecto que hacía palidecer a la luz misma, brillaba con un resplandor frío, como mármol recién tallado. Sus ropajes parecían hechos de un tejido imposible, formado por jirones de la noche y constelaciones efímeras. Cada movimiento, cada gesto, parecía alterar la realidad misma, como si la existencia se doblara para acomodarla.

A pesar de su belleza, su presencia era como un frío glacial que penetraba hasta el alma. Su belleza no invitaba al deseo, sino a la reverencia y al temor. Era el tipo de belleza que recordaba a los mortales su fragilidad, un recordatorio cruel de que la vida era efímera y la muerte, eterna.

—Eres pequeño, Ragnar Wintercolt —dijo ella, cada palabra cayendo como una sentencia inapelable. Su voz no era fría ni cálida; era absoluta, como la muerte misma—. Pero pequeño no significa insignificante.

Ragnar no respondió. ¿Qué podía decir un hombre, incluso uno como él, frente a una presencia tan aplastante? Ante ella, todos sus logros, sus victorias y sus tragedias parecían insignificantes, meros detalles en un lienzo mucho más vasto. Y, sin embargo, en esa misma insignificancia encontró algo: un resquicio de desafío, una chispa que no se apagaba.

Porque aunque estaba roto, aunque había perdido todo, no se había doblado completamente. No aún.

—Ragnar está bien —logré decir, aunque su voz traicionaba la tormenta de emociones que me consumía. Era una mezcla corrosiva de temor, odio y una resignación amarga. Ya había mirado a la muerte a los ojos antes, pero esta vez era diferente. Esta vez la muerte llevaba un rostro divino, y su presencia no ofrecía ni consuelo ni fin, solo impotencia.

Vrisna inclinó ligeramente la cabeza. No había benevolencia en el gesto, solo un interés frío, clínico, como el de un titán observando a un insecto. Sus palabras rompieron el silencio como el filo de una cuchilla.

—¿Vienes a enviarme al abismo sin fin? —musité con la voz rota, y mi cuerpo se desplomó al suelo, aplastado por el peso de su juicio. El abismo sin fin… ese lugar reservado para los condenados según las enseñanzas del Culto de Eqlis, donde las almas cargadas de odio y resentimiento eran desterradas para sufrir eternamente. Era mi destino, lo sabía. No había redención para alguien como yo.

Pero incluso mientras yacía en el suelo, roto en cuerpo y espíritu, algo en el se negaba a apagarse. No era esperanza; esa llama había muerto hacía mucho. Era odio, puro y abrasador, un odio que no se había marchitado con la traición ni con las torturas. Si iba a ser condenado, entonces deseaba una última cosa antes de enfrentar el vacío: venganza. No justicia, no redención, solo un sufrimiento proporcional al que me habían infligido.

—No, Ragnar. De hecho, he venido a hacerte un trato. —La voz de Vrisna era suave, casi seductora, pero cargada de un poder tan absoluto que no podía ser ignorado. Era como si cada palabra llevara consigo el peso de mil destinos.

Un trato. Esa palabra resonó en su mente como un eco interminable. Al levantar la vista, el desconcierto y la desconfianza luchaban por imponerse, pero una chispa de algo más persistía. Tal vez esperanza, pero no por salvación, sino por destrucción.

—¿Qué clase de trato? —pregunté, mi voz apenas un susurro. Enfrentarla era como hablar con la noche misma, con un infinito que no podía ser comprendido, pero que me ofrecía algo que ni la vida ni la muerte habían ofrecido jamás.

Ella permaneció inmóvil por un instante, como si deliberara. Luego, se inclinó ligeramente hacia adelante, su figura envuelta en aquel vestido que parecía estar tejido con fragmentos de cielo nocturno.

—Te ofrezco regresar en el tiempo para que cobres tu venganza. Pero con una condición: serás mi campeón. —Su tono era sereno, pero en sus palabras se escondía una promesa tan tentadora como peligrosa.

La idea se enroscó en mi mente como una serpiente, sofocando cualquier otro pensamiento. Regresar… deshacer cada herida, cada humillación, desatar mi furia sobre aquellos que habían pisoteado todo lo que amaba. Pero su oferta no era un regalo; era una sentencia. Aceptarla significaba renunciar a la paz para siempre.

Me levanté lentamente. Cada músculo protestaba, pero no era mi cuerpo lo que más pesaba. Era mi alma, quebrada y desgarrada. Dio un paso hacia ella, sintiendo el frío absoluto que emanaba de su trono, un frío que no solo congelaba la carne, sino también la voluntad.

—¿Por qué yo? —pregunté al fin, mi voz cargada de incredulidad y desafío. Seguro habían otros, mejores, más completos. ¿Qué podía ofrecer alguien como yo?

Vrisna sonrió. No fue una sonrisa amable, sino una curva imperceptible en los labios ocultos tras su velo, como si disfrutara de mi confusión.

—Porque no hay odio más puro que el tuyo, Ragnar. Y no hay mayor herramienta que un hombre dispuesto a quemar el mundo para saciarlo. —Sus palabras eran un cuchillo que penetraba profundamente, desnudando la verdad de mi ser.

La diosa se levantó, y con ese movimiento, la realidad pareció quebrarse. Sus pasos eran suaves, pero cada uno resonaba como un trueno en el vacío que nos rodeaba. Su cabello, un río negro que parecía tener vida propia, flotaba a su alrededor, envolviéndola en un aura de magnificencia imposible. La luz detrás de ella acentuaba los bordes de su figura, un contraste entre lo sublime y lo aterrador.

—Escucha, Ragnar —dijo, su voz un susurro que vibraba con la fuerza de una tormenta—. Este universo es un juego, y los dioses somos sus jugadores. Elegimos a nuestros campeones, a los mortales más interesantes, y les damos un propósito. Tú serás mi pieza más valiosa, el guerrero que doblegará a los demás.

El peso de sus palabras era abrumador, pero había algo más, algo que reconocí al mirar su figura perfecta y terrible. Vrisna no era solo la muerte; era también la vida que nacía de las cenizas. Era el caos, la guerra, el principio y el fin.

Un campeón. Esa palabra giraba en mi mente como un mal presagio, cargada de contradicciones que no conseguían acoplarse entre sí. Era una palabra de poder, de gloria, de inmortalidad, pero también de servidumbre, de desdicha y de desesperanza. No podía escapar de lo que estaba claro como el filo de una espada: era un simple instrumento, un juguete arrugado entre los dedos de una entidad que jugaba a la vida y la muerte como si fueran piezas de un tablero ajedrez. Y sin embargo, a pesar de todo lo que eso implicaba, de la humillación que suponía ser parte de un plan que no era de el, había una chispa de algo en el, una llama oscura que no podía ignorar: venganza.

Miré su mano extendida. Su palma era pálida, casi translucida, como un pedazo de mármol tallado en la oscuridad misma. Las yemas de sus dedos eran delicadas y largas, pero la fría luminosidad que emanaba de ella las hacía parecer más espectros que carne, como si su única función fuera arrastrarme hacia algún abismo del cual no podría regresar. Era una mano fría, y esa frialdad no era solo física. Era un frío profundo, más allá de la piel y los huesos, algo que se filtraba en mi alma, robándome un fragmento de mí mismo.

«Mierda...». Pensé, entre la rabia y la desesperación, mientras el peso de la decisión me aplastaba. No había lugar para el orgullo. No podía permitirme vacilar. Un hombre como el no tenía lujo de rechazarla, no después de lo que había vivido, de lo que había perdido. No cuando la venganza lo acechaba como un espectro y la posibilidad de alcanzarla se deslizaba entre mis dedos, tan cerca, tan tentadora.

Al final, sin más alternativas, extendí mi mano. Mis dedos, como garras, se cerraron sobre la fría palma de la diosa. En ese toque, sentí un estremecimiento profundo, algo que me atravesó de inmediato, un frío tan profundo que no solo se coló en mis huesos, sino que se instaló en mi ser. No era un frío natural, no era el simple susurro helado de una tormenta invernal. Era algo mucho más... primordial. Era como si al contacto absorbiera un fragmento de mi esencia, como si ese toque marcara un antes y un después en mí, una huella imposible de borrar.

—Acepto —dije, mi voz quebrándose en el aire denso entre nosotros. Era una afirmación, sí, pero también una aceptación forzada, una rendición. Y, sin embargo, algo dentro de mí temblaba, pero no era el miedo, no era el temor a lo desconocido. Era la sensación de estar abrazando algo que podría destruirme por completo, de estar vendiéndome al diablo mientras las llamas se encendían a mis pies.

La diosa inclinó ligeramente la cabeza, un gesto sutil pero cargado de una aprobación que me heló la sangre. Era un reconocimiento, sí, pero en sus ojos invisibles no había dulzura, solo la calculada frialdad de quien sabe exactamente qué va a hacer con lo que ha adquirido. Y ese gesto, ese pequeño movimiento de su parte, no hizo más que intensificar la presión sobre mi pecho, un peso insoportable que me hacía sentir más pequeño que nunca.

—¿Qué haré como tu campeón? —pregunté, aunque no había respuesta que pudiera mitigar la opresión que sentía. Mis palabras salieron entre dientes, aferrándome a lo único que podía controlar: mi voz. Pero incluso mientras hablaba, sabía que nada en mí era realmente mío. Su presencia era un yugo que se instalaba en mi mente, aplastando cualquier atisbo de determinación.

—Deberás eliminar a los otros campeones —dijo ella, su tono implacable como el filo de una guadaña. Era una sentencia, más que una instrucción. Cada palabra resonaba en el aire con la gravedad de una condena irrevocable. Mi destino ya no estaba en mis manos, sino en las de aquellos otros campeones, criaturas como yo, que luchaban en este juego cósmico—. Conquistarás gran parte de Iklin, tal vez todo el mundo. Someterás a todas las razas que lo habitan, quebrantarás sus voluntades y desgarrarás sus almas. Tu tarea es sencilla, pero inmensa —añadió, sus palabras flotando en el aire pesado como una carga ineludible.

La magnitud de su mandato se aplastó sobre mí con la fuerza de una avalancha. No era una misión gloriosa ni llena de honor. Era una masacre. Una guerra sin fin, en la que solo sobreviviría el más fuerte, el más astuto, el más despiadado. Y el estaba dispuesto a ser ese monstruo, no por gloria ni por la promesa de un reino, sino por venganza. Porque, al final, lo único que me quedaba era el odio.

La diosa no necesitaba decir más. Las palabras se quedaban cortas frente a la magnitud de lo que me esperaba. Aceptaba el trato, pero sabía que mi alma ya no me pertenecía. Ni siquiera mi futuro. Y todo lo que quedaba era caminar hacia la oscuridad, hacia la guerra que ella había desatado.

Mi alma, la última chispa de humanidad que me quedaba, ya estaba condenada. Y aún así, tomé mi primer paso en este camino tortuoso. No porque deseara salvarme, sino porque deseaba ver caer a los que me habían dejado en ruinas. Y mientras mi alma se hundía más y más en esa espiral oscura, solo había una verdad que me mantenía en pie: la venganza sería mía.

—¿En qué momento de mi vida me vas a enviar? —pregunté, mi voz vibrando con una mezcla de ansiedad primitiva y la amarga anticipación que acompaña al destino cuando este se presenta como una sombra oscura. La pregunta se deslizó entre mis labios, arrastrando consigo la incertidumbre de no saber si la respuesta sería una bendición o una condena más.

La diosa, la figura etérea que se alzaba ante mí, apenas se inmutó. Su mirada, oculta tras el velo, era un océano profundo que contenía mareas de poder, de secretos de los cuales no deseaba ni imaginar la naturaleza. Su voz, sin embargo, llegó a mí como un susurro quebrado, pero cargado con el peso de todas las fuerzas cósmicas que gobernaban este y otros mundos.

—Al día de tu coronación —dijo, sus palabras flotando en el aire como cenizas de un fuego ya extinguido—. Desde allí, todo estará en tus manos. Pero si usas bien tu intelecto, si juegas tus cartas con astucia y sigues las corrientes de la vida con la paciencia de un depredador, podría brindarte ayuda… en ciertas ocasiones. —Su tono era un juego entre la tentación y la advertencia, la promesa de poder y la amenaza de la caída. Había un delicado equilibrio entre esperanza y fracaso, un filo tan fino que podía cortar la respiración.

Antes de que mi mente pudiera procesar sus palabras, la diosa apretó su agarre. Era como si su propia esencia se deslizara más cerca de mí, su presencia se intensificó hasta envolverme por completo. El aire que respiraba se tornó espeso, pesado, como si cada molécula de oxígeno estuviera impregnada con su energía. En ese instante, su cercanía dejó de ser un simple espacio vacío entre dos seres. Era un abismo, un abismo tangible que palpitaba entre nosotros. Su velo, ese manto de oscuridad que parecía absorber la luz misma, se acercó hasta estar a solo unos centímetros de mi rostro, y fue entonces cuando lo vi.

Sus ojos.

No eran simples ojos, no. Eran abismos donde se reflejaban las guerras olvidadas, las traiciones que nunca se contaron, los gritos de miles de millones almas condenadas. Eran pozos infinitos, de un poder tan oscuro que cualquier mortal se habría desvanecido al mirarlos, arrastrado por la voracidad de esa mirada. Pero lo que lo heló por completo fue la belleza de esa crueldad. Era una belleza que no pertenecía a este mundo, un brillo que provenía del mismo centro de la oscuridad. Una belleza tan terrible que heló su sangre, que paralizó mi corazón, que desterró cualquier atisbo de esperanza.

Y entonces habló. Su voz era veneno puro, una melodía de tortura y placer a la vez.

—Si eres de los primeros en morir, Ragnar —su susurro era como un látigo que cortaba el aire—, haré que cada momento de tu existencia sea indescriptiblemente doloroso. Cada aliento será un tormento, cada paso un naufragio. ¿Me has entendido?

El peso de sus palabras cayó sobre mí como una losa, una sentencia que no podía escapar. Mi cuerpo tembló, y mi alma misma gritó ante la amenaza que colgaba sobre mi existencia. Mis rodillas vacilaron, mi mente se tambaleó bajo la opresión de su mirada. No pude mantener la vista en sus ojos, ni siquiera si hubiera querido hacerlo. Bajé la cabeza, incapaz de enfrentar el abismo que me observaba.

—S-sí… l-lo entiendo —logré decir, las palabras apenas saliendo de mis labios, una súplica disfrazada de aceptación. Mi voz era un susurro quebrado, traicionando todo el terror que recorría mi cuerpo, el temblor que se apoderaba de su alma.

La diosa no dijo nada. Sus ojos desaparecieron detrás del velo, pero el peso de su presencia permaneció, dominando el espacio con la inquebrantable fuerza de su voluntad. Entonces, con una calma casi perturbadora, aflojó su agarre. Fue un gesto tan simple, tan mundano, pero cargado con la sensación de que todo lo que estaba por venir dependía de ese mismo movimiento. Como si el mundo se desmoronara y, al mismo tiempo, se reconstruyera en un solo instante.

—Bien. Entonces estás listo. —Su tono había cambiado, dejando de ser cruel y tomando una serenidad inquietante, como si hubiera aprobado mi decisión, pero también como si no tuviera otra opción más que seguir adelante. Como si fuera inevitable.

Cuando su mano se apartó, el vacío que dejaba era un abismo. La luz que la rodeaba estalló en una explosión cegadora, y el frío que la acompañaba se desvaneció para dar paso a una oscuridad aún más profunda, más aterradora. El vacío ya no era silencio. El silencio estaba lleno de promesas, de caos, de sangre. Y entonces, todo se desvaneció.

El tiempo se quebró. El mundo dejó de existir por un momento.

El juego había comenzado.