El reloj de mi celda es un sonido invisible, un ritmo pausado que se graba en mi mente, cada tic tac acercándome al final. Aquí, en este espacio reducido y helado, no hay tiempo para olvidar. Las paredes, teñidas de un gris que sugiere la muerte misma, me susurran historias que no quiero oír, pero no hay escapatoria de ellas ni de mi propia cabeza.
Cierro los ojos... Amada está ahí. No su rostro, no su sonrisa, sino el eco de su voz apagada, su cuerpo deshecho en un informe de autopsia que ni siquiera pude leer completo. ¿Cómo llegó todo a esto? ¿Cómo llegué yo a esto? Me lo pregunto una y otra vez, pero las respuestas son cuchillos que siempre me encuentran desarmado.
Recuerdo que una vez fui un chico dulce, vergonzoso y torpe, pero dulce. Me gustaba confiar en la gente, pensar que había bondad en el mundo, aunque el mundo no era amable conmigo. Amada decía que mi corazón era demasiado grande para un lugar tan pequeño como nuestra casa. Una casa donde mamá me miraba como si yo fuera un fantasma, el reflejo molesto del hombre que la había dejado con dos hijos y ninguna explicación. Ella siempre reservó su cariño para Amada, porque Amada era fuerza, belleza y carisma, todo lo que yo no era.
Pero Amada nunca me dejó atrás. Me defendía de los chicos que se burlaban de mi ropa sucia, de mi torpeza al hablar. Me defendía de mamá cuando su frustración se convertía en gritos dirigidos hacia mí. Era mi refugio, mi única persona constante. Y yo era su consuelo, especialmente cuando aquel imbécil la destrozó. Nunca me contó todo, pero lo suficiente como para que entendiera que había algo en este mundo más cruel que las palabras de mamá.
Me pregunto si fue ahí cuando algo cambió en mí. Cuando dejé de ver el mundo como un lugar de posibilidades y comencé a verlo como un campo de batalla. No inmediatamente, claro. Todavía seguía siendo el chico torpe, el que estudiaba Programación mientras Amada se abría paso en Derecho. Todavía creía que había futuro para nosotros, que podríamos construir algo mejor. Pero luego vinieron ellos.
No puedo ni decir sus nombres. No puedo pronunciarlos sin sentir que algo dentro de mí se rompe más. Esos tres que nos arrebataron todo, se llevaron a Amada y dejaron en su lugar un cadáver que no era ni la sombra de quien ella había sido. Dicen que los monstruos no existen, pero yo los vi, los enfrenté, y.... los maté. Y lo haría de nuevo, mil veces, si pudiera.
Aun así, aquí estoy, esperando que otro hombre decida cuándo apagar mi vida. No tuve la oportunidad de defenderme en la corte. Mi abogado me dijo que era mejor guardar silencio, que las pruebas hablarían por sí solas. ¿Qué pruebas? ¿El cuerpo de Amada? ¿Los rastros de su sangre en las manos de ellos? ¿Mis manos manchadas después, cuando decidí hacer justicia con mis propios términos? Nadie quiso escucharme. Nadie quiso entender que yo no era un asesino, sino un hermano, un hombre desesperado.
Ahora me llaman monstruo, igual que ellos, aunque a ellos no los llamaban así. ¿Es irónico, no? En mi celda, a veces pienso que tal vez tienen razón. Que algo en mí murió con Amada, que lo que quedaba era solo un animal rabioso buscando vengarse. Pero no. No lo creo. Hice lo que tenía que hacer porque nadie más lo iba a hacer.
El eco de sus risas, aquella noche en que la encontraron, todavía me atormenta. Me dijeron que se estaban divirtiendo, que solo era "una broma", en aquel momento Amada no quiso denunciarlos. ¿Una broma? ¿Cómo puede alguien reír mientras destruye a otra persona? Me lo pregunto, pero no hay respuesta, solo el silencio pesado de esta jaula.
No tengo miedo de morir. Lo que me duele, lo que me arranca cada fibra de humanidad que me queda, es que Amada murió sola, sin que yo pudiera salvarla. Prometí protegerla, como ella me había protegido a mí tantas veces, pero fallé. Y ahora, cuando la aguja finalmente perfore mi piel, cuando el veneno entre en mi sistema, no habrá nadie que me proteja a mí.
La justicia no existe. Lo aprendí tarde, pero lo aprendí. Existe la ley, sí, pero no la justicia. Si existiera, Amada estaría viva, y yo no estaría aquí. Pero el mundo no es un lugar para los soñadores, ni para los dulces, ni para los débiles. Es un lugar para los que saben destruir antes de ser destruidos.
Cierro los ojos de nuevo. El reloj sigue sonando en mi cabeza. Tic, tac, tic, tac. Estoy solo, como siempre, como nunca, y el único consuelo que me queda es saber que ellos no se rieron mucho tiempo.