La tormenta azotaba la ciudad con una furia que parecía atracar cada pedazo de calma que alguna vez conocí. París, siempre tan majestuosa y eterna, parecía desmoronarse bajo la lluvia torrencial. Fue en una noche así, cuando nací, desde entonces he sentido una atracción por la oscuridad, los días grises y lluviosos. Ese olor a lluvia me hace sentir relajada y feliz.
Yo, Serahine Deveraux, y soy hija única. Desde niña, supe que mi vida no seguiría el mismo curso que la de otros. Mi madre, Marina, era una mujer francesa de belleza distante, siempre envuelta en un aire de misterio que no lograba descifrar, ni siquiera cuando la observaba desde la distancia. De su pasado hablaba poco, excepto en esos momentos en que su mente divagaba por los laberintos de su fiebre. Era entonces cuando sus palabras se convertían en murmullos de antiguas tragedias familiares que provenientes de la antigua Grecia e Italia, los lugares de los que venían sus padres, aunque para mí, esas tierras parecían más míticas que reales.
En cambio, mi padre, André Deveraux, era un hombre que siempre me pareció ajeno, como si nunca hubiera pertenecido del todo a esta vida. Inglés de nacimiento, pero con raíces que entrelazaban linajes, Alemanes y Rumano, su historia familiar era un enigma más en la maraña de secretos que envolvían nuestra casa. A menudo, lo veía salir y entrar de la vieja mansión en la que crecí, siempre apurado, siempre cargando con algo que jamás me quiso contar. Su mirada se volvía seria cuando se enfrentaba a mi madre en su delirio, pero al estar conmigo su rostro parecía blando y su mirada cambiaba.
La casa, antigua y casi desmoronada, tenía pasillos que parecían no tener fin. Las ventanas nunca dejaban entrar del todo la luz del sol, y el aire siempre estaba cargado de un silencio inquietante. En las noches, podía jurar que oía pasos en las habitaciones vacías, como si algo o alguien más viviera entre esas paredes. Pero mi madre siempre me decía que era mi imaginación, una consecuencia de mi vida solitaria, aislada del mundo.
Recién cumplí doce años, la fractura en mi familia se hizo irreversible. Mis padres, siempre distantes y fríos, finalmente se separaron. Mi madre se quedó en París, y mi padre se fue a Nueva York, arrastrando consigo los fantasmas de su pasado. Yo, sin tener opción, tuve que elegir con quién vivir. A pesar de su carácter enigmático, decidí quedarme con mi madre, sintiendo que en su fragilidad escondía respuestas que yo necesitaba descubrir.
Con el paso de los años, la enfermedad de mi madre empeoró. Sus divagaciones se volvieron más frecuentes, y sus susurros se hicieron más oscuros. Hablaba de cosas que no tenían sentido, de sombras que la seguían, de presencias que no podía ver pero que siempre sentía. De un guardián que la protegía al dormir. Yo intentaba no prestarle atención, pero con cada día que pasaba, las dudas y el miedo crecían en mi interior.
El día que cumplí dieciséis años, mi madre apenas pudo levantar la vista para felicitarme. Su piel estaba pálida, casi translúcida, y sus manos temblaban incesantemente. Fue entonces cuando decidí partir a Nueva York para reunirme con mi padre. Quizás allí, lejos de las sombras de la mansión Ravencroft y de los susurros de mi madre, podría encontrar algo de paz. Pero lo que no sabía es que la oscuridad no se deja atrás tan fácilmente.
A medida que la enfermedad de mi madre avanzaba, sus delirios se volvían más intensos y perturbadores. Al principio, sus susurros incoherentes podían ser atribuidos a la fiebre, pero con el tiempo, algo más inquietante empezó a emerger de sus palabras. Me hablaba de un hombre, uno que decía haber visto en su habitación, parado a los pies de su cama en las noches más oscuras. Al principio pensé que era otro producto de su mente deteriorada, pero pronto comenzó a referirse a él con una familiaridad que me estremecía.
—Viene a verme todas las noches, Seraphine —me dijo una vez, con la mirada perdida en las sombras de su habitación. —Al principio me asustaba, pero ahora siento que puedo confiar en él. Me escucha... y me habla de ti.
A pesar de lo extraño de su confesión, no dije nada. Intenté razonar con ella, pero cada vez que mencionaba a ese supuesto visitante, lo hacía con una tranquilidad aterradora, como si esperara que yo también entendiera su presencia. Una noche, cuando la fiebre la consumía por completo, me confesó que le había contado todo sobre mí.
—Sabe que te irás pronto —susurró, sus ojos violetas empañados por la fiebre—. Le he contado quién eres, dónde irás. Él te encontrará, no te preocupes.
El miedo se apoderó de mí, pero decidí no seguir escuchando. Atribuí sus palabras al delirio, a la enfermedad que la consumía, aunque en mi interior algo comenzó a gestarse: una sensación de que mi madre no sólo estaba hablando por hablar. Había una frialdad en el ambiente, una opresión que se sentía en cada rincón de la vieja mansión, como si la casa misma estuviera observándonos.
Esa misma noche, mi madre murió.
La encontré al amanecer, su cuerpo quieto y frío bajo las sábanas, con una expresión de paz en su rostro que me inquietaba más de lo que me tranquilizaba. Sabía que había algo que no podía ver, algo que había estado en esa habitación con ella durante sus últimas horas.
Con su muerte, me convertí en la única dueña de la mansión Ravencroft. Pero no quería ese lugar. Las sombras que habitaban en sus muros, las historias enterradas en sus pasillos, todo lo que alguna vez me había parecido una realidad distante, ahora se cernía sobre mí con un peso insoportable. Los empleados, que habían servido fielmente a mi madre durante años, me miraban con incertidumbre cuando tomé la decisión de cerrar la propiedad.
—Les pagaré por sus servicios, y podrán buscar otros empleos —les dije, intentando sonar firme—. Esta casa no tiene nada más que ofrecer.
Uno por uno, se fueron, dejándome sola en aquella mansión vacía, en aquella tumba que alguna vez fue mi hogar. Hice que las puertas fueran cerradas para siempre, asegurándome de que nadie más pudiera entrar en ese lugar maldito. No tenía intenciones de volver.
Finalmente, con un corazón pesado pero decidida, empaqué mis cosas y tomé el vuelo a Nueva York, donde mi padre me esperaba. Creía que, al dejar atrás la mansión, las sombras que habitaban en ella se quedarían encerradas. Pero el recuerdo de las palabras de mi madre seguía resonando en mi mente.
"Sabe dónde irás... te encontrará."
No lo creía, no podía creerlo... pero el peso de aquellas palabras me seguía, y en el fondo, sabía que el destino que mi madre había profetizado estaba lejos de haberse cumplido.