La mansión de la Casa Augrim se encontraba en un distrito pobre en los anillos exteriores de la ciudad de Amalres. El paisaje era el de un campo descuidado y repleto de yuyos. El musgo cubría las lagunas y el barro pantanoso decoraba los caminos. De entre todas las viviendas de la zona, los territorios de los Augrim resultaban de los más atractivos. No había mayor lujo en toda la región, y a pesar de instalarse dentro de los límites de la gran ciudad capital, las riquezas y pertenencias de la familia se perdieron con el tiempo. Había visto épocas mejores, por supuesto, y eso era a lo que aspiraban los miembros restantes del clan.
Era de madera desvencijada, oscura y casi negra, un material muy ajeno a los lujos y privilegios de las clases más altas. Por supuesto, había más de una docena de familias influyentes en la ciudad, y muchas otras menores que les seguían en la pirámide jerárquica. De cualquier modo, los Augrim habían sabido ofrecer sus servicios cuando más se los había requerido. Las épocas actuales indicaban que dichos servicios ya no eran requeridos.
Los hijos más pequeños de la cadena de descendientes jugaban a las afueras del hogar. Ellos eran Nick, un joven de estatura media y figura bien mantenida, y Dara, una niña de no más de ocho años con muchos deseos de ver el mundo. Vestían con ropas de encaje que se veían algo sucias por el hecho de no contar con nada mejor. Ambos jóvenes tenían cabellos negros y Nick lo llevaba alborotado. Al muchacho, de unos diecinueve años, le encantaba seguirle la corriente a su hermana menor. Ella era muy diferente a lo que ofrecía la seriedad de los mayores. A pesar de doblarla en edad, Nick sentía que Dara era de las pocas criaturas que podía entenderlo.
—¡Si ya tuviera nueve años, te ganaría de un solo golpe! —dijo la niña, eufórica.
Al parecer los jóvenes estaban simulando un combate entre dos héroes pertenecientes a la Federación. Ellos que se adentraban en la Torre Infinita y emergían triunfantes y con gran poder.
—Tienes muchas ganas de que llegue tu cumpleaños, ¿no es así? —respondió Nick, cómplice.
—¡No es justo! ¡Tú ya eres un adulto!
Empuñaban espadas invisibles. Aunque, visto con más detalle, parecía que Dara utilizara un gran martillo a doble mano.
—No me lo recuerdes —suspiró Nick.
Chocaban con golpes que silbaban el aire y daban la impresión de en verdad estar combatiendo. En eso fue que, entre medio de las matas y cosechas, se apareció una mujer elegante que parecía darlo todo para lucir cada día más joven.
—Ten cuidado con tu hermana, Nick —habló aquella señora, de gran belleza a pesar de su edad avanzada—. Nada de desquitarse con una pobre niña indefensa.
Nick chistó y detuvo su avance.
—¿Y de qué habría de desquitarme yo? No hay rencor en mi interior.
—Un día como hoy, pero hace un año… —comenzó la mujer.
—Basta —cortó el muchacho, irritado con facilidad—. Estoy seguro de que esta vez me aceptarán en el examen de ingreso.
—Nunca lo he negado —se apresuró a aclarar su madre—. Pero entendería si hay sentimientos negativos buscando arañar el exterior.
—Eso a mí no me pasa —dijo Nick—. No soy un tarado.
—Pones palabras en mi boca, hijo mío. Jamás insinué eso.
—Pues es lo que haría un tarado. Ya sabes, amargarse durante todo un año sin gozar de un momento de paz. Todo por algo… bueno, es natural. En ese momento no reunía las condiciones necesarias. No los culpo…
—Tienes esa costumbre de aliarte con tus verdugos, Nick. —La mujer sonrió con soberbia—. Ellos te han lastimado, aquel día regresaste llorando. Míralo, un adulto recién hecho, de dieciocho años, refugiándose en las faldas de su madre.
—Lo exageras. No fue para tanto.
—Solo quiero decirte que, en el caso de volver a fracasar, serás recibido sin ningún tipo de juicio. He aprendido por fin que no debo remover el dedo en la herida.
—Perdóname, mamá, pero desde que empezaste hablar fue exactamente eso lo que hiciste.
La señora emitió un rugido apagado y se cruzó de brazos. Daba la impresión de que continuamente intentaba demasiado algo y forzaba situaciones para probar un punto del que no podía escapar. Nick era inteligente y perceptivo, además de que conocía muy bien a su madre.
—Discúlpame por preocuparme por el renombre de nuestra familia —dijo la señora con cierto tono agresivo—. Estás en la edad en la que todos los hombres Augrim dejaron su huella en el mundo. Vas atrasado, y de la manera que sea debes entenderlo.
Nick frunció el gesto de su cara y tragó saliva. Su hermana pareció entender el valor de las palabras y se aferró al regazo de su hermano, consolándolo.
—¿Para qué me dices todo esto? Si precisamente hoy iré a intentarlo de nuevo. Estoy dando los pasos que me exigen, y siempre doy lo mejor de mí. ¿Acaso crees que ayudan tus reprimendas?
—Si hubieras dado lo mejor de ti, no seguirías en el mismo lugar. Nick, si vuelves a fracasar, creeré que te agrada continuar en este lugar de anonimato. Tu padre y tus hermanos necesitan descanso. Los hermanos de tu padre y sus familias también. Todos somos parte de lo mismo, y eres el que sigue en la línea de sucesión. Fingir que luchas con Dara no es entrenamiento, es solo un juego. Espero que tengas en cuenta todo esto que te digo para cuando llegue el momento.
—Siempre lo tengo en cuenta…
—Qué bien.
A lo que la madre se volteó y regresó por el amplio portón arqueado que dejaba ver un patrón de roble seco. Nick perdió su mirada en el suelo de pasto y en los manchones secos del camino. Dara se alejó unos centímetros y lo miró con manos detrás de su espalda.
—¿Estás bien, Nick? —preguntó la niña, con inocencia.
Su hermano hizo una pausa, pero luego emitió una risa desinteresada y afiló su expresión.
—Mejor que nunca.
Y se apartó de la niña para ingresar a la mansión venida a menos. Dentro, un largo pasillo laberíntico que llevaba a otras habitaciones y pisos superiores. Aunque ganándose el término de mansión, lo cierto era que de lujoso solo tenía el tamaño apropiado para que una familia numerosa residiera allí. El detalle de los interiores era de alfombras verdes bordadas con oro y todo tipo de trofeos anticuados colgando y reposando. Los utensilios y alhajas parecían saqueados por una tribu de piratas, y los cuadros decorativos mostraban ilustraciones de próceres y héroes de la cultura local. También algunos artes conceptuales de regiones por fuera de la gran ciudad.
"No vale la pena abandonar la ciudad", pensó Nick. "Todos los tesoros del mundo se encuentran encerrados en esa torre".
Y cuánta razón tenía, pues en la ciudad de Amalres había sido alzada la llamada Torre Infinita, en donde se rumoreaba que todas las criaturas de leyenda y países exóticos fueron replicadas con exactitud en un ascenso interminable hacia lo más alto de la divinidad. Por supuesto que el objetivo de Nick era el de explorar ese calabozo eterno y hacerse con gran potencia.
Caminó en dirección a una de las escaleras en caracol que llevaban a los aposentos de arriba. Ignoró a uno de sus hermanos mayores cuando se lo cruzó de frente, como si no importara su existencia. Lo mismo sentían de él, después de todo.
Entonces llegó a su habitación, la más pequeña con diferencia. Era un claustro, muy apagada y con aroma de encierro. Nada de luz natural, pues así lo prefería el joven adulto. Al lado de su cama de mantas ocres pudo ver su mesa de noche. En ella reposaba un tomo de cuero arrugado con muchísimas inscripciones y garabatos de tinta. El muchacho lo miró unos segundos y posó sus dedos en los glifos escritos. Apretó el ceño y cerró el tomo con fuerza. Luego volteó y allí vio su compañera de trifulcas; era una espada tradicional, muy liviana y de poca belleza. Junto con ella, un escudo de chapa en forma de triángulo con unas pinturas rupestres que habían sido añadidas por él mismo en momentos de aburrimiento.
Ahora con el tomo colgando de su cinturón, se dirigió hacia el armamento y titubeó antes de empuñarlo. Cierto dolor se hizo presente en una mueca triste, y desvió la mirada unos instantes, rechinando los dientes. Pero, armándose de valor, se agachó y acarició el metal del escudo, así como el filo de la espada. No estaba orgulloso de su calidad, pero sí de lo mucho que le habían servido.
—No se vayan a romper justo hoy —dijo Nick, nervioso.
Entonces guardó el escudo a sus espaldas y su espada dentro de una funda dispersa en el suelo. Era humilde, pero era lo que tenía. Después de todo, la Casa Augrim no se había caracterizado por sus artes de guerra ni siquiera en sus épocas de gloria.
En el camino fuera, muchos miembros de su familia lo estaban esperando, pues la hora se acercaba.
Entre ellos estaba su padre; un hombre menudo y de estatura algo menor que la de Nick. Relleno, pero con músculos contundentes, vestía con las galas de un cortesano en tonos marrones y anaranjados. A su lado, su madre, con una expresión crítica pero justa. Luego, otros dos de sus hermanos mayores, quienes le seguían en orden de nacimiento, y estos eran ligeramente más altos que Nick, aunque no más musculosos. Lo observaban con curiosidad y sin muchas expectativas. También estaba su hermana mayor, bastante bonita al parecerse a su madre. Llevaba cabello recogido en trenzas.
Ellos ocupaban distintas posiciones en la sala principal, cerca del portón, y Nick pretendió escaparse lo antes posible sin tener que oír ninguna de las palabras que estuvieran por pronunciar. No fue el caso.
—Hijo —habló su padre, tajante—, confío en ti. Todos lo hacemos. El honor de la Casa Augrim está en tus manos, pues eres el único con deseos de volverse un héroe de la Federación, hecho y derecho.
Nick no lo miraba, y sus hermanos intercambiaban gestos de subestimación que sugerían que la misma conversación ya se había repetido unas cuantas veces. Su padre continuó.
—Si logras por fin representar a nuestra familia en las filas de los guerreros legendarios que escalan la torre, recuperaremos gran parte de la gloria que alguna vez ostentamos.
En eso llegó Dara por la puerta, algo tímida y sin ánimos de hacer mucho ruido para no interrumpir el sermón. A ella Nick sí la miró, directo a los ojos.
—Vi que has estado trabajando duro y te has vuelto más fuerte. Puedo… bueno, se nota por cómo las ropas te quedan más ajustadas que la última vez.
—Creo que es sobrepeso, padre —dijo uno de los hermanos mayores.
El otro se unió con una risa espantosa y entre ambos se entendieron mejor que nadie. La hermana mayor, a pesar de esbozar una sonrisa, no se mostraba maliciosa ni con deseos de burlarse. En su lugar, fijó su mirada en la de su hermano menor, sin pestañear.
—Como sea —retomó el cabecilla de la Casa Augrim—. La grasa y la masa también agregan fuerza al cuerpo, ¿sabes? Es mejor estar rellenito que ser un palo de escoba.
—Papá, eso no ayuda… —calló Dara, con precaución.
—¡Bah! Da lo mismo —intentó evadir el padre—. Mi punto es que todos nosotros estamos de tu lado y queremos lo mejor para la fam- ¡para ti! ¡Jaja…! Este día es muy importante, y estás a un paso de lograr dejar tu marca. ¡Cuánto hemos batallado para que este momento llegara! Ya tus hermanos hacen mucho por nosotros, es la hora de que aportes tu grano de arena.
Y esa misma chispa de odio se encendió en Nick. Había tocado aquel tema delicado una vez más. Esas frases exactas, esa elección de palabras. Cada una desencadenaba emociones negativas en el joven adulto. Pues eran pasivo-agresivos con él, a diario y anualmente.
—Se me hace tarde, padre —dijo Nick, pretendiendo cerrar la conversación lo antes posible, a pesar de que en verdad tenía más tiempo para disponer.
—¡Oh, sí! ¡cómo no! Vuelvo a darte mis bendiciones, hijo mío. Y las de todos.
Nick miró a cada uno de los presentes. Sus hermanos mayores asintieron con algo de seriedad exagerada, como si en verdad no les importara, pero tuvieran que quedar bien. Su hermana mayor no mostró expresión alguna, y su madre lucía un rostro disconforme. Dara se acercó corriendo a su hermano y lo tomó de las manos. Él no pudo evitar sonreír y por un momento se le olvidó lo irritado que estaba.
—¡Tú puedes, Nick! —dijo la niña.
Entonces el hermano asintió con gran positividad, quizás engañándose a sí mismo o sobreactuando una confianza que no existía. De cualquier modo, así fue como abandonó la vivienda de su familia, tan abarrotada de gente como para estar por estallar, y se encontró de nuevo con la brisa reconfortante del viento. Una vez fuera, dio un amplio vistazo al horizonte que ofrecía ese cielo de brillante morado. Las nubes parecían capas de polvo estelar, y sabía que todo eso era por la influencia del poder totalitario del Rey Dios Rimblandt.
Posó la mirada en el sendero a su derecha, por donde continuaba la ruta principal del poblado. Desde ese punto, tan apartado de la prole y la alta sociedad, tendría al menos tres horas de viaje. Si no tenía la suerte de encontrar una carreta o un transporte público que lo acercara y acortara camino, se podría ampliar ese tiempo estimado.
Uno de los vecinos, un anciano muy pequeño, se encontraba sentado a las afueras de su hogar y apoyado sobre su bastón. Él siempre era chismoso y le gustaba pasar más tiempo fuera que dentro. Le dirigió unas palabras al muchacho.
—¡Eh, Nick! ¡Si terminan aceptándote, te asignarán una habitación en el centro de la ciudad! ¡Pasarás a vivir rodeado de lujos! ¡Jajajaja!
—Algo me dice que extrañaré mi hogar —respondió Nick, extrañamente sincero, y sin saber a qué sentimiento hacerle caso primero.
—Si los años me han enseñado algo, es que uno puede sabotear sus propios esfuerzos. —El viejo hablaba con una ceja más levantada que la otra—. Si te vuelven a rechazar es porque te gusta mucho tu camita y la comida de mami. ¡JAJAJAJA!
—Esperemos que solo sea eso.
Dejando las risas exacerbadas del anciano atrás, Nick emprendió viaje hacia el anillo central de la ciudad, en donde la mayor cantidad de abundancia residía. Pareciendo casi un estado ajeno y por completo distinto a lo que sugería el paisaje de su mansión, se sentía agradecido de poder volver a intentarlo.