A mi parecer, no hay nada más misericordioso en el mundo que la incapacidad del cerebro humano de correlacionar todos sus contenidos.
Vivimos en una plácida isla de ignorancia en medio de mares negros e infinitos, pero no fue concebido que debiéramos llegar muy lejos.
Hasta el momento las ciencias, cada una orientada en su propia dirección, nos han causado poco daño; pero algún día, la reconstrucción de conocimientos dispersos nos dará a conocer tan terribles panorámicas de la realidad, y lo terrorífico del lugar que ocupamos en ella, que sólo podremos enloquecer como consecuencia de tal revelación, o huir de la mortífera luz hacia la paz y seguridad de una nueva era de tinieblas.
Los teósofos han adivinado la imponente grandeza del ciclo cósmico en el
que nuestro mundo y la raza humana no son sino un incidente transitorio.
Los filósofos han hecho insinuaciones acerca de extrañas supervivencias en
términos que podrían helar la sangre si no se enmascarasen tras un suave
optimismo.
Pero no procede de ellos la visión de épocas prohibidas que me hace sentir escalofríos cada vez que pienso en ella y me vuelve loco en mis sueños.
Esa pequeña visión, como todas las pavorosas visiones de la realidad,
fue el producto de una reconstrucción accidental a partir de varias cosas
diferentes, en este caso un antiguo artículo de periódico y las notas de un
profesor fallecido.
Espero que nadie más sea capaz de repetir esta reconstrucción; de hecho, si yo viviera lo bastante, jamás aportaría
conscientemente un solo eslabón más a tan horrible cadena. Creo que el
profesor también tenía intención de silenciar aquella parte de la que tuvo
conocimiento, así como de haber destruido sus notas si no le hubiera
sobrevenido una repentina muerte.
Mi conocimiento del asunto se remonta al invierno de 1926-27 momento
en que tuvo lugar la muerte de mi tío abuelo George Gammel Angell, profesor
emérito de Filología Semítica en la Universidad de Brown, en Providence,
Rhode Island. El profesor Angell era una autoridad reconocida en
inscripciones de la antigüedad, y con frecuencia habían recurrido a él los
directores de museos importantes; a esto se debe que su fallecimiento a la edad
de noventa y dos años sea recordado por muchos.
En el ámbito local el interés
se acrecentó por las oscuras circunstancias de su muerte. El profesor sufrió
una extraña dolencia mientras volvía del barco de Newport; tal y como dijeron
los testigos, se derrumbó de repente tras haber recibido el empellón de un
negro con aspecto de marinero que había salido de uno de los raros y oscuros
callejones de la escarpada pendiente que constituía un atajo entre los muelles y
la casa del difunto en Williams Street. Los médicos fueron incapaces de encontrar ningún trastorno visible, pero terminaron por apuntar, tras una discusión, que la causa de la muerte debía ser una lesión desconocida del corazón, causada por el rápido ascenso de un hombre ya mayor por una colina
tan pronunciada.
En aquel momento no vi razón alguna para disentir de ese
dictamen, pero más tarde me vi inclinado a cuestionarlo… e incluso más que
cuestionarlo.
Como heredero y albacea de mi tío abuelo, que había muerto viudo y sin
hijos, debía examinar sus papeles con cierta minuciosidad; a tal fin llevé todos
sus archivos y cajas a mi alojamiento en Boston. La mayoría del material que
correlacioné será publicado más adelante por la Sociedad Americana de
Arqueología, pero había una caja que me resultó sumamente misteriosa, y que
me sentí reacio a enseñar a otros ojos que los míos.
Estaba cerrada, y no encontré la llave hasta que se me ocurrió buscar en el llavero que el profesor llevaba siempre en su bolsillo. Entonces pude abrirla, pero parece que fuera
solamente para toparme con una barrera más fuerte e infranqueable. ¿Cuál
podía ser el significado de aquel extraño bajorrelieve de arcilla, y de los
inconexos apuntes, notas y recortes que encontré? ¿Había comenzado mi tío a
creer semejantes supercherías en sus últimos años? Decidí emprender la
búsqueda del excéntrico escultor responsable de aquel claro trastorno de la paz mental de un anciano.
El bajorrelieve era una tosca pieza rectangular de algo más de dos
centímetros de grosor y con una superficie de unos trece por quince; de origen
evidentemente moderno. Por el contrario, su diseño distaba mucho de resultar
moderno en lo que se refiere al tema y a lo sugerido por la obra ya que, aunque
los caprichos del cubismo y el futurismo son muchos y descabellados, no
suelen servir para reproducir la enigmática regularidad que se esconde tras la
escritura prehistórica y, ciertamente, el grueso de aquellos diseños parecía ser
algún tipo de escritura. Sin embargo, y a pesar de estar muy familiarizado con
los papeles y colecciones de mi tío, la memoria me fallaba al intentar
identificar a qué tipo pertenecía, o incluso al intentar recordar alguna pista de
la más remota afinidad de aquella con otras escrituras.
Sobre esos presuntos jeroglíficos se encontraba una figura con evidente
propósito pictórico, aunque su ejecución impresionista impedía hacerse una
idea clara de su naturaleza.
Parecía tratarse de algún tipo de monstruo, un símbolo que lo representase, o una forma que sólo una imaginación enfermiza
podría llegar a concebir. No estaría traicionando al espíritu de aquella cosa si
digo que mi imaginación, algo calenturienta de por sí, creía percibir en ella, de
forma simultánea, las figuras de un pulpo, un dragón, y una caricatura de ser
humano. Una cabeza viscosa y cubierta de tentáculos destacaba sobre un
cuerpo grotesco y escamoso con unas alas rudimentarias; pero era el perfil
general de toda ella lo que resultaba más espantoso. Detrás de la figura quedaba insinuado un ciclópeo trasfondo arquitectónico.
Los escritos que acompañaban a aquella rareza, dejando a un lado un
montón de recortes de prensa, habían sido escritos hace poco de la mano del
profesor Angell, y no había pretensión literaria alguna en su estilo. Lo que
parecía ser el documento principal se titulaba «CULTO DE CTHULHU» en
caracteres trazados concienzudamente para evitar una lectura equivocada de
una palabra tan inaudita. El manuscrito estaba dividido en dos secciones,
estando titulada la primera «1925-Los sueños y trabajos sobre los sueños de H.
A. Wilcox, 7 Thomas St., Providence, Rhode Island», y el segundo «Narración
del inspector John. R. Legrasse, 121 Bienville St., Nueva Orleans, La., 1908
A. A. S. Mtg. Notas sobre los mismos y sobre el relato del profesor Webb». El
resto de los papeles manuscritos eran notas breves, algunas de ellas acerca de
extraños sueños de personas diversas, y otras, menciones de libros y revistas
teosóficos (particularmente el Atlantis y el continente perdido de Lemuria de
W. Scott-Elliot).
El resto eran comentarios acerca de longevas sociedades secretas y cultos secretos, con referencias a varios pasajes de fuentes mitológicas y antropológicas como puedan ser La rama de oro de Frazer y la
Brujería en la Europa occidental de la señorita Murray. Los recortes aludían a
extrañas enfermedades mentales y a una ola de locura o demencia colectiva
que tuvo lugar en la primavera de 1925.
La primera mitad del manuscrito principal daba cuenta de un suceso
bastante peculiar. Parece ser que el 1 de Marzo de 1925, un hombre moreno y
delgado, de aspecto neurótico y excitado, se presentó en casa del profesor
Angell llevando el singular bajorrelieve, todavía húmedo y fresco. En su
tarjeta de visita aparecía el nombre Henry Anthony Wilcox, y mi tío lo
reconoció como el benjamín de una excelente familia que le resultaba
conocida. En los últimos tiempos el joven Wilcox había estado estudiando
escultura en la Escuela de Diseño de Rhode Island y viviendo solo en el
edificio Fleur-de-Lys, cercano a dicha institución.
Wilcox era un joven precoz
de genio reconocido pero de una gran excentricidad, y ya desde la niñez había
entusiasmado a gente con las extrañas historias y sueños que tenía por
costumbre relatar. Decía de sí mismo que era «psíquicamente hipersensible»,
pero la gente formal de aquella antigua ciudad comercial le tomaba
simplemente por un «tipo rarito».
Al no mezclarse demasiado con sus
compañeros de estudio se apartó gradualmente de la vida social, y en aquel
momento sólo se relacionaba con un grupo de estetas de otras ciudades.
Incluso el Club de Arte de Providence, en su celo conservacionista, lo dejó por
imposible.
Con motivo de la visita, según se leía en el manuscrito del profesor, el
escultor pidió bruscamente la ayuda de mi tío para que, dados sus
conocimientos arqueológicos, identificara los jeroglíficos del bajorrelieve.
Habló de una manera tan distraída y afectada, y que indicaba tal presunción,
que anulaba cualquier simpatía que pudiera sentirse por él. Mi tío le contestó
con cierta brusquedad, ya que la notable frescura de la tablilla implicaba
parentesco con cualquier cosa excepto con la arqueología. La réplica del joven
Wilcox, que impresionó a mi tío hasta el punto de recordarla y anotarla al pie
de la letra, estuvo caracterizada por un matiz fantásticamente poético que
debió marcar sin duda toda la conversación, y que tal y como he podido
comprobar más tarde, resultaba muy propio de él. Lo que dijo fue: «¡Claro que
es nueva! La hice la pasada noche en un sueño que tuve sobre extrañas
ciudades; y los sueños son más antiguos que la ensoñadora Tiro, la
contemplativa Esfinge, o la misma Babilonia cercada de jardines».
Fue entonces cuando comenzó su inconexo relato, que de repente avivó un
recuerdo aletargado de mi tío, y se ganó su fervoroso interés. La noche
anterior había tenido lugar un leve terremoto, el de mayor intensidad de los
últimos años en Nueva Inglaterra; y la imaginación del joven Wilcox había
resultado fuertemente afectada. Al irse a dormir tuvo este un sueño sin
precedentes sobre ciclópeas ciudades de titánicos sillares de piedra y
monolitos que alcanzaban el cielo, chorreando todo el conjunto légamo de
color verde y anunciando un horror latente. Los muros y pilares estaban
cubiertos de jeroglíficos, y desde algún punto bajo el suelo le llegó una voz
que no era tal; una sensación caótica que tan solo la imaginación podría
transliterar en sonido, cosa que intentó hacer por medio de un revoltijo casi
impronunciable de letras: «Cthulhu fhtagn».
Este galimatías fue la clave para que el profesor recordase algo que le
preocupaba y confundía. Preguntó al escultor con minuciosidad científica, y
estudió con intensidad casi frenética el bajorrelieve en el que el joven se
encontraba trabajando cuando, helándose de frío y vestido sólo con su pijama,
despertó de repente y se sorprendió al ver lo que hacía. Mi tío culpaba a su
edad, como dijo Wilcox posteriormente, de su lentitud en reconocer los
jeroglíficos y el diseño pictórico. Muchas de sus preguntas le parecieron fuera
de lugar al visitante, especialmente cuando el profesor intentó encontrar
conexiones entre Wilcox y extrañas sectas y sociedades. Wilcox no pudo
entender las repetidas promesas de silencio que le fueron ofrecidas a cambio
de admitir su pertenencia a una extendida organización religiosa de carácter
pagano o místico. Cuando el profesor se convenció de que Wilcox ignoraba la
existencia de cualquier tipo de culto o de saber arcano, no dudó en asediar a su
visitante solicitándole futuros informes acerca de sus sueños. Esto dio su fruto
de una forma continuada, ya que tras la primera entrevista el manuscrito hace
constar las visitas diarias del joven en las que relataba sorprendentes
fragmentos de imágenes oníricas cuyo principal contenido era siempre alguna
terrible panorámica de carácter ciclópeo, y de piedra oscura y chorreante, a la
que acompañaba una voz o inteligencia subterránea que de forma monótona profería enigmáticos impactos sensoriales imposibles de transliterar salvo en
un galimatías. Los dos sonidos repetidos con más frecuencia mencionados en
las cartas, eran «Cthulhu» y «R'lyeh».
El 23 de Marzo, según apuntaba el manuscrito, Wilcox no apareció; las
pesquisas en su alojamiento revelaron que había sido asaltado por una especie
inusual de fiebre y que había sido llevado a la casa de su familia en Watterman Street.
Wilcox había estado gritando durante la noche, despertando a varios de
los otros artistas que vivían en la residencia, y desde entonces sólo había
manifestado estados alternativos de inconsciencia y delirio. Mi tío se apresuró
a telefonear a la familia, y desde ese momento en adelante prestó una gran
atención al caso, llamando a menudo a la consulta del Dr. Tobey en Thayer
Street, al enterarse de que era el médico de Wilcox. Al parecer, la febril mente
del joven se explayaba sobre cosas extrañas; y a ratos el doctor se estremecía
al oír hablar de ellas. Tales visiones no se limitaban a la repetición constante
de cosas soñadas con anterioridad, sino que aludían locamente a una
gigantesca cosa «de kilómetros de altura» que caminaba, o se movía, pesadamente.
En ningún momento llegó a describir por completo a aquel ser, pero algunas palabras frenéticas y ocasionales, repetidas por el doctor Tobey, convencieron al profesor de que debía ser idéntico a la monstruosidad sin
nombre que había tratado de representar en aquella figura esculpida en sueños.
El doctor añadió que cualquier referencia a este objeto suponía, sin excepción,
el preludio del hundimiento del joven en un estado letárgico. Extrañamente su
temperatura no estaba muy por encima de la normal; pero su condición, por lo demás, indicaba la presencia de una auténtica fiebre y no de un trastorno mental.
Alrededor de las 3 de la tarde del 2 de Abril, todo rastro de la enfermedad
de Wilcox desapareció de repente. Este se sentó sobre la cama, asombrado de
encontrarse en casa de sus padres, y completamente ignorante de lo acontecido
en los sueños o la realidad desde la noche del 22 de Marzo. Tras darle de alta
el médico, Wilcox tardó sólo tres días en volver a su alojamiento; pero en
adelante dejó de interesar al profesor Angell. Todo rastro de sueños extraños
se había desvanecido al llegar su recuperación, y mi tío dejó de tomar nota de
sus visiones oníricas tras una semana de explicaciones irrelevantes y sin
sentido acerca de sueños corrientes.
Aquí termina la primera parte del manuscrito, pero algunas referencias a
ciertas notas dispersas me dieron mucho en lo que pensar, hasta el punto de
que sólo el arraigado escepticismo que caracterizaba mi filosofía por aquel
entonces, era capaz de explicar mi continua desconfianza por el artista. Las
notas en cuestión eran las que describían los sueños de varias personas a lo
largo del mismo periodo en que el joven Wilcox había experimentado sus
extrañas visitaciones. Parece ser que mi tío inició rápidamente un sistema increíblemente ramificado de investigación entre casi todos los amigos a los
que podía preguntar, sin parecer impertinente, acerca de sus sueños nocturnos así como de la fecha de cualquier visión fuera de lo común que hubieran
experimentado en tiempos recientes. Según parece, la acogida de su solicitud
resultó muy variada, pero al menos debió recibir más respuestas de las que una
sola persona podría ser capaz de atender sin la ayuda de un secretario. La
correspondencia original no ha sido conservada, pero sus notas al respecto
forman un minucioso y significativo resumen. La gente normal de la vida
social y de los negocios —la «sal de la vida» de la sociedad de Nueva
Inglaterra— dio un resultado negativo casi en su mayoría, aunque hubo algún
que otro caso aislado de intranquilas e indefinidas visiones nocturnas, siempre
entre el 23 de Marzo y el 2 de Abril, periodo que coincidía con el delirio del
joven Wilcox. Aquellos dedicados a la ciencia no resultaron mucho más
afectados, aunque cuatro casos de vagas descripciones podrían sugerir la
existencia de visiones fugaces de extraños paisajes, y uno de ellos hacía
incluso mención a un miedo ante algo anormal que pudiera sobrevenir.
Fue de los artistas y poetas de quienes llegaron las respuestas pertinentes, y
sé perfectamente que se hubiera desatado el pánico entre ellos de tener
posibilidad de comparar sus notas. A la vista de aquello, y faltando las cartas
originales, llegué a sospechar que el recopilador había formulado preguntas
tendenciosas, o que había redactado la correspondencia de forma que quedase
corroborado lo que él, de forma latente, estaba resuelto a confirmar. Esta es la
razón por la que continué pensando que Wilcox, de alguna forma al corriente
de ciertos datos del pasado en posesión de mi tío, había estado
aprovechándose del veterano científico. Las respuestas de aquellos estetas
daban forma a una inquietante historia. Desde el 28 de Febrero al 2 de Abril
una gran proporción de ellos había soñado con cosas muy extrañas, siendo la
intensidad de estos sueños incongruentemente mayor durante el periodo
correspondiente al delirio del escultor. Más de la cuarta parte de los que
informaron acerca de algo, decían haber tenido visiones y escuchado sonidos
no muy distintos de los que Wilcox había descrito. Alguno de los soñadores
confesó haber sentido un miedo intenso hacia una cosa gigantesca e
innombrable, visible casi al final. Uno de los casos descritos con más énfasis
en las notas fue realmente lamentable. El sujeto, un arquitecto de renombre
con ciertas inclinaciones hacia la teosofía y el ocultismo, enloqueció
violentamente el día del ataque de Wilcox, y falleció unos meses más tarde
tras gritar de manera incesante que le salvaran de un ser huido del mismísimo
infierno. Si mi tío hubiera hecho referencia a estos casos por el nombre y los
apellidos y no mediante un número, yo mismo hubiera hecho un intento de
corroborar todo mediante una investigación, pero tal como estaban, sólo tuve
éxito en seguir la pista a unos cuantos. Sin embargo, estos confirmaron lo
registrado en las notas. Con frecuencia me he preguntado si todos los sujetos encuestados por mi tío se sentirían tan confundidos como estos pocos. Es mejor que jamás reciban explicación alguna al respecto.
Los recortes de prensa, como ya he dado a entender, aluden a casos de pánico, manía, y excentricidad que tuvieron lugar durante el periodo en cuestión.
Sin duda el profesor Angell debió contratar los servicios de una agencia de recortes de prensa, ya que la cantidad de extractos era enorme, y estos procedían de fuentes muy diversas repartidas por todo el globo. Uno
trataba acerca de un suicidio nocturno en Londres, donde una persona que
dormía sola había saltado por una ventana tras proferir un grito espantoso.
Había otro que consistía en una inconexa carta, dirigida al director de un
periódico sudamericano, en la que un fanático deducía un catastrófico futuro a
partir de ciertas visiones que había tenido. Un comunicado procedente de
California describía a una colonia de teósofos vistiéndose de togas blancas
como preparativo de algún «glorioso cumplimiento» que jamás tuvo lugar,
mientras que las noticias llegadas desde la India hablaban con cautela acerca
de serios disturbios causados por nativos hacia finales de Marzo. Los ritos
orgiásticos del vudú se multiplican en Haití, y de los puestos avanzados
africanos llegaba información acerca de rumores y malos augurios. Las
autoridades americanas en Filipinas se encontraron con la agitación de varias
tribus por esas fechas, y en Nueva York la policía era acosada por multitudes
de tez aceitunada la noche del 22 al 23 de marzo. En la zona occidental de
Irlanda también abundaban los descabellados rumores y leyendas, y el pintor de temas fantásticos Ardois-Bonnot colgaba su blasfemo Paisaje Onírico en el
salón de primavera de París de 1926.
Fueron tan numerosas las alteraciones
que tuvieron lugar en los manicomios, que solamente un milagro hubiera sido
capaz de evitar que la cofradía médica advirtiese los extraños paralelismos y
sacase desconcertantes conclusiones de aquello. Un extraño montón de
recortes, que aún hoy no puedo concebir con qué insensible racionalismo fui capaz de desechar. Pero por aquel entonces ya estaba convencido de que el joven Wilcox conocía aquellas viejas cuestiones mencionadas por el profesor.