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El Hijo de Rostov

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Synopsis
En el corazón del poderoso Imperio Zeavosta, donde las tradiciones ancestrales y el poder militar dominan cada aspecto de la vida, Sergei Nikolaievich Rostov, el único hijo varón de una de las familias más influyentes, se enfrenta a una batalla interna más feroz que cualquier conflicto armado. Obligado a seguir los dictados de su despiadado padre, Nikolai, Sergei debe renunciar a sus sueños de libertad y a su futuro para proteger lo que más ama: sus tres hermanas, María, Inna y Lucya. Bajo la sombra de un matrimonio arreglado y un futuro marcado por el ingreso forzoso en la Real Academia Imperial, Sergei lucha por mantener intacta su humanidad. Sin embargo, cada elección que hace para salvar a su familia lo ata más fuerte a un destino que no ha elegido. En una sociedad implacable, donde el honor y el deber son más importantes que los deseos personales, Sergei deberá decidir hasta dónde está dispuesto a sacrificar su libertad por aquellos que ama.
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Chapter 1 - Prólogo

Bajo la sombra densa y retorcida de un roble envejecido, Sergei Nikolaievich Rostov observaba el lago a las afueras de Lyskova. La brisa, fría y cortante como una cuchilla de hielo, susurraba a través de las hojas secas que colgaban como recuerdos marchitos del árbol. Sergei respiró profundamente, intentando apagar la rabia que le quemaba el pecho, pero lo único que logró fue llenar sus pulmones de un aire cargado de melancolía.

—Sergei Nikolaievich Rostov —murmuró, pronunciando su nombre como si escupiera veneno. La amargura se le enredaba en la garganta mientras llenaba su pipa con tabaco, un hábito que había adoptado para acallar los demonios que le rugían en la mente. Encendió un fósforo y lo acercó a la pipa, su mirada fija en la pequeña llama que titilaba antes de ceder al humo gris que ascendía en espirales desordenadas, perdiéndose en la vastedad del cielo.

Sus ojos volvieron al lago, donde sus tres hermanas luchaban con torpeza infantil por pescar algo más que ramas y piedras. Ajenas a la tormenta que se arremolinaba dentro de él, sus risas y gritos infantiles se mezclaban con el rumor del agua. María, la mayor con catorce años, era el reflejo de su difunta madre: cabello castaño ondeando en el viento, ojos avellana llenos de una dulzura que Sergei ya no reconocía en su propia mirada. Las pecas en su rostro y su pequeña estatura la hacían parecer frágil, como si el mundo pudiera romperla con un simple soplido. Pero María era fuerte a su manera; era la que más se parecía a su madre no solo en apariencia, sino también en espíritu. Inna, la del medio, con doce años, tenía el cabello oscuro y lacio como él, pero en ella había una firmeza y una determinación que contrastaban con la delicadeza de María. Inna siempre había sido la más pragmática, la que no temía ensuciarse las manos o hablar con brutal honestidad. Y luego estaba Lucya, la pequeña de la familia, con apenas diez años. Lucya era la más inocente, con su cabello negro y ojos verdes, tan llamativos como los de su padre y los suyos propios. Ella era un recordatorio constante del vínculo de sangre que Sergei no podía romper, por más que lo deseara, un lazo que se enredaba en su garganta como una soga, apretando más con cada suspiro.

Sergei esbozó una sonrisa amarga mientras veía a sus hermanas pelearse con las cañas de pescar, frustradas y al borde de las lágrimas. Los sirvientes, fieles y cansados, se afanaban en calmarlas, intentando mitigar sus rabietas y pucheros con palabras suaves y caricias que parecían no surtir efecto. Era una escena que, en otro tiempo, le habría parecido divertida, pero ahora solo era un reflejo de la disfunción que corroía a los Rostov. No eran más que un eco descolorido de lo que alguna vez fue una familia; un eco que resonaba en los pasillos vacíos de la mansión, llena de recuerdos y sombras.

Había traído a las niñas lejos de la ciudad, lejos de la mansión que había dejado de ser un hogar, buscando darles un respiro del infierno que él mismo soportaba día tras día. Su padre, el maldito bastardo, se había vuelto más insoportable desde hacía dos semanas, cuando Sergei había cumplido veinte años. Dos décadas de vida, y ahora su existencia parecía colgar de un hilo delgado y frágil, forzada a someterse a los caprichos de un hombre que lo despreciaba con cada fibra de su ser. Todo había comenzado cuando se negó a aceptar un matrimonio arreglado con la familia Volkov y los Demidov, una unión que había sido pactada sin su consentimiento, como si él no fuera más que un peón en el juego de poder de su padre. Pero eso no fue lo peor; su negativa a ingresar en la Real Academia Imperial del Imperio Zeavosta había sido el detonante que desató una guerra sin cuartel entre padre e hijo, una guerra que amenazaba con destruir lo poco que quedaba de su cordura.

—"Es el deber de los Rostov" —le había espetado su padre, su voz cargada de desprecio y resentimiento—. "Eres mi único hijo, mi único heredero para seguir con la tradición de los Rostov." —Las palabras resonaban en la mente de Sergei como un martillo golpeando un yunque, una y otra vez, hasta que cada golpe lo dejaba más vacío, más roto—. "Te desheredaré, maldita decepción," —le gritaba, con los ojos inyectados de odio y las venas del cuello hinchadas por la furia—. "Tu madre estaría avergonzada del maricón que tuvo como hijo."

Cada insulto, cada golpe verbal, era como una daga que se clavaba en su carne, abriendo heridas tan profundas que ni el tiempo ni el olvido podrían sanar. Las peleas se habían vuelto tan intensas que ya no existía un solo día en el que no se gritaran hasta desgarrarse la garganta, hasta quedar sin voz, con el odio palpitando en cada mirada. Los objetos volaban por la habitación como proyectiles, reflejando la violencia de sus emociones desbordadas, y al final, ambos terminaban agotados, sofocados por la furia que los consumía. Sergei había llegado al punto de desear la muerte de su padre, un pensamiento que lo llenaba de repulsión, pero que, a pesar de todo, no podía desterrar de su mente.

Ese cabrón siempre había estado ausente, perdido en campañas militares que parecían interminables, como si la guerra fuera más importante que su familia. Cuando le daban descansos o permisos, su presencia en casa era apenas una sombra, una figura fría y distante que no sabía cómo ofrecer ni el más mínimo atisbo de afecto. ¿Qué clase de padre era ese, que no podía darle a su hijo ni un rastro de lo que significaba ser una familia? Sergei no era un imbécil, comprendía el deber que su padre tenía con el ejército, pero eso no justificaba la falta de cariño, la total indiferencia que siempre había sentido por él. No era solo la ausencia, sino la frialdad con la que trataba a su propia sangre, como si Sergei fuera una carga, un error que debía corregirse.

Nunca estuvo allí en los momentos que realmente importaban. No estaba en sus graduaciones, ni en los nacimientos de sus hermanas. Siempre en la guerra, siempre lejos, incluso en el funeral de su madre, la mujer que había soportado más de lo que cualquier ser humano debería soportar. Carajo, cómo la extrañaba. Ella no era perfecta, claro está. Era alcohólica, se dejaba golpear por su marido, y su sumisión era tal que a veces Sergei la despreciaba por ello. Pero al menos, ella estaba allí. A su manera, lo apoyaba, aunque su voz se quebrara al corregirlo, aunque las lágrimas a veces amenazaran con brotar de sus ojos mientras lo regañaba y al final era él quien la consolaba. Ella había sido el único pilar en su vida, aunque fuera uno frágil y a punto de colapsar, y ahora que ya no estaba, Sergei sentía que el mundo se desmoronaba a su alrededor, dejando solo ruinas y escombros donde alguna vez hubo amor y esperanza.

Mientras miraba el lago, Sergei sentía el peso de todo lo que había perdido, de todo lo que le habían arrebatado, y supo en ese momento que no había vuelta atrás. Su destino estaba sellado, y lo único que quedaba era decidir cómo enfrentaría el infierno que le esperaba.

Sergei dejó que el humo escapara lentamente de sus fosas nasales, observando cómo se disipaba en el aire. Era un intento desesperado de liberar sus pensamientos oscuros, de exorcizar los demonios que lo perseguían día tras día. Pero la realidad siempre lo encontraba, golpeándolo con la fuerza de un tren. Sus hermanas venían corriendo hacia él, sus ojos llenos de lágrimas y sus pequeños rostros contorsionados por la angustia.

—Sergei... —dijeron casi al unísono, sus voces entrecortadas y temblorosas. Se aferraron a él como si fuera su último refugio, como si en sus brazos pudieran encontrar un consuelo que el mundo les negaba.

María fue la primera en hablar, su voz rota por el llanto. Los sollozos se atragantaban en su garganta, haciéndola temblar.

—No podemos... —logró articular entre suspiros—, ningún pez viene y... y... —Su voz se quebró por completo, incapaz de completar la frase. La frustración se desbordaba en un llanto desesperado, sus lágrimas recorriendo las mejillas enrojecidas y dejando surcos húmedos en su piel.

Sergei las envolvió en un abrazo, atrayendo a las tres contra su pecho. Las niñas lloraban, empapando su camisa con lágrimas y mocos. Sentía su cuerpo temblar contra el suyo, la desesperación y la impotencia emanando de ellas como una energía palpable. Pero él no dijo nada, simplemente las sostuvo, intentando transmitirles un consuelo que él mismo no sentía. 

—Ya, ya, no sean unas lloronas. Ya son bebés grandes —murmuró, esbozando una sonrisa que era una mezcla de burla y ternura. Les acarició el cabello, enredando sus dedos en los mechones despeinados, buscando calmarlas.

—No soy una llorona... ellas sí —replicó Inna, alejándose del abrazo con un movimiento brusco. Intentaba sonar fuerte, pero el puchero en sus labios y los ojos enrojecidos la delataban—. Yo… yo solo vine a acompañarlas —agregó, su voz temblando al final, como si ni ella misma creyera sus palabras. Se frotó los ojos con el dorso de la mano, intentando ocultar las lágrimas que aún amenazaban con salir. 

Sergei suspiró y la atrajo de nuevo hacia él, sintiendo la tensión en sus pequeños hombros. 

Se rió suavemente, una risa que no era más que un suspiro pesado, cargado de compasión y de un cansancio que parecía haberse instalado en sus huesos. Inna siempre había tratado de ser la fuerte, la que no mostraba debilidad. Pero Sergei sabía que debajo de esa fachada dura había una niña que solo quería ser querida, comprendida, protegida.

—Hermanito... —la voz suave de Lucya rompió el silencio que se había instalado. Sus grandes ojos verdes, todavía húmedos por el llanto, se levantaron hacia él, llenos de una mezcla de inocencia y esperanza—. Enséñanos otra vez... —pidió, su voz temblando ligeramente, pero con una dulzura que podría haber desarmado al hombre más frío.

Sergei les ofreció una sonrisa suave, una de esas que rara vez se permitía a sí mismo. Sus labios se curvaron lentamente, y en ese pequeño gesto, parecía haber un rastro de la persona que alguna vez había sido antes de que el peso del mundo cayera sobre él.

—Está bien, Lucy —murmuró, suavizando su voz hasta convertirla en un murmullo cálido, casi un susurro que solo ellas pudieron escuchar.

Con un esfuerzo que le costó más de lo que admitiría, Sergei se inclinó para recoger a Lucya en sus brazos, sintiendo el ligero peso de su hermana menor contra su pecho. Ella se acurrucó en su hombro, su respiración aún entrecortada por el llanto, pero más tranquila bajo el calor protector de su hermano. Al mismo tiempo, con sus manos fuertes, tomó a María e Inna, sintiendo cómo sus dedos temblorosos se aferraban a los suyos. Era como si, en ese contacto, buscaran anclarse a algo sólido, algo que les diera la seguridad que tanto necesitaban en un mundo que se volvía cada día más incierto y hostil.

Los guió de regreso al lago, sus pasos lentos y medidos, como si estuviera conduciendo un cortejo frágil de esperanzas rotas y sueños infantiles. Sus hermanas lo seguían de cerca, pegadas a él, como si Sergei fuera la única constante en un mar de caos y confusión.

Los sirvientes, conscientes de su presencia, se acercaron a ellos, murmurando disculpas por no haber podido consolar a las niñas, llenos de un arrepentimiento que Sergei apenas registró. La culpa y la preocupación se reflejaban en sus ojos, pero Sergei, con una simple seña, les indicó que los dejaran solos. No tenía la energía ni la paciencia para lidiar con más formalidades o excusas. Sabía que lo único que sus hermanas necesitaban en ese momento era a él, y eso, por muy desgastado que se sintiera, era algo que no podía delegar en nadie más.

Los sirvientes se retiraron en silencio, dejando que Sergei y sus hermanas volvieran a sumergirse en la tranquilidad tensa del entorno. El lago, tan inmóvil como antes, los esperaba, su superficie quieta como un espejo que reflejaba un cielo gris y cargado de nubes. Sergei se arrodilló junto a la orilla, bajando a Lucya con cuidado para que volviera a tomar su lugar junto a la caña de pescar. María e Inna se acomodaron a su lado, con sus ojos aún llenos de lágrimas, pero con un atisbo de determinación renovada.

Después de unas horas, cuando las tres se cansaron o se aburrieron y el sol comenzaba a hundirse lentamente en el horizonte, Sergei decidió que era momento de volver a casa. El aire se volvía más frío, y las sombras alargadas de los árboles se extendían como brazos oscuros sobre el lago, envolviendo el lugar en un manto de melancolía crepuscular. La risa y el bullicio infantil que habían llenado el aire durante la tarde se desvanecieron poco a poco, reemplazados por un silencio apacible, solo interrumpido por el canto de las aves que se preparaban para la noche.

Sergei llamó a los sirvientes, quienes acudieron rápidamente para recoger los peces que las niñas habían atrapado con tanto esfuerzo. Los animales se debatían todavía en las redes, sus cuerpos plateados brillando a la luz menguante, un recordatorio silencioso de la lucha constante por la supervivencia. Los sirvientes, eficientes y meticulosos, prepararon el carruaje y ensillaron los caballos, sus movimientos rápidos y precisos, fruto de años de práctica.

Mientras observaba a los hombres trabajar, Sergei sentía el peso del día sobre sus hombros, no solo el cansancio físico, sino también el agotamiento emocional de mantener una fachada de calma y fortaleza. Él sabía que su vida era una serie de decisiones difíciles, y que, en un mundo donde las emociones se consideraban una debilidad, él no podía permitirse flaquear. Se subió a su caballo, un imponente semental negro de ojos salvajes, y se preparó para marcharse.

Justo cuando estaba acomodándose en la silla de montar, sintió la presencia de sus hermanas a su lado. Las tres lo miraban con ojos grandes y suplicantes, aquellos ojos de cachorro que siempre lograban desarmarlo. Sus rostros, aún sonrojados por el frío, reflejaban una mezcla de expectación y deseo.

—Queremos cabalgar contigo —dijeron las tres al unísono, sus voces entrelazándose en una súplica que sabía que no podía ignorar.

Sergei suspiró, sintiendo una punzada de resignación. Sabía que estaba mal consentir sus caprichos, que tenía que enseñarles a ser fuertes y autosuficientes en un mundo que no les daría tregua. Pero también sabía que, en esos momentos, necesitaban algo más que disciplina; necesitaban a su hermano mayor, alguien en quien confiar, alguien que les ofreciera un respiro del peso de la realidad.

—Está bien —murmuró, cediendo como tantas veces antes. Su voz era baja, pero había un tinte de ternura que no pudo evitar—. Pero no se acostumbren.

Con un gesto rápido, dio la orden, y María e Inna corrieron emocionadas hacia los caballos. Cada una tomó las riendas con manos aún torpes, pero llenas de una determinación infantil. Montaron con dificultad, ajustando las riendas y los estribos bajo la mirada vigilante de Sergei, quien no podía evitar sonreír al ver sus esfuerzos. A pesar de todo, eran pequeñas guerreras, y él se sentía orgulloso de su valentía.

Lucya, la más pequeña, miró a Sergei con ojos grandes y brillantes. Sin decir palabra, él la levantó con facilidad, colocándola delante de él en la silla de montar. Ella se acurrucó contra su pecho, su cuerpo pequeño y cálido encajándose perfectamente contra el suyo. Al sentir el suave peso de su hermana, Sergei no pudo evitar sentir un nudo en la garganta. Era un recordatorio constante de lo frágil y valioso que era todo lo que amaba.

Los cuatro cabalgaron juntos bajo el cielo que se teñía de tonos rojos y naranjas, como si el sol se desangrara lentamente sobre el horizonte, derramando su luz moribunda sobre la tierra. El viento frío de la tarde acariciaba sus rostros mientras avanzaban, llevándose consigo las preocupaciones del día, aunque fuera por un breve instante. Entraron en la ciudad de Lyskova, cuyas gruesas murallas, de poca altura pero sólidas, rodeaban las casas y los mercados como un abrazo de piedra. Las murallas no eran tan imponentes como las de las grandes ciudades, pero su resistencia era suficiente para soportar la artillería ligera. Desde que el zar Aleksandr III había llegado al poder, el país entero se había militarizado hasta los huesos.

Aleksandr III, con su voluntad de hierro y su ambición desmedida, había transformado el Imperio de Zeavosta en una máquina de guerra. No era un hombre de medias tintas; sus decretos eran tan severos como su mirada, y no había rincón en el vasto imperio donde su influencia no se sintiera. Sergei no era un académico pacifista que se quejara de todo, ni un nacionalismo belicista que idolatraba cada despliegue militar. Para él, la guerra era como el clima: inevitable, incontrolable, y mejor no pensar demasiado en ello a menos que te afectara directamente. 

Bajo el mando del zar, los ejércitos se habían reestructurado según los principios de los Severians, un pueblo legendario por su disciplina férrea y su eficiencia letal. Sus tácticas eran brutales y directas, diseñadas para aniquilar al enemigo antes de que pudiera siquiera reaccionar. Aleksandr III había copiado este modelo con precisión despiadada. Los rifles más avanzados, la artillería más devastadora, los oficiales más competentes. No había espacio para la debilidad en sus filas. El ejército del zar era una fuerza temida por todos: un monstruo de millones cabezas dispuesto a devorar cualquier cosa que se interpusiera en su camino.

Era sorprendente que un imperio tan vasto como Zeavosta pudiera mantener tal nivel de eficiencia militar. Con más de un 2,034,000 efectivos por ejercito, y solo en las regiones menos habitadas había al menos entre doscientos a trescientos ejércitos, el ejército del zar era un gigante que aplasta todo a su paso. Y estos números solo contaban los ejércitos de las zonas remotas; las fuerzas en las ciudades más grandes y en las fronteras eran aún más colosales, una presencia constante de acero y pólvora que mantenía a raya a los enemigos y a los súbditos por igual.

Sergei sabía todo esto gracias a las clases militares obligatorias de su padre, quien le había enseñado más sobre estrategia y tácticas de guerra de lo que Sergei jamás había querido saber. En Lyskova, una ciudad de importancia estratégica debido a su ubicación y a sus recursos, había cuatro familias poderosas que controlaban tanto la economía como la política local. La primera era la suya, los Rostov, una familia de militares muy prestigiosa, cada varón había servido al ejército imperial desde hacía generaciones, ganándose tanto respeto como miedo en igual medida.

Luego estaban los Volkov, una familia de burgueses poderosos que habían amasado una fortuna en la industria textil y el comercio. Eran astutos y siempre sabían en qué dirección soplaba el viento político, adaptándose con rapidez a los cambios del imperio. Los Ivankov, por su parte, eran de linaje noble, dueños de una gran parte de la ciudad y de vastas tierras circundantes. Su influencia no provenía soló de su título, sino de una red de alianzas y matrimonios que se extendía por todo el país. Finalmente, estaban los Dubrovsky, una familia de burgueses que habían ganado poder y riqueza con el paso de las generaciones, primero en el comercio y luego invirtiendo en minas de hierro y carbón, esenciales para la maquinaria de guerra del imperio.

Cada una de estas familias tenía sus propios intereses y ambiciones, y la tensión entre ellas era palpable, como una cuerda tirante que amenazaba con romperse en cualquier momento. En Lyskova, la política y el poder no eran meros conceptos abstractos, sino la sangre y el latido del día a día. Era una danza constante de maniobras y traiciones, de alianzas rotas y acuerdos secretos, y Sergei observaba todo con una indiferencia que apenas lograba ocultar su desdén. Para él, eran simplemente piezas en un tablero de ajedrez que él no había pedido jugar, movidas por fuerzas que apenas comprendía y en las que no tenía ningún deseo de participar.

Pero la suerte, o más bien la falta de ella, había dictado lo contrario. Su padre, un hombre más inclinado a los negocios y la política que a las emociones, había arreglado su compromiso con la hija única de los Volkov. Era un trato que aseguraba una alianza estratégica entre ambas familias, una consolidación de poder que beneficiaría tanto a los Rostov como a los Volkov en el cambiante panorama político del Imperio. Sergei no conocía a la mujer, y la verdad, tampoco le importaba conocerla. No había nadie especial en su vida, nadie que le hiciera desear el matrimonio, pero tampoco quería casarse con la hija de los Volkov o con la de los Demidov, otra opción que su padre había considerado. Para él, la idea de casarse por conveniencia era tan repulsiva como participar en los juegos de poder que tanto despreciaba.

Mientras cabalgaba junto a sus hermanas por las calles empedradas de Lyskova, veía las miradas de los transeúntes. Algunas de respeto, otras de envidia, y otras más de temor. Los Rostov eran conocidos por su riqueza y poder, pero también por su implacabilidad. En una ciudad donde la supervivencia dependía de saber a quién adular y a quién traicionar, ser visto como un Rostov tenía sus ventajas y sus desventajas. Pero todo eso le daba igual. Lo único que le importaba era llegar a casa y mantener a sus hermanas a salvo de todo el veneno que parecía infiltrarse en cada rincón de su vida.

Finalmente, llegaron a los terrenos de la mansión Rostov, que en teoría era su hogar, aunque para Sergei era más una prisión de oro que otra cosa. La mansión era enorme, opulenta e imponente, una monstruosidad de piedra blanca con torres altas que parecían querer rasgar el cielo. Los muros estaban decorados con relieves de antiguas batallas y victorias familiares, recordatorios constantes de la gloria y la sangre que corrían por las venas de los Rostov. La entrada principal era un arco de mármol pulido, flanqueado por estatuas de leones en bronce que parecían desafiar a los visitantes con su mirada fija y feroz.

Los jardines que rodeaban la mansión eran vastos y meticulosamente cuidados, con setos recortados en formas geométricas y fuentes que brotaban en elegantes arcos de agua. En los días de verano, los senderos de grava eran frecuentados por damas y caballeros que paseaban en busca de sombra bajo los robles centenarios, susurrando rumores y compartiendo chismes bajo la apariencia de una conversación casual. Para un observador externo, la mansión Rostov era el epítome de la grandeza y el poder; pero para Sergei, era un recordatorio constante de las cadenas invisibles que lo ataban a un destino que no había elegido.

Poco después de su llegada, los sirvientes que los habían acompañado al lago también llegaron, llevando consigo los peces que las niñas habían pescado. Los sirvientes, siempre atentos y silenciosos, descargaron los peces con eficiencia, evitando cruzar miradas con Sergei. Sabían que él prefería que lo dejaran en paz, especialmente cuando regresaba de sus raras salidas con sus hermanas. Para ellos, era un patrón distante, frío y difícil de comprender, pero que siempre pagaba bien y exigía poco más que lealtad y discreción.

Sergei desmontó de su caballo y ayudó a Lucya a bajar, sus manos grandes y firmes sosteniéndola mientras sus pies tocaban el suelo. Ella le dedicó una sonrisa tímida, y él le revolvió el cabello con suavidad antes de volverse hacia las puertas de la mansión. María e Inna ya habían saltado de sus caballos y corrían hacia la entrada, sus risas resonando en el aire de la tarde. 

Las enormes puertas de roble se abrió ante Sergei con un chirrido que resonó en la quietud de la tarde, como un lamento lejano de algún fantasma atrapado en los ecos del pasado. La entrada reveló el interior de la mansión Rostov, un laberinto de pasillos interminables y habitaciones grandiosas, cada una más opulenta que la anterior. Las paredes estaban revestidas de madera oscura, tallada con intrincados diseños de hojas y bestias mitológicas que parecían cobrar vida bajo la luz titilante de los candelabros de cristal.

Pinturas antiguos colgaban de los muros, representando escenas de gloriosas batallas libradas por los antepasados de Sergei, momentos congelados en el tiempo que intentaban recordar a todos los que entraban que los Rostov eran más que simples mortales; eran guerreros, héroes de carne y hueso. El suelo de mármol negro y blanco brillaba bajo la luz de los candelabros, reflejando los altos techos abovedados decorados con frescos de cielos tormentosos y ángeles de rostros severos. En las esquinas, pedestales de piedra sostenían bustos de emperadores olvidados y figuras de bronce de fieros leones, sus ojos de ónix fijos en los intrusos como si estuvieran vigilando el lugar desde tiempos inmemoriales.

El aire dentro de la mansión era frío y denso, como si todo el calor del día hubiera sido excluido deliberadamente. Cada paso que daba Sergei hacía eco en los vastos pasillos, resonando como un trueno apagado que se perdía en la distancia. Había un silencio inquietante en el lugar, roto solo por el lejano chasquido de la madera en el fuego y el murmullo ocasional de los sirvientes que trabajaban en las sombras, siempre presentes pero nunca vistos. A lo lejos, un reloj de pie marcaba el tiempo con un tic-tac monótono, recordando a Sergei el peso de los años que se acumulaban sobre sus hombros.

Avanzó por el vestíbulo, sus botas resonando contra el mármol, cada paso una declaración de su presencia en un lugar que nunca había sentido realmente como suyo. Pasó por delante de una gran mesa de caoba, pulida hasta brillar, sobre la cual descansaba un candelabro de plata tan grande que parecía más apropiado para iluminar una catedral que un simple vestíbulo. Los espejos con marcos dorados reflejaban su figura mientras caminaba, multiplicando su imagen en un laberinto de reflejos que lo hacían sentirse aún más atrapado.

Sin detenerse, Sergei dio órdenes a los sirvientes que se materializaran a su alrededor como sombras obedientes. Señaló a un grupo para que se llevaran a sus hermanas a sus habitaciones y las ayudarán a bañarse.

—Asegúrense de que el agua esté caliente —añadió con voz firme, recordando cómo las niñas detestaban los baños fríos.

A otros les entregó el pescado que habían traído del lago, pidiéndoles que los prepararan para la cena.

—No olviden usar las hierbas del jardín. Lucya detesta el sabor a tierra del pescado sin sazonar —indicó sin mirarlos, conociendo demasiado bien los caprichos de sus hermanas.

Justo cuando pensaba en retirarse a su habitación para disfrutar de un momento de soledad, uno de los sirvientes se acercó rápidamente, su rostro tenso y nervioso, como si temiera dar malas noticias.

—Joven amo, el señor Nikolai me ordenó llevarlo con él cuando regresara —dijo, inclinando ligeramente la cabeza en señal de respeto—. Sígame, por favor.

Sergei sintió un nudo formarse en su estómago. Su padre no era un hombre que llamara a la gente a la ligera. Cada palabra, cada gesto de Nikolai Rostov, estaba calculado, como un general que mueve a sus tropas en un tablero de guerra. Nikolai no toleraba la debilidad, y mucho menos en su propio hijo. Sergei asintió sin decir una palabra, siguiendo al sirviente por un pasillo iluminado por velas, cada paso aumentando su sensación de inquietud.

El camino hacia el despacho de su padre parecía más largo de lo habitual, cada tramo de corredor alargándose como si la mansión quisiera retenerlo, atraparlo en su laberinto de riqueza y poder. Pasaron junto a más puertas cerradas, tras las cuales Sergei sabía que se ocultaban salones de baile vacíos, bibliotecas repletas de libros polvorientos que nadie leía y habitaciones de invitados que rara vez veían visitantes. Todo en la mansión hablaba de grandeza y lujo, pero también de soledad y aislamiento, como un palacio encantado de alguna vieja leyenda.

Finalmente, llegaron a una puerta de doble hoja decorada con intrincadas tallas de dragones entrelazados, símbolo de la familia Rostov. El sirviente llamó suavemente antes de abrirla, revelando el despacho de Nikolai. La habitación era un reflejo de su dueño: austera pero imponente. Las paredes estaban revestidas de paneles de madera oscura, decoradas con retratos de antiguos patriarcas de la familia, sus ojos severos siguiendo a Sergei mientras entraba. El escritorio de Nikolai, una pieza monumental de roble tallado, estaba cubierto de documentos y mapas, cada uno un testimonio de los negocios y estrategias que gobernaban la vida del hombre.

Nikolai Rostov estaba de pie junto a la ventana, mirando hacia los jardines con una expresión que Sergei había aprendido a temer desde niño: una mezcla de desaprobación y cálculo frío. Al escuchar la puerta, se volvió lentamente, sus ojos verdes clavándose en los de su hijo como dos pozos sin fondo.

—Sergei —dijo Nikolai con voz grave, cada sílaba pesada con el peso de la expectativa y la exigencia—. Tenemos mucho de qué hablar.

Sergei sintió cómo el aire en la habitación se volvía más denso, como si las paredes mismas conspiraran para aplastarlo. No era la primera vez que se enfrentaba a su padre en esa sala, pero cada encuentro dejaba una cicatriz invisible que llevaba consigo, un recordatorio constante de que nunca estaría a la altura de las expectativas de Nikolai. Tomó aire y respondió con brusquedad, su tono desafiante pero sin poder ocultar la nota de resentimiento que resonaba en su voz.

—¿Qué quieres? —dijo Sergei, su mirada fija en la de su padre. Tal vez una parte de él aún le temía a ese hombre, pero no estaba dispuesto a mostrarlo. Apretó los dientes, resistiendo el impulso de agachar la cabeza como lo hacía de niño. No, ya no era un cachorro asustado. Podía tener miedo, pero no significaba que iba a ser un perro sumiso a su supuesto amo.

Nikolai giró lentamente para enfrentarlo, y una media sonrisa sin gracia se dibujó en sus labios. Había algo en la forma en que su padre lo miraba, una mezcla de desdén y una retorcida especie de orgullo, como si se alegrara de ver que Sergei no había perdido completamente su espíritu.

—De repente, te crecieron las bolas, mocoso —le espetó Nikolai mientras se acercaba a él. 

Su padre era un hombre imponente, más de dos metros de altura y con la corpulencia de un roble viejo y endurecido. Su cabello, negro y cortado al estilo militar, le daba un aire aún más severo. Sus ojos, de un verde intenso y sin brillo, eran como piedras preciosas opacas, frías y calculadoras, siempre buscando una debilidad que explotar. Sergei no era un hombre bajo, medía un metro ochenta y era fuerte para su edad, pero junto a Nikolai se sentía pequeño, insignificante, como un niño que aún no había crecido lo suficiente para llenar los zapatos de su padre.

Nikolai se detuvo a escasos centímetros de Sergei, tan cerca que podía sentir el calor de su aliento y el olor a tabaco impregnado en su ropa. La tensión en el aire era palpable, como un hilo a punto de romperse, y Sergei luchó por mantener su postura firme, por no ceder ante la intimidante presencia de su padre.

—Dime qué mierda quieres para largarme —dijo Sergei, intentando imponer su voluntad en la situación. Su tono era firme, pero había un temblor apenas perceptible en sus palabras, una grieta en la fachada de dureza que intentaba mantener.

Nikolai se rió, un sonido bajo y gutural que resonó en la habitación como un trueno distante. Su risa no tenía humor, solo un desprecio que era casi tangible.

—Mira quién se cree hombre ahora —dijo Nikolai, su voz goteando sarcasmo—. Escucha bien, Sergei. Este no es un juego. No me importa cuántos aires de grandeza te des; aquí dentro, tú sigues siendo mi hijo. Y harás lo que yo diga, cuando yo lo diga.

Sergei apretó los puños, sus uñas clavándose en las palmas de sus manos. Sentía una mezcla de rabia e impotencia arder en su pecho, un fuego que amenazaba con consumirlo por completo. Quería gritar, golpear algo, pero sabía que eso solo le daría a Nikolai más poder sobre él.

—¿Y qué es lo que quieres que haga ahora, padre? —respondió Sergei con un esfuerzo visible por controlar su tono. La palabra "padre" salió de sus labios como si fuera un veneno, un recordatorio de la sangre que compartían pero que los separaba aún más.

Nikolai lo observó por un largo momento, sus ojos verdes recorriendo cada centímetro del rostro de Sergei, evaluando cada pequeño gesto, cada leve temblor en las facciones de su hijo. Sus pupilas parecían pozos sin fondo, llenos de una rabia contenida y un desprecio que Sergei había aprendido a reconocer desde su infancia. Era la misma mirada que lo había seguido en cada error, en cada fallo, en cada momento en que no había estado a la altura de las imposibles expectativas de su padre.

Finalmente, Nikolai se giró hacia su escritorio, su enorme figura proyectando una sombra que cubría la habitación entera. Con un movimiento brusco, tomó un documento del montón de papeles que se acumulaban en el escritorio, y lo arrojó sobre la mesa frente a Sergei con un golpe seco. El sonido resonó en la habitación como un disparo, haciendo eco entre las paredes frías y desnudas.

—Sabes lo que quiero —gruñó Nikolai, su voz baja pero cargada de amenaza—. No te hagas el idiota, Sergei. Quiero que cumplas con el deber de los Rostov. Y eso incluye casarte con alguna de las herederas que te he señalado. Me da igual la que escojas. 

Nikolai señaló el documento con un dedo grueso y lleno de cicatrices, su expresión enfureciéndose aún más. 

—Estos son los papeles de tu ingreso a la Academia Imperial, en la capital. Solo firma, y puedes largarte.

Sergei miró el papel, sus ojos ardiendo con una furia contenida, su mandíbula tensa mientras sus manos se cerraban en puños. Podía sentir la sangre golpeándole las sienes, cada latido un tambor de guerra en su cabeza. Respiró hondo, tratando de mantener el control, pero sus palabras salieron en un susurro feroz, cargado de veneno.

—¿Cuántas putas veces te tengo que decir que no voy a ir a la academia militar? —dijo Sergei, su voz temblando de ira.

Nikolai reaccionó antes de que Sergei terminara de hablar. Su mano se movió con la velocidad de una serpiente, buscando el rostro de Sergei en un intento de golpearlo. Pero Sergei, por puro reflejo, esquivó el puño de su padre. Sin embargo, no fue lo suficientemente rápido para evitar la garra que se cerró alrededor de su cuello.

—Escúchame bien, pedazo de mierda —gruñó Nikolai, apretando con fuerza, sus dedos enterrándose en la carne de Sergei mientras lo levantaba ligeramente del suelo—. Yo...

Se detuvo abruptamente cuando Sergei, en un acto desesperado, le dio un cabezazo directo a la nariz. El impacto fue suficiente para que Nikolai aflojara su agarre, y Sergei se cayera al suelo, jadeando mientras trataba de recuperar el aliento que se le había escapado.

Pero Nikolai se recuperó rápidamente. Apenas tambaleó un segundo antes de que su furia se transformara en una fuerza brutal e imparable. Con un rugido, se lanzó contra Sergei, embistiendo con todo su peso. El impacto los llevó hacia atrás, golpeando la mesa con fuerza y rompiéndola en el proceso. El sonido de la madera partiéndose resonó en la habitación como un trueno, y los papeles volaron por el aire como aves asustadas.

Antes de que Sergei pudiera reaccionar, su padre ya estaba sobre él, golpeándolo con puños cerrados y llenos de una fuerza casi inhumana. Cada golpe era un martillazo, cada impacto una explosión de dolor que reverberaba por todo su cuerpo. Sentía cómo las costillas se le quebraban, cómo la piel se le rasgaba bajo la furia implacable de Nikolai.

Sergei levantó los brazos para protegerse, pero los golpes de su padre eran demasiado fuertes, demasiado rápidos. Sentía el sabor metálico de la sangre en su boca, el calor de su propia sangre corriendo por su rostro. La habitación giraba a su alrededor, y cada segundo se sentía como una eternidad.

—¡¿Te crees que puedes desafiarme, maldito mocoso?! —gritaba Nikolai, su voz rugiendo como una bestia enfurecida mientras seguía golpeando a Sergei—. ¡¿Te crees que tienes alguna maldita opción aquí?!

Sergei apenas podía escuchar las palabras entre los golpes y el dolor. Su mente estaba nublada, su visión se oscurecía por momentos. Pero aún así, en el fondo de su ser, se negaba a rendirse. Con cada golpe que recibía, se aferraba a la pequeña chispa de orgullo que aún ardía en su interior, la única cosa que Nikolai no podía quitarle, no importaba cuántos huesos rompiera.

Con un último esfuerzo desesperado, Sergei consiguió girarse lo suficiente para empujar a su padre con todas sus fuerzas, tratando de apartarlo. El impulso lo llevó hacia atrás, obligándolo a retroceder un paso. Nikolai se tambaleó, más sorprendido que herido por la resistencia de su hijo. Su expresión, sin embargo, no tardó en endurecerse de nuevo, como el acero golpeado por el martillo.

—Eres un inútil, Sergei —escupió Nikolai, su voz cortante y fría—. Y siempre lo serás, a menos que empieces a comportarte como un verdadero Rostov.

—Jódete, idiota —respondió Sergei, sin vacilar, escupiendo sangre en el suelo. Pero esas palabras fueron como un nuevo disparo de artillería en su batalla, y su padre, con una furia renovada, intentó embestir de nuevo. Los ojos de Nikolai brillaban con una mezcla de ira y desprecio, y su cuerpo entero se tensaba como un animal salvaje a punto de atacar.

Por puro milagro, Sergei logró detener la embestida, plantando sus pies firmemente y usando todo su peso para contrarrestar el empuje de Nikolai. Con lo poco que le quedaba de fuerza, giró sus caderas y utilizó el impulso de su padre en su contra, lanzándolo al suelo con un golpe seco. 

No perdió tiempo. Se arrojó sobre Nikolai, primero lo golpeó con los puños, pero viendo que no había mucho efecto, usó sus codos bajando con brutalidad sobre la cara y el pecho de su padre. No había nada de limpio en la pelea, ni de honorable. Era una lucha a muerte entre dos hombres que compartían más odio que sangre. Cada golpe resonaba con un sonido sordo, la carne chocando contra la carne, los huesos crujían bajo la fuerza de los impactos.

Pero Nikolai no era un hombre que se dejara vencer fácilmente. Con un rugido que resonó por toda la habitación, recuperó el control, agarrando a Sergei nuevamente por el cuello con una mano mientras con la otra le golpeaba el costado. La fuerza de su agarre era implacable, los dedos se clavaban en la carne como garras de hierro. Desesperado, Sergei escupió en uno de sus ojos, mezclando saliva y sangre en un último acto de desafío.

Fue una mala idea.

Nikolai, enfurecido, lo lanzó contra la pared con un movimiento que parecía más de bestia que de hombre. Sergei sintió el impacto en cada hueso de su cuerpo, la cabeza golpeando la pared con un sonido hueco que le hizo ver estrellas. Intentó levantarse, pero apenas tuvo tiempo de alzar las manos frente a su rostro cuando vio la rodilla de su padre dirigirse a su cara.

El golpe fue mitigado por sus manos, pero aún así, el impacto lo lanzó de nuevo contra la pared. Su cabeza se estrelló contra la piedra, y un dolor punzante recorrió su cráneo como una ráfaga de hielo. Antes de que pudiera reaccionar, Nikolai lo tomó del cabello y lo levantó, tirando de él con una fuerza brutal. En momentos como ese, Sergei odiaba haber dejado su cabello tan largo. Cada tirón era como un cuchillo cortando su cuero cabelludo.

Nikolai acercó su rostro al de Sergei, tan cerca que pudo sentir el aliento caliente de su padre contra su piel, y la frialdad en su voz le heló la sangre.

—Tienes algo de bolas, y de ese espíritu de un verdadero Rostov, bastardo —escupió Nikolai, su voz áspera como el filo de un cuchillo. Pero había algo más en sus palabras, una amenaza sutil que se escondía bajo la máscara de furia.

—Déjame aclararte algo —continuó, su voz ahora en un susurro amenazante que hacía que cada palabra se clavara en Sergei como una daga envenenada—. Si no firmas esos papeles, te expulsaré a ti y a tus hermanas de esta casa. Te quitaré toda herencia, y te dejare en la calle. A tus hermanas les pasará lo mismo o peor. Las casaré con algún burgués o noble que me convenga, y no me importará lo que les suceda. Así que si no quieres verlas sufrir, sé un hijo obediente y firma los malditos papeles. Acepta esos matrimonios, porque créeme, no me importaría casarme o solo tener un segundo hijo varón. Preferiría no perder el tiempo, vas a facilitarme las cosas? A facilitarlas para todos.

Sergei temblaba, pero no de miedo. La rabia hervía dentro de él, como lava burbujeante dentro de un volcán a punto de estallar. Sentía sus músculos tensarse, un temblor recorriéndole el cuerpo mientras las palabras de su padre se clavaban en su mente como cuchillas afiladas. Eran veneno puro, llenas de una crueldad calculada que solo un hombre como Nikolai podía manejar con tanta precisión y desdén. Cada palabra era una bofetada, cada amenaza una promesa que Sergei sabía que su padre no dudaría en cumplir.

Nikolai nunca vacilaba. Esa era su naturaleza. Un hombre que veía el mundo en términos absolutos: fuerte o débil, leal o traidor, útil o descartable. Para él, todo era una cuestión de poder y control, y Sergei, desde siempre, había sido una pieza difícil de manejar. Un hijo que no se ajustaba a sus expectativas, que no se doblegaba ante sus órdenes. Pero Nikolai tenía paciencia, la paciencia del cazador que sabe que tarde o temprano, su presa cometerá un error.

Sergei sabía que su padre no mentía. Podía ver la verdad en sus ojos fríos y calculadores, en la forma en que hablaba con esa calma mortal. Haría exactamente lo que decía, sin dudar, sin remordimiento. Lo expulsaría de la casa y a sus hermanas con él. Las entregaría como ganado al mejor postor, vendiéndolas a algún burgués de buena posición o algún noble decadente que le ofreciera la mayor ventaja. La idea de verlas sufriendo, de verlas convertidas en meros peones en los juegos de poder de su padre, era suficiente para hacer que su corazón se retorciera de dolor.

Sentía la bilis subirle por la garganta, el sabor amargo de la impotencia llenando su boca. Pero también sabía que firmar esos papeles significaría rendirse. Significaría aceptar un destino que no era suyo, convertirse en lo que su padre quería: un peón más en su tablero, obediente y sin voluntad. Y aunque cada fibra de su ser gritaba en rebelión, su poco orgullo hizo que bajara la mirada ante la gélida determinación de su padre.

No dejaría que sus hermanas sufrieran por su inútil orgullo. No permitiría que ellas pagaran el precio de su desafío. Respiro profundamente, tragando su orgullo junto con la sangre que todavía le goteaba de los labios partidos, y asintió levemente, apenas un movimiento de cabeza, pero suficiente para que Nikolai entendiera.

—Acepto —susurró en voz baja, casi inaudible, apenas un murmullo en el vasto silencio que había caído sobre la habitación.

Nikolai sonrió, una sonrisa sin calidez ni alegría, más bien un gesto de triunfo, de victoria asegurada. Sus dedos se relajaron y soltaron el cabello de Sergei, dejándolo caer al suelo con desdén.

—Bien, por fin actúas como un hombre —dijo, con una mueca que podría haber sido un intento de aprobación, aunque en sus ojos no había más que desprecio—. Incluso me diste una pelea algo decente, para ser un maldito inútil.

Las palabras de Nikolai eran como veneno, cada sílaba impregnada de un odio que sólo los años de resentimiento podían cultivar. Sergei no respondió. No había nada que decir. Se limitó a mirar a su padre, con los ojos llenos de una ira silenciosa, una furia contenida que ardía en su interior como una brasa latente, esperando el momento adecuado para estallar. Pero no hoy. Hoy, había perdido. Hoy, se había doblegado, no por él, sino por ellas. Por Maria, Inna y Lucya. Porque sabía que, aunque su padre era cruel, también era pragmático. Y por ahora, sus hermanas estaban a salvo. Pero sabía que esa seguridad era tan frágil como el hielo bajo sus pies. Un paso en falso, y todo se desmoronaría.

Nikolai se giró hacia su escritorio, recogiendo los papeles que había lanzado antes, y se los tendió a Sergei.

—Firma, y termina con esto. 

Sergei alargó la mano con renuencia, tomando la pluma que su padre le ofrecía, sintiendo el peso del futuro caer sobre sus hombros como una losa de mármol. El contacto del metal frío en sus dedos le hizo estremecerse, pero no por el frío, sino por lo que simbolizaba: la entrega de su voluntad, el sacrificio de su libertad. Cada trazo de la pluma sobre el papel era como una sentencia de muerte para sus sueños, cada letra una estocada a su orgullo. Podía escuchar el rasguido del acero sobre el papel como si fuera el eco de una campana fúnebre, un adiós silencioso a la libertad que nunca tendría, al hombre que nunca sería.

Pero no vaciló. Porque si había aprendido algo en sus años bajo el yugo de Nikolai Rostov, era que, a veces, vivir era más difícil que morir. Y Sergei estaba decidido a vivir, no por sí mismo, sino por sus hermanas, por su madre, por todo aquello que aún le importaba. Aunque fuera en contra de su padre, aunque fuera en contra de todo lo que alguna vez había deseado. La pluma se detuvo, y él levantó la mirada para encontrarse con los ojos de su padre, que brillaban con una satisfacción fría y calculadora. La sonrisa en los labios de Nikolai no era más que una mueca burlona, una muestra de triunfo absoluto.

—Bien —dijo Nikolai, con una voz que resonaba con la certeza de un verdugo al que no le importa el destino de su víctima—. Conocerás a tu prometida en unas semanas. Tu ingreso a la Academia Militar será en unos dos meses. Así que, simplemente, no me decepciones, entiendes. Eres mi único hijo, el heredero y continuidad del apellido. 

El tono era más una amenaza que una afirmación, un recordatorio de la cadena invisible que ahora lo ataba aún más fuerte a su destino. Sergei asintió lentamente, sin decir una palabra. Sentía que cualquier cosa que dijera sería usada en su contra, que cualquier muestra de emoción solo le daría a su padre más munición para usar contra él. Así que se mantuvo en silencio, conteniendo la rabia que aún burbujeaba dentro de él, la ira que lo quemaba desde adentro.

Dio media vuelta y salió de la oficina, cada paso resonando en el silencio opresivo de la mansión como el eco de un latido ensordecedor. Los pasillos parecían alargarse interminablemente, y cada cuadro en las paredes le parecía un testigo silencioso de su humillación. 

Algunos sirvientes, al verlo pasar con la cara ensangrentada y el semblante sombrío, se miraron entre sí con preocupación. Habían visto las peleas entre Sergei y su padre antes, pero algo en la manera en que Sergei caminaba, en la rigidez de sus hombros, les decía que esta vez había sido diferente. Más violenta, más definitiva.

—Un baño —solicitó Sergei, su voz un susurro apenas audible.

Los sirvientes se apresuraron a obedecer, moviéndose con la eficiencia y el silencio de quienes saben que el menor error puede costarles caro. Sus ojos se apartaban rápidamente de Sergei, como si el simple hecho de mirarlo demasiado tiempo pudiera condenarlos a la misma furia implacable que acababa de presenciar. Con la cabeza agachada, recogían con rapidez cualquier indicio de la reciente pelea: un trozo de madera astillada de la mesa rota, las manchas de sangre fresca sobre el suelo de mármol, e incluso las hojas de los papeles desparramados, algunas todavía húmedas con tinta y sangre. 

Sergei se dirigió hacia sus aposentos con pasos pesados, sintiendo cómo cada uno lo alejaba más de lo que alguna vez había sido. El eco de sus botas resonaba en los corredores como el golpeteo distante de un tambor de guerra. Cada gota de sangre que caía de su rostro y manchaba el suelo era una parte de él que se desvanecía para siempre, una fracción de su juventud, de sus sueños, siendo absorbida por las grietas de la fría piedra bajo sus pies. Podía sentir su propia rabia y desesperación pulsar en cada latido, mezclándose con el dolor físico y el agotamiento mental. 

Al llegar a su habitación, Sergei empujó la puerta con un gesto brusco. El cuarto era vasto y opulento, un reflejo de la riqueza y el poder de la familia Rostov. Las paredes estaban revestidas de paneles de madera oscura, con intricados grabados, cada detalle tallado a mano por artesanos que habían pasado meses en su creación. El suelo estaba cubierto por una alfombra persa de espeso tejido, cuyos colores habían sido elegidos para complementar la decoración severa pero majestuosa del lugar. Un gran escritorio de caoba se alzaba cerca de la ventana, con algunos libros y algunas plumas. A un lado, una cama con dosel de roble oscuro, cubierta de pesadas mantas de lana y sábanas de lino finamente bordadas, parecía más un trono que un lugar para descansar. Cada objeto, desde el reloj de pie que marcaba el tiempo con un tic-tac monótono hasta los candelabros de plata tallada en las paredes, hablaba de la opulencia de su linaje, pero también del peso de sus obligaciones.

Sin detenerse a contemplar la riqueza que lo rodeaba, Sergei se dirigió a la sala de baños, una pequeña cámara adjunta a su habitación. La luz tenue de una lámpara de aceite parpadeaba en las paredes de mármol blanco, creando sombras que bailaban en el vapor que llenaba el aire. La sala estaba dominada por una gran bañera de hierro fundido, con patas talladas en forma de garras de león, el esmalte interior aún reluciente pese a los años de uso. Unos grifos de bronce envejecido en forma de cabezas de dragón asomaban sobre la tina, y junto a ellos, una mesa baja con un jarrón de agua fresca y toallas de algodón perfectamente dobladas.

Dos sirvientas ya esperaban allí, inclinadas, con los rostros tensos por la anticipación y el miedo. Eran jóvenes, probablemente no mucho mayores que él, pero sus ojos mostraban una resignación que Sergei entendía demasiado bien. La primera, una chica de cabello castaño claro recogido en un moño bajo, mantenía la mirada fija en el suelo, evitando encontrarse con los ojos de Sergei. La otra, de cabellos oscuros y tez pálida, sostenía un cuenco de agua caliente con ambas manos, lista para comenzar la tarea de lavar las heridas que su amo había recibido a manos de su propio padre.

—Calienten más agua —ordenó Sergei con voz áspera, apenas controlando el temblor de sus manos mientras se desabrochaba la camisa manchada de sangre.

Las sirvientas se movieron rápidamente, con la precisión de quienes habían repetido la misma rutina mil veces antes, y se apresuraron a cumplir su petición. Mientras lo hacían, Sergei se dejó caer en el borde de la bañera, cerrando los ojos un momento. Sentía su cuerpo dolido y adolorido, cada músculo tenso, cada articulación gritando de dolor. 

Al abrir los ojos nuevamente, vio su reflejo en el espejo de bronce empañado que colgaba de la pared. La imagen que le devolvía la mirada era la de un hombre joven, de apenas veinte años, pero con el peso de una vida más larga y más amarga sobre sus hombros. Su rostro estaba hinchado y magullado, el labio partido y la mejilla izquierda manchada de sangre seca, pero lo que más destacaba era la mirada en sus ojos. No era la mirada de un hombre joven lleno de sueños y esperanzas, sino la de alguien que había visto demasiado, que había soportado más de lo que era justo. La de alguien que no se había quebrado, pero que ya no sabía cuánto más podría soportar antes de romperse del todo.

Se inclinó hacia adelante, apoyando las manos en el borde de la bañera, y exhaló un suspiro largo y pesado que pareció vaciarlo de todo. Una parte de él se preguntó cuántas veces más podría seguir levantándose después de caer, cuántas veces más podría soportar los golpes, tanto físicos como emocionales, antes de que algo dentro de él se quebrara de forma irremediable. Pero sabía que no tenía otra opción más que seguir adelante. No por él, sino por sus hermanas. Ellas eran su ancla, su razón para soportar cada humillación, cada golpe, cada orden.

Mientras se hundía lentamente en el agua caliente, sintió cómo sus músculos empezaban a relajarse, liberando la tensión acumulada por los eventos del día. El agua caliente le quemaba la piel al principio, pero era un dolor que acogía, un dolor que lo hacía sentir vivo, que le recordaba que aún podía sentir algo más allá de la furia y la frustración. Cerró los ojos, permitiendo que el calor envolviera su cuerpo, que el vapor llenara sus pulmones, que el silencio del baño lo envolviera como una manta. Pero su mente seguía en un estado de alerta furiosa, una mezcla de rabia y resignación que no podía apagar, que no podía ignorar. 

No había victoria en la pelea que acababa de librar, solo la certeza de una sumisión forzada, de un destino que no había elegido, pero que ahora estaba obligado a cumplir. Y en el silencio de su baño, con el vapor envolviéndolo como una neblina, Sergei se preparó para el próximo enfrentamiento que sabía que no tardaría en llegar. Porque en la casa de los Rostov, la paz era solo una pausa entre guerras, un respiro antes de la próxima batalla.

Cuando las sirvientas volvieron con más agua caliente, vertiéndola con cuidado en la bañera, trajeron también jabones y aceites perfumados, una tentativa de suavidad en un mundo lleno de aspereza. La joven de cabello oscuro, con manos temblorosas, se inclinó para lavar sus heridas, limpiando la sangre y la suciedad con movimientos delicados y precisos. La de cabello castaño se arrodilló junto a la bañera, sus dedos pequeños y firmes masajeando los músculos tensos de los hombros y la espalda de Sergei, intentando aliviar el dolor acumulado por los golpes.

El agua caliente era un alivio, pero no podía borrar el sabor amargo que le quedaba en la boca, ni el peso en su pecho. Mientras la joven de cabellos oscuros enjuagaba la sangre seca de su rostro, Sergei se sintió invadido por una mezcla de culpa y agradecimiento. Estas jóvenes no merecían cargar con el peso de su miseria, no merecían la tensión ni el miedo que le mostraban con cada movimiento cuidadoso.

—Perdónenme si fui grosero —murmuró Sergei en un tono bajo, apenas audible sobre el sonido del agua—. No era mi intención intimidarlas. —Hizo una pausa, sintiendo la dureza de sus palabras anteriores, el peso de su rabia injustamente dirigida—. No sé sus nombres.

La joven de cabello castaño levantó la vista brevemente, sus ojos marrones llenos de una mezcla de sorpresa y cautela. Estaba claro que no esperaban que Sergei se disculpara, que no estaban acostumbradas a esa clase de cortesía de su parte o de parte de cualquier otro en la casa. Finalmente, fue la de cabello oscuro quien rompió el silencio.

—Yo soy Anya, joven amo —dijo, su voz apenas un susurro mientras continuaba lavando con cuidado la herida en la mejilla de Sergei—. Y ella es Darya.

—Gracias, Anya... Darya —dijo Sergei, cerrando los ojos nuevamente, dejando que sus nombres se grabaran en su mente como un recordatorio de que aún había humanidad en medio de toda esa brutalidad.

Mientras Anya y Darya continuaban con su labor en silencio, Sergei pensó en lo poco que sabía de ellas, de sus vidas fuera de esas paredes opresivas, de sus sueños y miedos. Se preguntó si ellas también se sentían atrapadas, si compartían el deseo de escapar de esa casa, de ese destino impuesto. Pero, al igual que él, probablemente sabían que la libertad era un lujo reservado solo para unos pocos, y que la realidad era mucho más cruel de lo que cualquiera de ellos podría soportar admitir.

Mientras el calor del agua y el toque cuidadoso de las sirvientas intentaban reconfortarlo, Sergei dejó caer todas sus máscaras, permitiéndose descansar por un breve instante. La tensión que había sostenido durante todo el día se desvaneció momentáneamente en el calor humeante de la bañera, y por un instante, cerró los ojos, dejándose llevar por la sensación de alivio que proporcionaban las manos expertas de Anya y Darya. Pero el agua no tardó en enfriarse, y con ella, la sensación de paz temporal se desvaneció, reemplazada por la cruda realidad que lo esperaba fuera de esas paredes de mármol.

Al levantarse, Sergei salió del agua con una expresión de cansancio en su rostro, sintiendo el frío inmediato del aire sobre su piel húmeda. Tomó dos toallas de algodón suave que colgaban de un gancho cercano, una para su cuerpo y otra para su cabello. Siempre había llevado el cabello largo, en contra de las modas y los estándares de la sociedad de su tiempo. Mientras muchos hombres preferían cortes cortos y militares que proyectaban autoridad y dureza, Sergei dejaba que su cabello negro y liso le cayera hasta la parte baja de la espalda, casi rozando su cintura. Era un desafío silencioso a las normas que su padre le imponía, un pequeño acto de rebelión que mantenía para sí mismo.

Su cabello largo a menudo era objeto de burlas y críticas, especialmente de aquellos que lo acusaban de ser afeminado o de tratar de imitar a las mujeres, pero él lo cuidaba con esmero, cepillándolo y manteniéndolo limpio y brillante. Cada hebra era un recordatorio de que, en un mundo donde no tenía control sobre muchas cosas, aún podía elegir cómo presentarse ante los demás, aunque fuera en algo tan trivial como su apariencia.

Despachó a ambas sirvientas con un gesto brusco, agradeciendo su ayuda de manera escueta antes de cerrar la puerta del baño tras ellas. Una vez solo, abrió el armario de su habitación y seleccionó ropa para la cena. A pesar de su alta posición en la casa Rostov, Sergei siempre había preferido vestir con sencillez, sin los adornos innecesarios ni los lujos ostentosos que tanto apreciaba su padre. Se decidió por una camisa de lino blanca, de tejido suave y algo holgada, que dejaba espacio para que sus movimientos no se vieran restringidos, y unos pantalones oscuros, ajustados a la cintura con un cinturón de cuero desgastado.

El dolor en su cara era persistente, punzante y caliente, como un recordatorio constante de la violencia que acababa de soportar. Cada vez que movía la mandíbula, un destello de dolor irradiaba por su rostro, pero lo ignoró. Había aprendido a convivir con el dolor desde hacía mucho tiempo, había aprendido a disfrazarlo detrás de una máscara de indiferencia y a no mostrar debilidad, especialmente delante de su padre.

Suspiró profundamente, permitiéndose un momento para recuperar la compostura antes de salir de su habitación y dirigirse al comedor. Cada paso por los pasillos oscuros de la mansión era un recordatorio de su aislamiento. Las sombras se alargaban en las paredes cubiertas de retratos de antepasados que le devolvían la mirada con ojos fríos y vacíos, juzgándolo en silencio desde el pasado. Era como si la casa misma estuviera impregnada del espíritu implacable de los Rostov, una presencia omnipresente que pesaba sobre él.

Al llegar al comedor, encontró la mesa ya dispuesta, adornada con candelabros de plata y cubertería fina. La luz de las velas proyectaba sombras danzantes sobre las paredes de piedra, añadiendo una atmósfera sombría a la ya de por sí lúgubre habitación. Los platos estaban cubiertos con cúpulas de plata, esperando a ser descubiertos, y el aroma de la comida recién preparada llenaba el aire, aunque Sergei no tenía mucho apetito. 

Las hermanas de Sergei ya estaban sentadas alrededor de la mesa, sus rostros marcados por la preocupación y el cansancio, reflejo de la tensión constante que dominaba la casa de los Rostov. Sus miradas eran sombras de incertidumbre y miedo, pues habían crecido bajo la misma mano pesada de Nikolai y sabían lo que era vivir a la sombra de su brutalidad. Al verlo entrar, hicieron un esfuerzo por sonreír, aunque fuera de manera forzada, como si ese gesto pudiera disipar la oscuridad que los rodeaba. Sergei percibió sus intentos con amargura; entendía demasiado bien lo que esas sonrisas significaban, el acto reflejo de sobrevivir a otro día bajo el yugo de su padre. Al menos ellas se habían librado de su furia esta vez.

Mientras tomaba asiento en su lugar habitual, Sergei sintió una oleada de culpa y responsabilidad invadiéndolo. Los golpes que había recibido, las heridas que ahora lucía, todo había sido por ellas, para protegerlas, para asegurar que, al menos por esta noche, pudieran dormir sin miedo. Aunque al firmar esos documentos había sellado su destino en la academia militar, al menos por ahora, sus hermanas estarían a salvo de la intransigencia de Nikolai.

Maria, la mayor de las dos, lo miró con preocupación evidente. Sus ojos eran oscuros y profundos, llenos de preguntas que no se atrevía a formular. Finalmente, rompió el tenso silencio que llenaba la sala.

—¿Estás bien, Sergei? —preguntó con una voz suave, que apenas era un susurro en la vasta extensión del comedor. 

A su lado, Inna miraba a Sergei con una mezcla de alivio y temor, sus manos nerviosas apretadas en su regazo. Sus ojos verdes, tan parecidos a los de Nikolai pero sin la frialdad inhumana, lo miraban como si intentaran descifrar los pensamientos que ocultaba detrás de esa máscara de indiferencia que tan bien había aprendido a poner. Lucya no dijo nada, solo le dio una sonrisa pequeña, pero su preocupación era palpable, como un peso que colgaba en el aire.

Sergei esbozó una sonrisa cansada, más para tranquilizarlas que porque sintiera algún consuelo genuino.

—Estoy bien —mintió, tratando de parecer despreocupado. Su voz tenía un tono que pretendía ser ligero, pero había una dureza subyacente que delataba el dolor y el agotamiento—. Veamos qué tan ricos son los pescados que pescaron hoy. —Intentó bromear, buscando un resquicio de normalidad en la tensión que se cernía sobre ellos.

Los sirvientes estaban de pie, inmóviles y en silencio, esperando la llegada de Nikolai para servir la cena. Parecían estatuas, sus rostros entrenados para no mostrar ninguna emoción, pero Sergei sabía que todos compartían el mismo temor que él y sus hermanas. La presencia de su padre lo contaminaba todo, como un veneno que se extendía por las venas de la mansión.

El ambiente era sofocante. Las sombras de los candelabros se alargaban en las paredes, proyectando figuras fantasmagóricas que parecían cobrar vida en la penumbra. La habitación estaba impregnada de un silencio espeso, solo interrumpido por el crujido ocasional de la madera vieja y el suave murmullo del viento que se colaba por las ventanas mal selladas. Sergei observó a los sirvientes desde la esquina de su ojo. Sus cuerpos rígidos y expresiones impasibles no podían ocultar completamente la tensión en sus músculos, el sutil temblor de las manos al sostener las bandejas de plata.

El comedor era vasto, con un techo alto decorado con frescos que representaban escenas de caza y batallas, imágenes de poder y conquista que reflejaban el espíritu implacable de la familia Rostov. Las paredes estaban adornadas con tapices antiguos y retratos de antepasados de expresión severa y orgullosa, cuyos ojos parecían seguir a los ocupantes de la mesa, juzgándolos desde un pasado lejano. El mobiliario era robusto y pesado, construido con maderas oscuras y tallados intrincados, testimonio de la riqueza y la importancia que alguna vez habían tenido los Rostov.

En ese momento, la puerta del comedor se abrió con un chirrido lento, y todos los ojos se volvieron hacia la figura imponente que entraba. Nikolai Rostov, con su semblante frío y autoritario, se abrió paso hacia la cabecera de la mesa. Su mirada recorrió la habitación como si inspeccionara un ejército antes de la batalla, asegurándose de que todos estuvieran en su lugar, cumpliendo con su papel. Al verlo, los sirvientes se tensaron aún más, y sus hermanas inclinaron la cabeza, evitando sus ojos.

Sergei sintió un nudo en el estómago. No importaba cuántas veces enfrentara a su padre, el miedo y la repulsión que le provocaba no disminuían. Nikolai no era un hombre que perdonara fácilmente, y Sergei sabía que la violencia que había experimentado en el despacho era solo un recordatorio de quién realmente gobernaba en esa casa.

—Bueno, empecemos —ordenó Nikolai con voz firme y autoritaria, como si el simple acto de cenar fuera una ceremonia militar que debía seguirse con precisión.

Los sirvientes, siguiendo la señal, comenzaron a levantar las cúpulas de plata que cubrían los platos, revelando una variedad de pescados frescos, cuidadosamente preparados con hierbas y especias que llenaron el aire con un aroma tentador. Sergei miró su plato, pero no sintió hambre. Su estómago se revolvía con una mezcla de rabia contenida y desesperanza. 

Mientras los demás empezaban a comer, Sergei levantó el tenedor y lo mantuvo en su mano un momento, observando cómo las llamas de las velas bailaban sobre la superficie plateada. Al final, tomó un bocado, más por costumbre que por verdadero deseo, y al masticar, sus pensamientos se alejaron del presente, imaginando un futuro diferente, uno en el que pudiera vivir sin el yugo de su padre, en el que sus hermanas pudieran ser libres de elegir su propio destino. Pero ese futuro, como bien sabía, no era más que un sueño lejano.

La cena se desarrollaba en un silencio denso y opresivo, el tipo de silencio que solo puede existir en una casa donde el miedo es una presencia constante. Cada movimiento de los comensales era meticuloso, como si incluso el más mínimo ruido pudiera desencadenar la ira de Nikolai. El sonido de los cubiertos chocando contra los platos de porcelana se mezclaba con el leve tintineo de las copas de cristal y el ocasional crujido de la madera vieja bajo los pies de los sirvientes que se desplazaban en silencio por la habitación, sus rostros cuidadosamente en blanco.

El aire estaba cargado de tensión. Los rostros de las hermanas de Sergei reflejaban una mezcla de ansiedad y esperanza, como si anhelaran un cambio en la atmósfera, una pausa en la tiranía de su padre. Maria, siempre la más audaz de las dos, tomó un respiro profundo y se aventuró a romper el incómodo silencio que había caído sobre la mesa como un sudario.

—¿Te gusta, padre? —preguntó María, su voz apenas un murmullo, temblorosa pero decidida, sus manos blancas aferrándose con fuerza a los bordes de la mesa. La valentía en su tono era una especie de desafío velado, un intento desesperado de encontrar algo de humanidad en un hombre que parecía haberla perdido hacía mucho tiempo—. Nosotras los pescamos... Sergei nos ayudó.

El comentario de Maria colgó en el aire, un pequeño acto de rebelión disfrazado de inocencia. Sergei notó cómo Nikolai levantaba la cabeza lentamente, dejando caer sus fríos ojos grises sobre Maria con una intensidad que habría hecho temblar a cualquier otro. Durante unos largos segundos, nadie se atrevió a moverse ni a respirar. Sergei sintió que la tensión en la sala se incrementaba, como un tambor al borde de romperse.

Nikolai dejó que el silencio se extendiera un poco más antes de responder. Sus labios se curvaron en una ligera mueca que podría haber sido una sonrisa, pero que no contenía ninguna calidez.

—Es… aceptable —dijo finalmente, su voz era baja, cortante, como el filo de una navaja que apenas rozaba la piel antes de hacer el corte profundo. Su tono dejaba claro que no le importaba en absoluto quién había pescado los peces, ni cómo había llegado la comida a su mesa—. Aunque no deberías malgastar tu tiempo con tonterías como esa. Hay cosas más importantes que hacer.

Las palabras de Nikolai cayeron como piedras en el agua, hundiéndose rápidamente en el pozo sin fondo de la desesperación que llenaba el comedor. Las caras de Maria, Inna y Lucya se contrajeron con angustia, y aunque intentaron disimularlo, Sergei vio cómo el color abandonaba sus mejillas. Era un espectáculo que él conocía demasiado bien, un reflejo de la impotencia que sentían todos bajo el yugo de su padre. Pero no era solo el miedo lo que las apagaba; era la resignación, una aceptación silenciosa de que su vida estaba dictada por el capricho de un hombre cruel.

El ambiente se volvió aún más sofocante, y Sergei, consciente de la carga en los hombros de sus hermanas, decidió intervenir. No para aliviar la tensión, sino para asumirla él mismo, para desviar la atención de Nikolai hacia él. Con un suspiro que apenas disimuló su propia exasperación, habló, sabiendo que su voz era el único sonido que podía quebrar el silencio opresivo que pendía sobre la mesa como una sombra.

—Adivinen qué, me voy a casar —dijo Sergei con una alegría fingida, una sonrisa que no alcanzó sus ojos, que seguían llenos de una amargura apenas contenida. La declaración, tan abrupta y fuera de lugar, hizo que sus hermanas lo miraran con sorpresa, sus cejas alzándose mientras intentaban procesar lo que acababan de escuchar—. Nuestro querido padre ha tenido la amabilidad de concertar la unión con la hija única de los Volkov.

La noticia cayó como un balde de agua fría. Maria, la mayor de las hermanas, parpadeó, intentando ocultar su desconcierto, mientras Inna y Lucya intercambiaban miradas incrédulas. Maria recuperó la compostura primero. Sus ojos, normalmente tan suaves, ahora parecían dos pozos oscuros llenos de preocupación.

—¿Con los Volkov? —preguntó María, tratando de mantener la voz firme, aunque una nota de pánico se deslizaba por debajo—. Pero ellos... no son… ¿No son los que apoyaron la revuelta el año pasado?

Sergei asintió, manteniendo la máscara de indiferencia que había perfeccionado a lo largo de los años. Sabía que las alianzas políticas de su padre rara vez estaban motivadas por algo más que el beneficio personal y el afán de poder. Los Volkov eran una familia poderosa, burgueses adinerados que controlaban buena parte de la ciudad, pero su reputación había caído en desgracia tras los rumores de su participación en las revueltas por la nacionalización de las industrias. A ojos del Imperio, se habían convertido en sospechosos, unos traidores potenciales. ¿Y qué mejor manera de lavar su nombre que aliarse con los Rostov, una familia militar famosa por su lealtad incuestionable y su larga historia de oficiales exitosos en el ejército imperial?

Sin embargo, para Sergei, la alianza con los Volkov era una maraña de intereses ocultos que aún no comprendía del todo. ¿Por qué Nikolai lo quería comprometido con la hija de los Volkov? Y si no era ella, ¿por qué la mención de un posible enlace con la familia Demidov, nobles de la vecina ciudad de Vorónezh? Todo esto le resultaba una partida de ajedrez en la que su padre movía las piezas con una destreza inquietante, y él no era más que un peón al que se le ordenaba sacrificarse.

—Exactamente. Aunque solo son rumores —murmuró Sergei, inclinándose hacia adelante, bajando la voz como si estuviera compartiendo un secreto con sus hermanas. La ironía en su tono era inconfundible, un veneno suave que escurría con cada palabra—. Estoy seguro de que será una unión muy... fructífera.

Nikolai resopló, haciendo un gesto de desdén con la mano, como si la conversación no mereciera más de su atención. Sus ojos grises recorrieron la mesa, evaluando las reacciones de sus hijos con el mismo interés con el que un cazador observa a su presa antes del golpe final. Había algo casi despiadado en esa mirada, una frialdad calculada que parecía disfrutar del control que ejercía sobre sus vidas.

—Los Volkov son una familia con recursos y poder, algo que tú, Sergei, deberías agradecer —dijo Nikolai, su voz tan fría como un viento de invierno, carente de cualquier emoción—. Te guste o no, esto es lo mejor para todos nosotros. La familia Rostov necesita esta alianza, y tú cumplirás con tu deber.

La palabra "deber" colgaba en el aire, pesada y amarga como una sentencia de muerte. Sergei sintió un nudo en el estómago al oírla, esa palabra que su padre había usado para justificar cada uno de sus actos despiadados, cada decisión que había llevado a su familia a este punto de sufrimiento y opresión. Era una palabra que había aprendido a odiar con el tiempo, un recordatorio constante de que su vida no le pertenecía, sino que era solo una pieza más en el juego de poder de Nikolai.

—Claro, padre, siempre cumplo con mi deber —respondió Sergei, su voz cargada de un sarcasmo apenas disimulado. Sabía que no era prudente desafiar a su padre tan abiertamente y, menos aún, en presencia de otros. Pero en ese momento, no le importaba. Estaba cansado, agotado de fingir, de seguir el juego que nunca había querido jugar. Sus ojos se encontraron con los de Nikolai, y por un breve momento, el tiempo pareció detenerse. El rostro de su padre se tensó, una chispa de ira encendiéndose en sus frías pupilas.

El silencio que siguió fue sofocante, como la calma antes de una tormenta. Maria, Inna y Lucya miraban a Sergei con miedo y preocupación. El aire en la habitación era pesado, cargado de tensión, como si todos estuvieran esperando que algo terrible sucediera. Pero antes de que Nikolai pudiera soltar el veneno que tenía preparado, Lucya intervino, su voz temblorosa, intentando cambiar de tema, tratando de evitar el enfrentamiento que todos temían.

—Padre, ¿y qué hay de nosotras? —preguntó, su tono tímido—. ¿También tenemos algún... deber que cumplir?

Nikolai la miró con desdén, como si su pregunta fuera una molestia innecesaria, algo que no merecía más que un mínimo de su atención. Luego, con un gesto que era más un tic nervioso que un asentimiento, se volvió hacia ella.

—Cada uno de ustedes tendrá su papel, Lucya. No te preocupes, ya llegará tu turno. Pero gracias a tu hermano, tendrán más libertad para elegir —dijo Nikolai, con una crueldad envuelta en promesas vacías. La frialdad en su tono hizo que un escalofrío recorriera la columna vertebral de todos en la mesa.

El silencio volvió a reinar, un silencio denso y opresivo que pesaba sobre ellos como una losa. Los sirvientes, que habían estado moviéndose con la misma cautela que los animales asustados, parecían aún más temerosos, sus movimientos eran lentos y medidos, como si cualquier ruido pudiera provocar la ira de Nikolai. Sergei clavó la mirada en su plato, luchando por mantener la calma, por no dejar que la desesperación lo consumiera. Tenía que ser fuerte, por él, por sus hermanas, por el futuro incierto que los aguardaba a todos.

Y así, la cena continuó, un ritual sombrío bajo la sombra del hombre que controlaba sus vidas. Cada bocado que tomaban, cada sorbo de vino que bebían, parecía tener el sabor amargo de la resignación y la impotencia. Cuando finalmente terminó, la comida dejó a todos con una sensación de vacío, como si algo más que la comida se hubiera consumido esa noche.

Nikolai fue el primero en levantarse, su imponente figura eclipsando la mesa mientras se marchaba sin una palabra más. Las hermanas siguieron su ejemplo, sus pasos eran lentos y pesados, como si cada uno las acercara más al abismo de un futuro que no podían evitar.

Sergei se quedó sentado un momento más, observando cómo sus hermanas desaparecían por el pasillo, y luego dejó escapar un suspiro profundo. Su cuerpo estaba cansado, sus músculos dolían por la pelea, pero el agotamiento mental era peor. Se levantó lentamente, sus piernas eran pesadas, y se dirigió a su habitación. Cerró la puerta tras de sí, apoyándose contra ella por un momento mientras respiraba hondo, intentando calmarse.

Su cama lo esperaba, una comodidad que sentía que no merecía. Se dejó caer sobre el colchón, sin molestarse en quitarse la ropa, y cerró los ojos, esperando que el sueño llegara rápido. Pero sabía que no sería así. Su mente estaba demasiado llena de pensamientos oscuros, de futuros inciertos y decisiones que nunca quiso tomar.

Esa noche, el sueño no fue un escape, sino un recordatorio de la prisión en la que vivía, una prisión construida no con barrotes, sino con deberes y expectativas que no quería cumplir.