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La lluvia caía a cántaros aquella mañana de octubre, mezclándose con el llanto de Ian, un niño de apenas doce años que se encontraba solo en el mundo. Con su cabello negro desordenado y unos extraños ojos azules que parecían brillar incluso en la penumbra, la noticia de la muerte de sus padres había llegado como un rayo, dejando su corazón hecho trizas. Sin familiares cercanos que lo acogieran, se vio obligado a enfrentar la dura realidad de ser huérfano.
Con un pequeño bolso lleno de sus pertenencias más preciadas, Ian salió del orfanato. No quería ser una carga para nadie; su mente estaba decidida a encontrar un trabajo y ganarse la vida por sí mismo. Caminó por las calles empapadas, sintiendo cómo cada paso lo alejaba más de su antigua vida.
Los días se convirtieron en semanas mientras buscaba trabajo. Su mirada penetrante y su expresión decidida a menudo llamaban la atención de los adultos, pero pocos estaban dispuestos a darle una oportunidad. Se ofreció como ayudante en una tienda de comestibles, pero el dueño no pudo pagarle lo suficiente para vivir. Luego intentó trabajar en una cafetería, pero la clientela era escasa y no podía quedarse con las propinas. A pesar de los rechazos y las puertas cerradas, Ian nunca perdió la esperanza.
Una tarde, mientras exploraba los límites del pueblo, se topó con un granero desvencijado que había visto mejores días. El lugar parecía abandonado, pero al acercarse, escuchó el sonido de unos animales dentro. Con curiosidad y un poco de nerviosismo, decidió investigar y se encontró con un hombre mayor que cuidaba de unas cabras.
—Hola, jovencito —dijo el hombre con una voz profunda y amable—. ¿Qué te trae por aquí?
Ian se presentó y le explicó su situación. El granjero, cuyo nombre era Don Manuel, escuchó atentamente mientras Ian hablaba sobre sus sueños de trabajar duro y ser independiente.
—Te puedo ofrecer trabajo aquí —dijo Don Manuel después de un momento de reflexión—. Necesito ayuda para cuidar a los animales y mantener el campo en orden. No te haré rico, pero tendrás comida y un lugar donde quedarte.
Ian sintió una mezcla de alivio y gratitud al escuchar esas palabras. Aceptó la oferta sin dudarlo; finalmente había encontrado un lugar donde podría empezar de nuevo.
Los días siguientes fueron duros pero satisfactorios. Ian aprendió a ordeñar cabras, sembrar hortalizas y cuidar del ganado. Con cada tarea completada, sentía que recuperaba un poco del control que había perdido tras la muerte de sus padres. Don Manuel se convirtió en una figura paternal para él; aunque no hablaban mucho sobre el pasado, había un entendimiento tácito entre ellos: ambos estaban buscando nuevos comienzos.
Con el tiempo, Ian comenzó a sentirse como parte de esa sencilla vida en el campo. Las risas compartidas con Don Manuel durante las cenas y las historias sobre la vida en la granja llenaron un vacío que creía irreversible.
Así fue como Ian encontró su nuevo hogar entre los campos verdes y los animales que ahora cuidaba con cariño; allí comenzó su camino hacia la sanación.
**Fin del capítulo 1**