—¿Estás bien? —pregunté, esforzándome por mantener la calma mientras me dirigía a Aria. Mi tono cargaba una preocupación sincera que rara vez permitía salir.
—Solo necesito matar a una bruja —respondió, sus palabras tan cortantes como el filo de una daga.
La furia en su voz era palpable, como un tambor que resonaba en el aire. Por un instante, dudé en insistir, pero la determinación que chispeaba en sus ojos dejó claro que Aria no era alguien que pidiera permiso para seguir adelante.
—Ignis, no podemos seguir dejando que sufran las almas de esas jóvenes. Hay que matarla.
La firmeza de su mirada me golpeó más fuerte que cualquier palabra.
—Lo sé —dije con un suspiro, rascándome la cabeza como si eso fuera a facilitar las cosas—, pero vamos a ser honestos: nos trató como sus perras la última vez. Lira no es solo un espíritu; es algo que trascendió la muerte misma. Aunque la derrotemos, ¿cómo sabemos que no destrozaremos también a las almas que estamos tratando de salvar?
—No tenemos opción, Ignis. No hay espacio para dudas.
Su voz era tan fría como un filo de acero. Aria no estaba negociando. Me quedé mirándola, preguntándome si todo esto venía de algo más profundo. Tal vez una promesa rota, un pecado del pasado que trataba de redimir. Pero este no era el momento para preguntas.
—Mierda… tienes suerte de ser tan bonita.
Su ceja se arqueó, y por un segundo juré que iba a golpearme. Pero en vez de eso, una sonrisa irónica cruzó sus labios.
—Supongo que solo me queda quemar a la bruja otra vez —dije, resignándome con un suspiro que sabía a derrota.
Salimos del bar tambaleándonos, con nuestros cuerpos agotados y nuestras almas aún más cargadas. La calle principal del pueblo nos recibió con un aire frío y pesado, como si la misma noche supiera lo que estaba a punto de suceder.
—¡Mierda…! —La voz de Aria resonó en la oscuridad.
Frente a nosotros, una multitud de aldeanos bloqueaba el camino. Eran al menos un centenar, hombres y mujeres, algunos todavía con sus ropas de trabajo cubiertas de polvo. Sostenían herramientas improvisadas: cuchillos de cocina, martillos, azadas. Pero no eran las armas lo que más me perturbaba, sino sus ojos. Ese verde brillante, antinatural, que parecía consumir cualquier rastro de humanidad.
—Están controlados… —murmuré, mientras el miedo comenzaba a hacer nido en mi pecho.
Los aldeanos se tambaleaban, sus movimientos torpes, como marionetas colgando de hilos invisibles. Uno de ellos avanzó hacia nosotros, un cuchillo oxidado brillando a la luz de la luna.
—Este..Aria..— me voltee a ver a mi compañera
—No hay tiempo para lamentarse, Ignis. Tenemos que pasar.
—¿Y qué hacemos con ellos? ¿Simplemente los golpeamos hasta dejarlos inconscientes?
—No tenemos opción. Si nos detenemos aquí, Lira gana.
Odiaba que tuviera razón, pero lo hacía. Respiré hondo y dejé que el aire frío llenara mis pulmones.
—Está bien. Pero si salimos de esta, espero que al menos compres las cervezas la próxima vez.
—Trato hecho.
Los aldeanos comenzaron a avanzar, sus pasos descoordinados golpeaban el pavimento como una marcha fúnebre. Cada movimiento que hacían parecía más un intento de resistirse al control que otra cosa.
—Esto no se ve bien, Aria.
—¿Desde cuándo las cosas salen bien para nosotros?
No respondí. No tenía sentido hacerlo. Avanzamos hacia ellos, nuestras piernas pesadas por el cansancio, y el verde brillante de sus ojos se intensificó. A lo lejos, al final de la calle, la casa abandonada nos observaba. Su fachada cubierta de hiedra negra parecía respirar con vida propia, y las ventanas rotas eran como ojos huecos que nos acechaban.
—Ella está ahí… —murmuró Aria.
—Sí, lo sé. Solo espero que también esté mi dignidad después de esto.
El primer aldeano se abalanzó hacia nosotros, y yo levanté mi arma improvisada: una vieja barra de metal que habíamos recogido del bar. No quería lastimarlo, pero tampoco podía permitir que nos detuvieran. Mientras el caos comenzaba a envolvernos, solo una idea rondaba mi mente: Si esta es la última noche, al menos que termine con fuego.